Doctrina del Evangelio

Capítulo 20

Trabajo para los misioneros que vuelven


Advertencia a los misioneros

Me causa pena decirlo, pero si estos dos jóvenes [mi­sioneros] que recientemente se ahogaron [1912], se hu­bieran apartado de los ríos donde no tenían ningún deber ni llamamiento particular, no se habrían ahogado como sucedió. Quisiera que los presidentes de misión y los élderes que se hallan en el mundo entendiesen que no es bueno y no es prudente que nuestros misioneros salgan en excursiones a lagos peligrosos o ríos o cuer­pos de agua, sólo por diversión. Mejor sería que se retirasen de ellos. El Señor los protegerá en el desempeño de su deber, y si tienen mejor cuidado de su salud no habrá tantos que serán víctimas de las enfermedades. Sabemos acerca de algunos de los detalles que han causado la muerte de algunos de nuestros hermanos que han fallecido en el campo de la misión. Les faltó precaución; no ejercieron la debida prudencia y crite­rio; se extendieron más de lo que sus fuerzas les permi­tieron y no se cuidaron como debían haberlo hecho. No digo esto para culpar a estos hermanos. No tengo la menor duda de que obraron de acuerdo con el mejor criterio que había en ellos; pero hay tal cosa como so­brepasarse. Un hombre puede ayunar y orar hasta ma­tarse, mas no hay ni necesidad de ello ni prudencia en hacerlo. Yo digo a mis hermanos, cuando están ayunan­do y orando por los enfermos y por aquellos que necesi­tan la fe y la oración, que no se sobrepasen de lo que es juicioso y prudente en el ayuno y la oración. El Se­ñor puede escuchar una oración sencilla ofrecida con fe, de una media docena de palabras, y reconocer el ayuno que no necesita durar más de veinticuatro horas, con la misma disposición y eficacia con que contestaría una oración de mil palabras y un ayuno de un mes; recor­dad esto. Tengo en mente a los élderes que hoy están cumpliendo misiones, deseosos de sobrepujar a sus com­pañeros. Cada cual desea lograr el mayor número de “notas rojas” de buena actuación, así que se esfuerza más de lo que su vigor se lo permite, y es imprudente hacer tal cosa. El Señor aceptará lo que es suficiente con mayor complacencia y satisfacción, que aquello que es demasiado e innecesario. Es buena cosa ser sinceros, ser diligentes, perseverar y ser fieles todo el tiempo, pero en ocasiones podemos ser extremosos en estas cosas cuando no tenemos necesidad. La Palabra de Sabiduría decreta que cuando nos fatiguemos, debemos parar y descansar. Cuando sentimos que nos está venciendo el agotamiento por causa de habernos esforzado en exceso, la prudencia nos amonestaría a que esperásemos, a que nos detuviéramos, a que no tomásemos ningún estimulan­te para impelernos a descomedirnos, antes ir adonde poda­mos acostarnos y descansar y recuperar de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Es la mejor manera de hacerlo.

Ahora bien, no culpo a mis queridos hermanos a quie­nes la muerte se ha llevado en el extranjero; no obstante, deseo que pudiera haberse evitado (CR, octubre de 1912, págs. 133, 134).

Se debe proteger la salud de los misioneros

Los presidentes de todas las misiones tienen instruc­ciones precisas de la Presidencia de la Iglesia de prote­ger cuidadosamente la salud de los élderes que están obrando bajo su dirección. Estos presidentes de misión también tienen instrucciones de mandar a casa a todos y a cada uno de los élderes cuya salud u otras circuns­tancias pueden exigirles que vuelvan (CR, octubre de 1904, pág. 41).

Misioneros enfermos

Quisiera exhortar a los élderes que se hallan en la misión, así como a los que en lo futuro salgan a una misión, a nunca permitir que entre en su corazón el pen­samiento de que serán criticados o sufrirán menoscabo en cuanto a su carácter o su posición en la Iglesia por­que su salud no les permite cumplir una misión de dos o tres años fuera de casa. Más bien quisiéramos que sintieran dentro de sí mismos una aversión sana hacia el tener que volver a casa sin haber cumplido una mi­sión honorable, cuando su salud y otras condiciones se lo permiten realizarlo; y si hay en ellos alguna renuen­cia relacionada con volver a casa antes de cumplir su misión, tal sentimiento deberá estar basado en este prin­cipio (CR, octubre de 1904, pág. 42).

El cuidado de los misioneros que vuelven

También es cosa buena que los obispos de todos los barrios velen por sus misioneros que han regresado. Es una pena que después de que tantos de nuestros jóvenes salen y cumplen una buena misión, cuando vuelven a casa las autoridades presidentes de la Iglesia aparente­mente los olvidan o desatienden, y permiten que sean llevados nuevamente al descuido y la indiferencia, y tal vez, finalmente apartarse por completo de sus deberes en la Iglesia. Debe conservárseles ocupados; debe man­tenérseles activos en la obra del ministerio, de alguna manera, para que mejor puedan retener el espíritu del evangelio en sus mentes y en sus corazones y ser útiles en casa, así como fuera de casa.

No se puede dudar el hecho de que se requiere el ser­vicio misional, y es tan necesario en Sion, o sea aquí en casa, como en el extranjero. Muchas personas parecen no tener cuidado en cuanto a la debida instrucción de sus hijos. Vemos a muchos jóvenes que están cayendo en costumbres y hábitos muy descuidados, cuando no perniciosos. Todo joven misionero que vuelve de su mi­sión, lleno de fe y buen deseo, debe tomar sobre sí la responsabilidad de llegar a ser, en tanto que le sea posi­ble, un salvador de sus compañeros jóvenes y de menos experiencia en casa. Cuando un misionero que ha vuelto ve a un joven que se está yendo por malos caminos y acostumbrándose a hábitos malos, debe sentir que tiene el deber de hacerse cargo de él, en colaboración con las autoridades presidentes de la estaca o del barrio en donde vive, y ejercer todo el poder e influencia que pueda para salvar al joven errante, que carece de la experiencia que han logrado nuestros élderes fuera de casa, y de este modo ser el medio de salvar a muchos y establecer­los más firmemente en la verdad (CR, octubre de 1914, págs. 4,5).

Trabajo para los misioneros que vuelven

Debían tener mucha demanda los misioneros que han vuelto, en las situaciones donde hacen falta corazones va­lientes, mentalidades fuertes y manos dispuestas. El ge­nio del evangelio no es una bondad negativa, es decir, simplemente la ausencia de lo que es malo; representa una energía agresiva, bien orientada hacia una bondad positiva en una palabra, trabajo.

Oímos mucho de hombres especialmente talentosos, de otros que son genios en los asuntos del mundo, y muchos de nosotros nos forzamos a creer que no somos capa­ces de mucho y por tanto, mejor será pasar la vida des­ahogadamente, ya que no pertenecemos a esa clase favo­recida. Es cierto que no se ha dotado a todos con los mismos dones, ni en cada uno existe la fuerza de un gigante; sin embargo, todo hijo y toda hija de Dios ha recibido algún talento, y cada cual tendrá que rendir cuentas exactas del uso o abuso que hace de él. El espí­ritu del genio es el espíritu de trabajo arduo, afán labo­rioso, devoción con toda el alma a las faenas del día.

Nadie piense que cualquier trabajo honorable es de­gradante. No sintáis desagrado hacia el trabajo manual, sino dejar que la mente dirija las manos con destreza y energía. El ejemplo que dio nuestro finado y querido presidente Wilford Woodruff se ha citado frecuentemen­te en el exterior y se pone a la vista para la admiración y emulación de los que no son de nosotros; así sucede con la mayor parte de los hombres principales de nues­tra Iglesia. Aun en su edad avanzada, hacía su parte del trabajo físico y se regocijaba en su habilidad para “aza­donar su surco” y no quedarse atrás de sus nietos en el trabajo de la granja.

“Hijo mío, apréstate para la obra y el Señor estará contigo” (JI, noviembre de 1903, 38:689).

El deber de la persona que es llamada a una misión

Cuando un hombre es llamado a salir a una misión, y le es designado el campo donde va a trabajar, me pa­rece que debía decir en su corazón: “No se haga mi vo­luntad, si no la tuya, oh Señor” (DWN., abril de 1884, 33:226).

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