Doctrina del Evangelio

Capítulo 18

Qué y cómo se debe enseñar


Qué y cómo se debe enseñar

Con frecuencia surge esta pregunta en la mente de los jóvenes que se encuentran en el campo de la misión: ¿Qué voy a decir? Y otra le sigue muy de cerca: ¿Cómo lo voy a decir? Para los que salen con sinceridad y se han dedi­cado en casa a un estudio parcial de los principios del evangelio, la primera de las preguntas pronto se resol­verá, aun cuando no hayan logrado el mejor uso de su tiempo y oportunidades en nuestras escuelas, asociacio­nes y reuniones religiosas. En poco tiempo hallarán atracción en los principios de verdad, y según se lo permita el tiempo, mediante una aplicación atenta, se familiari­zarán con las enseñanzas contenidas en el evangelio de Jesucristo, cual se ha revelado a los Santos de los Últimos Días y éstos las enseñan. Pero la segunda pregunta, tocante al mejor método de comunicar el mensaje que el misionero ha salido a proclamar; ésta no siempre se re­suelve tan fácilmente; y sin embargo, el éxito o fracaso de una misión mayormente de la falsa o acertada resolución de este problema.

Aun cuando se puede dar determinada regla, la expe­riencia ha demostrado que el modo más sencillo es el me­jor. Habiendo aprendido los principios del evangelio me­diante un espíritu devoto y un estudio aplicado, dichos principios se deben presentar a los hombres con humil­dad, en la forma más sencilla de hablar, sin presunción o arrogancia y con el espíritu de la misión de Cristo. Tal cosa no puede lograrse si el joven misionero desperdicia sus esfuerzos en un intento vanaglorioso de convertirse en ruidoso orador. Este es el punto que deseo recalcar en los élderes, y aconsejarles que todo esfuerzo oratorio se reserve para las ocasiones y lugares propios. El campo de la misión no es el sitio para estos ensayos. El evan­gelio no se puede enseñar con éxito mediante una mani­festación ostentosa de palabras y argumentos, sino más bien se expresa en afirmaciones modestas y racionales de su verdad sencilla, pronunciada en una manera que lle­gue al corazón y sean llamativas a la vez, a la razón y el buen sentido común.

No es la frase pulida, sino el concepto que encierra lo que es de valor; ni es la expresión sin tacha tanto como el espíritu que acompaña al orador lo que despierta la vida y la luz en el alma. El espíritu debe estar con el misionero primeramente, si éste va a lograr que sus oyentes lo sientan; y esto es verdad ya sea que las pala­bras se hablen en conversación, cara a cara, o en reunio­nes públicas. El espíritu no se manifestará en la persona que dedica su tiempo a comunicar lo que tiene que decir con palabras altisonantes o en una exhibición de orato­ria. Este espera complacer artificialmente, y yo eficaz­mente por medio del corazón.

Es de suma importancia, por tanto, que se predique el evangelio en la manera más sencilla e inteligible. Esto no significa que el lenguaje no debe ser de lo mejor, ni que no se debe emplear todo el pulimento posible, sino más bien que no debe haber afectación; nada “fingido”. Hay lo suficiente en el evangelio para ocupar nuestro tiempo y lenguaje sincero sin perderlo en efectos artifi­ciales. Por medio de la sinceridad y la sencillez el mi­sionero no sólo se establecerá él mismo en la verdad, sino que su testimonio convencerá a otros. También aprenderá a depender de sí mismo con la ayuda de Dios; impresio­nará el corazón de la gente y tendrá la satisfacción de verlos llegar a un entendimiento de su mensaje. El espí­ritu del evangelio irradiará de su alma, y otros partici­parán de su luz y se gozarán en ella. El otro curso resul­tará ineficaz, no logrará ningún fin útil, ni para el pro­pio misionero mismo ni para quienes lo escuchan, antes conducirá a la vanidad, la vacuidad y la futilidad.

En el campo de la misión, así como en nuestras vidas diarias, es mejor ser naturales, racionales, no dados a la exageración de los dones espirituales ni a una afectación destructora en cuanto a hechos o lenguaje. Es mejor desa­rrollar la sencillez de expresión, la sinceridad en nuestra manera, la humildad del espíritu y un sentimiento de amor hacia nuestros semejantes, y de este modo cultivar en nuestros vidas ese bien equilibrado sentido común que se ganará el respeto y admiración de los de corazón sin­cero y asegurá la continua presencia y ayuda del Es­píritu de Dios (IE, octubre de 1905, 8:940-943).

No todos están preparados para aceptar el evangelio

Me impresionaron las palabras de uno de los hombres referentes a los muchos que vieron y escucharon al pro­feta José Smith, y sin embargo, no creyeron que era Profe­ta de Dios o uno a quien el Omnipotente había levantado para establecer los fundamentos de esta gran obra de los postreros días. Decían que el Señor no se lo había revelado a ellos. Ahora bien, no voy a contradecir esta afirmación ni a impugnarla, pero me vino al pensamien­to que hay miles de hombres que han escuchado la voz de los siervos inspirados de Dios, a los cuales el Omni­potente ha testificado de la verdad, más con todo, no lo han creído. Es mi opinión que el Señor da fe de los testimonios de sus siervos a aquellos que los escuchan; y a éstos queda decir si endurecerán o no sus corazo­nes contra la verdad, y no escucharla y sufrir las consecuencias. Creo que el Espíritu de Dios Omnipotente descansa sobre la mayoría de los élderes que salen al mundo para proclamar el evangelio. Creo que el testi­monio del Espíritu de Dios acompaña sus palabras; pero no todos los hombres están dispuestos para recibir la atestación y el testimonio del Espíritu, y la responsabi­lidad descansará en ellos. Sin embargo, tal vez sea posi­ble que el Señor retenga su Espíritu a algunos para algún propósito sabio en El, a fin no sean abiertos sus ojos para ver, ni sean vivificadas sus mentes para com­prender la palabra de verdad. Por lo general, sin em­bargo, es mi opinión que todos que buscan la verdad y están dispuestos a aceptarla, recibirán también el tes­timonio del Espíritu que acompaña las palabras y tes­timonios de los siervos de Dios; mientras que aquellos cuyos corazones se endurecen en contra de la verdad y no la reciben cuando se les testifica de ella, permanecerán ignorantes y sin un entendimiento del evangelio. Creo que hay decenas y millares de personas que han escuchado la verdad y han sentido compungirse sus co­razones, pero están buscando cuanto refugio les sea posi­ble encontrar para esconderse de sus convicciones de la verdad. Es entre los de esta clase donde hallaréis a los enemigos de la causa del Señor; están combatiendo la verdad a fin de ocultarse de las convicciones que de ella tienen. Hay hombres, posiblemente al alcance de mi voz, ciertamente dentro de los límites de esta ciudad, que han leído nuestros libros, han escuchado los discursos de los élderes y se han familiarizado con las doctrinas de la Iglesia; pero no quieren reconocer —por lo menos, ma­nifiestamente— la verdad del evangelio y la divinidad de esta obra. Bien, la responsabilidad descansa en ellos, v Dios los juzgará y obrará con ellos en su propia ma­nera y tiempo. Muchos de ellos, debido a sus esfuerzos por desacreditar la causa de Sion, están despertando la atención de la gente del mundo hacia el mormonismo, de modo que inconscientemente están adelantando la causa de Sion, sépanlo o no. Doy gracias a Dios a mi Padre porque El convierte en bien el mal que sus enemigos proponen contra su pueblo; y continuará haciéndolo. Las nubes se acumularán sobre nuestra cabeza, y como ha sucedido en lo pasado, parecerá imposible que las pe­netremos; sin embargo, nunca puede haber nubes tan tenebrosas, tan oscuras o tan densas, que Dios no pueda disipar en su propio tiempo, y tornar en bien el mal que amenaza. Lo ha hecho en lo pasado y lo hará en lo futuro, porque es su obra de los hombres (CR, abril de 1899, págs. 40, 41).

Generosidad de nuestros miembros hacia los misioneros

Creo que puedo decir con toda confianza que los San­tos de los Últimos Días por regla general, son de las personas más hospitalarias y generosas y de buen cora­zón que puede hacer sobre la tierra. No hace mucho que uno de nuestros élderes volvió de una misión al Sur. En su mente había surgido la pregunta o duda de que si los Santos de los Últimos Días en Sion serían tan generosos, tan hospitalarios, de tan buen corazón y tan dispuestos a recibir y alojar a un desconocido como la gente del Sur, y determinó poner a prueba el asunto. La historia de sus visitas a algunos de nuestros miembros se publicó en el Improvement Era (James E. Hart, “Entre los mormones sin bolsa ni alforja”, IE, abril de 1698, 1:399-403). No puedo darlo en detalle, sino úni­camente intentaré presentar un breve bosquejo. Hacién­dose pasar como ministro del evangelio del Estado de Tennesse que viajaba sin bolsa ni alforja, como generalmente lo han estado haciendo los élderes de la Igle­sia de Jesucristo de los Santos Últimos Días, llegó con el hermano B. Y. Hampton, de la Casa Hampton, y le pidió alojamiento gratis. El hermano Hampton en el acto consintió en recibirlo. Fue en seguida a la peluquería Temple Barber Shop con igual representación, y pidió que se le afeitara y se le recortara el cabello también sin paga, solicitud que en el acto le fue concedida, y se le despidió con un “vuelva usted”. Entonces visitó al hermano Henry Dinwoodey, y presentándose como ante­riormente lo había hecho, le pidió dinero para pagar su pasaje en el ferrocarril, rumbo hacia el norte; y sin más, el hermano Dinwoodey le entregó el dinero. Nece­sitando un muelle real en el reloj que llevaba, fue a los hermanos John Daynes e hijo, se presentó como antes, y con toda buena voluntad le compusieron el reloj. Acto seguido fue a Thomas G. Weber de la tienda Z.C.M.I., y en la misma forma pidió un par de zapatos que el coronel Weber generosamente le obsequió. Como le falta­ba el relleno de un diente, llegó al establecimiento den­tal del doctor Fred Clawson, a quien convenció sin alguna dificultad, que no era uno de sus amigos y compañeros de escuela, sino realmente un ministro del evangelio del mismo nombre, procedente de Tennessee; y el doctor asintió sin reparo en rellenarle el diente sin dinero o precio. Así quedó demostrado que los Santos de los Últimos Días fueron tan generosos y de buen corazón, dis­puestos a ayudar al desconocido de otra religión, como lo son las buenas gentes de los estados del Sur, y de hecho, de cualquier otro país. Habiendo (tuesto estas personas a la prueba, en otras palabras, habiéndolos pe­sado en la balanza sin que ninguno de ellos faltara, para su alegría mutua les explicó en forma completa sus mo­tivos y quién era él. Y cuando el élder correspondió a sus obsequios o se negó a recibir los favores que le ha­bían hecho sin la debida remuneración en cada caso, como yo lo entiendo, los hermanos insistieron en que las cosas que hicieron por él las habían hecho de buena fe y esperaban que él las aceptara, pues creían que un élder que había pasados dos años y más en una misión, trabajando sin bolsa ni alforja, probablemente estaría tan necesitado de tal ayuda como el ministro forastero que había personificado (CR, abril de 1898, págs. 46, 47).

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