Doctrina del Evangelio

Capítulo 17

Misioneros


Cómo son llamados los misioneros

Ninguna persona, aparte del presidente de la Iglesia, tiene la autoridad para llamar misioneros a predicar el evangelio; otros podrán sugerir y recomendar, pero lo hacen a él, y él expide el llamado. Llamamos la atención a este hecho, pues ocasionalmente sucede que una de las autoridades generales, el presidente de la estaca o el obis­po hablan con algún hermano acerca de salir a una misión, y éste se pone a trabajar en el acto y empieza a prepararse para salir, a veces al punto de dar sus tierras en arrendamiento o vender sus posesiones o alquilar su propiedad. Entonces, al no fijársele una fecha para su salida, ni le es designado el lugar donde va a trabajar, se siente desilusionado y apesadumbrado (JI, febrero de 1902, 37:82).

Lo que se requiere de futuros misioneros

De acuerdo con los reglamentos actuales de la Primera Presidencia, ahora no se envía a cumplir misiones a los hermanos que no tienen de sí mismos un testimonio de la verdad de la obra del Señor. Se juzga inconsecuente enviar hombres al mundo para que prometan a otros, mediante la obediencia al evangelio, lo que ellos mismos no han recibido. Ni se considera propio enviar hombres para reformarlos; refórmense primeramente en casa si no han estado guardando estrictamente los mandamientos de Dios. Esto se aplica a la Palabra de Sabiduría así como a todas las otras leyes del cielo. No hay reparo a que se llame a un hombre que en su juventud pudo haber sido hosco o rebelde, si en sus años postreros ha llevado una vida santa y producido el fruto precioso del arrepentimiento. Tampoco deben salir hombres que no gozan de buena salud; es poco lo que un élder enfermizo puede hacer por sí mismo, y a menudo impide la obra de su compañero; y con demasiada frecuencia tiene que ser enviado a casa después de una corta ausencia, ocasio­nando sufrimientos para él, y gastos a los miembros de la Iglesia (JI, febrero de 1902, 37:83).

La clase de hombres que se necesita para misioneros

No queremos jóvenes que han estado en cantinas, que han entrado en casas de mala reputación, que han sido tahúres, que han sido borrachos, que han sido depravados en su vida. No queremos que los tales entren en el mi­nisterio de este santo evangelio para representar al Hijo del Dios viviente y el poder de la redención ante el mun­do. Queremos jóvenes que han nacido o han sido adop­tados en el convenio; que se han criado en la pureza; que se han conservado sin mancha del mundo y pueden ir a las naciones de la tierra y decir a los hombres: “Seguid­me, como yo sigo a Cristo.” Entonces desearíamos que supieran cantar y orar. Esperamos que sean honrados, virtuosos y fieles hasta la muerte a sus convenios, a sus hermanos, a sus esposas, a sus padres y madres, a sus hermanos y hermanas, a sí mismos y a Dios. Cuando se cuenta con tales hombres para predicar el evangelio, bien sea que sepan o no sepan mucho al empezar, el Señor pondrá su Espíritu en sus corazones y los coronará con inteligencia y poder para salvar las almas de los hom­bres; porque en ellos está el germen de la vida; no se ha viciado ni corrompido; no ha huido de ellos (CR, octubre de 1899, págs. 72, 73).

Cualidades necesarias de los misioneros

Una cosa más; algunas de las cualidades indispensa­bles que deben tener los élderes que salen al mundo a predicar son humildad, mansedumbre y amor no fingido por el bienestar y salvación de la familia humana y el deseo de establecer la paz y la justicia en la tierra entre los hombres. No podemos predicar el evangelio de Cristo sin este espíritu de humildad, mansedumbre, fe en Dios y confianza en sus promesas y palabra que nos ha dado. Podréis aprender toda la sabiduría de los hombres, pero eso no os habilitará para lograr estas cosas como lo hará la influencia humilde y orientadora del Espíritu de Dios. “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 16:18).

Es necesario que los élderes que salen al mundo a pre­dicar estudien el espíritu del evangelio, que es el espí­ritu de humildad, el espíritu de mansedumbre y de ver­dadera devoción a cualquier propósito que emprendáis o determinéis lograr. Si se trata de predicar el evangelio, debemos dedicarnos a los deberes de ese ministerio y es­forzarnos con toda nuestra habilidad a fin de capacitar­nos para desempeñar esa obra particular; y la manera de hacerlo es vivir de tal manera que el Espíritu de Dios se comunicará y estará presente con nosotros para diri­girnos en todo momento y hora de nuestro ministerio, tanto en la noche como en el día (CR, abril de 1915, pág. 138).

Cualidades adicionales de los misioneros

Hay hombres excelentes, pero pocos misioneros verda­deramente buenos. Las características del buen misionero son éstas: Un hombre que posee sociabilidad, cuya amis­tad es permanente y estimulante, que se puede granjear la confianza y favor de los hombres que se hallan en las tinieblas. Esto no puede hacerse de improviso; hay que conocer al hombre, estudiarlo, ganarse su confianza y hacerle sentir y saber que vuestro único deseo es hacerle un bien y bendecirlo; entonces podréis comunicarle vues­tro mensaje y darle las buenas cosas que tenéis para él, bondadosa y amorosamente. Por tanto, al seleccionar a los misioneros, escoged a los que tengan sociabilidad, aquellos en quienes hay amistad y no enemistad hacia los hombres; y si no tenéis a tales personas en vuestro barrio, preparad y habilitad a varios jóvenes para esta obra. Algunos hombres jamás pueden llegar a ser buenos misioneros, y no debéis escoger a tales personas. Ante todas las cosas, un misionero debe tener en sí mismo el testimonio del Espíritu Santo. Si no tiene esto, no tiene nada que puede dar. Los hombres no son convertidos por la elocuencia o la oratoria; se convencen cuando quedan satisfechos de que tenéis la verdad y el Espíritu de Dios (Digest of Instructions, AMMHJ, 1904, pág. 15).

Lo que deben enseñar los misioneros

Se instruye a nuestros élderes. . . y se les enseña desde la niñez en adelante, que no van a salir para declarar la guerra a las organizaciones religiosas del mundo cuando son llamados para ir a predicar el evangelio de Jesucris­to, antes, deben ir y llevar con ellos el mensaje que nos ha sido dado por conducto del profeta José en esta última dispensación, a fin de que los hombres aprendan la ver­dad si así lo desean. Son enviados para que lleven la rama del olivo de paz al mundo; para ofrecer el cono­cimiento de que Dios ha hablado una vez más desde los cielos a sus hijos sobre la tierra; que El, en su miseri­cordia, restauró de nuevo al mundo la plenitud del evan­gelio de su Hijo Unigénito en la carne; que Dios ha reve­lado y restaurado al género humano el divino poder y la autoridad que hay en El mismo, mediante el cual quedan habilitados y autorizados para efectuar las orde­nanzas del evangelio de Jesucristo que son necesarias para su salvación, y la efectuación de estas ordenanzas forzo­samente ha de ser aceptable a Dios, el cual les ha dado la autoridad para administrarlas en su nombre. Nuestros élderes son enviados a predicar el arrepentimiento del pecado; predicar la rectitud; predicar al mundo el evangelio de vida, de hermandad y de amistad entre el géne­ro humano; para enseñar a hombres y mujeres a hacer lo que es recto a la vista de Dios y en presencia de to­dos los hombres; para enseñarles el hecho de que Dios ha organizado su Iglesia, una Iglesia de la cual El mismo es el autor y fundador —no José Smith, no el presidente Brigham Young, no los Doce Apóstoles que han sido esco­gidos en esta dispensación. No pertenece a ellos el honor de establecer la Iglesia. Dios es su autor, su fundador, y nosotros somos enviados, y a la vez enviamos a nuestros élderes a que lleven esta proclamación al mundo, y lo dejamos a su propio juicio y discreción si quieren inves­tigarlo, aprender la verdad por sí mismos y aceptarlo, o si prefieren rechazarlo. No les hacemos la guerra; si no lo reciben, no contendemos con ellos; si no quieren bene­ficiarse recibiendo el mensaje que les llevamos para su propio bien, sólo sentimos compasión. Nos compadecemos de aquellos que no quieren recibir la verdad y no quie­ren andar en la luz cuando está brillando delante de ellos; no odio ni enemistad, no el espíritu de condenación; nues­tro deber es dejar la condenación en manos del Dios Omnipotente. Él es el único juez real, verdadero, justo e imparcial, y en sus manos, dejamos el juicio. No es de nuestra incumbencia proclamar calamidades, juicios, des­trucción y la ira de Dios sobre los hombres, si no quieren recibir la verdad. Lean ellos la palabra de Dios cual se encuentra en el Nuevo y el Antiguo Testamento; y si quieren recibirla, lean la palabra que ha sido restaurada por medio del don y poder de Dios a José el Profeta, cual se halla en Doctrinas y Convenios y en el Libro de Mormón. Lean ellos estas cosas, y en ellas aprenderán por sí mismos las promesas de Dios a los que no quieren escuchar cuando oigan la verdad, antes cierran los oídos y los ojos para que no entre la luz. No hay necesidad de repetir estas cosas ni abusar de los sentimientos y jui­cios de los hombres amenazándolos o amonestándolos con los peligros y las calamidades que podrán venir sobre los impíos, los desobedientes, los desagradecidos y aquellos que no quieren someterse a la verdad. Ya lo aprenderán por sí mismos aunque nunca se lo mencionemos (CR, abril de 1915, págs. 3, 4).

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