Doctrina del Evangelio

Capítulo 22

Apartaos del mal


Apartaos del mal

Hay ocasiones en la vida en que tenemos que enca­rarnos con un enemigo cuyos métodos malignos son su­periores a nuestra fuerza para combatirlos, y no se puede esperar triunfar de ellos. Sólo hay una manera de esca­par de la aniquilación moral, y es emprender la retirada. El hombre que lleva tras de sí maldades acumuladas que no han sido perdonadas puede descubrir que se le ha cortado la retirada y que su condición en el mundo está desahuciada de toda esperanza; y aquel que imprudentemente se priva de toda oportunidad de retroceder, por motivo de iniquidades pasadas que ha pasado por alto, es desafortunado en extremo.

De modo que la práctica diaria de buscar misericordia divina y perdón a lo largo de nuestro camino nos da el poder para escapar de las maldades que sólo se pueden vencer retirándose a salvo de ellas (JI, agosto de 1909, 44:339).

La ley de la recompensa

Quisiera inculcar en vosotros que uno no puede man­tener precisamente la misma relación con una ley de Dios que ha quebrantado como si hubiera vivido de con­formidad con sus preceptos. Es irrazonable esperarlo y contrario a las leyes de la naturaleza concluir que uno pue­de hacerlo. Si una persona ha determinado que el peca­do fácilmente se puede borrar, y por consiguiente, se entrega a los placeres ilícitos en su juventud, y en su vida posterior se arrepiente con la idea en su mente de que el arrepentimiento borrará por completo los resul­tados de sus pecados y libertinaje, y lo colocará a la par con uno de sus semejantes que ha guardado virtuo­samente los mandamientos desde el principio, tal persona con el tiempo va a enterarse de su serio y grave error. Puede ser y será perdonado, si se arrepiente; la sangre de Cristo lo hará libre y lo purificará, aun cuando sus pecados sean como la grana; pero esto no le restituirá las pérdidas que haya sufrido ni lo colocará en el mismo nivel que su prójimo que ha guardado los mandamientos de la ley mejor. Ni lo colocará en la posición en que habría estado, si no hubiese cometido lo malo. Ha perdido algo que jamás puede recuperarse, no obstante la perfección, la misericordia amorosa, la bondad y el perdón de Dios el Señor (IE, enero de 1904, 7:226- 227).

El crimen de la brujería y otras supercherías

Después de todos los horrores, persecuciones y cruel­dades que han resultado de la insensata creencia de la brujería, parece extraño que en esta época de alumbra­miento pueda haber en alguna parte hombres y mujeres, especialmente entre aquellos que han recibido el evangelio, que creen en tan perniciosa superstición. La Biblia, así como la historia, conclusivamente tildan a esta supersti­ción de ser hija del maligno. En días antiguos Dios mandó a los israelitas que echaran a los cananeos de sus tierras, y la brujería fue uno de los crímenes que imputó a los cananeos, y por esta causa fueron juzgados indig­nos de la tierra que poseían.

No infrecuentemente la brujería ha sido el último re­curso del impío. Los hombres que no tienen el Espíritu de Dios, cuando la voz del Señor cesa de amonestarlos, han recurrido a menudo a la brujería en su esfuerzo por saber lo que el cielo les retiene; y el pueblo de Dios, desde épocas muy tempranas hasta el tiempo presente ha sido perturbado por personas supersticiosas y de ma­los pensamientos que han recurrido a la adivinación y artificios de esta índole para fines egoístas y designios intrigantes. En la Edad Media se cernía como pesadilla sobre toda la cristiandad.

No hay que olvidar que el maligno ejerce gran poder en la tierra, y que se vale de todo medio posible para ofuscar las mentes de los hombres y entonces les ofrece falsedades y desengaños a guisa de verdad. Satanás es un hábil imitador, y al paso que se va dando al mundo la verdad genuina del evangelio en abundancia cada vez más grande, él hace circular la moneda falsa de la doc­trina falaz. Guardaos de su moneda espuria, porque no os comprará nada sino la decepción, la miseria y la muerte espiritual. Se le ha llamado el padre de las men­tiras, y tan hábil ha llegado a ser, a causa de haber practicado su obra nefanda a través de las edades, que engañaría de ser posible, a los mismos escogidos.

Los que acuden a los adivinos y hechiceros para ob­tener su información invariablemente están debilitando su fe. Cuando los hombres empezaron a olvidarse del Dios de sus padres, que se les había manifestado en el Edén y subsiguientemente a patriarcas posteriores, acep­taron el sustituto que el diablo les presentó y se hicieron dioses de madera y de piedra. Así fue como se origi­naron las abominaciones de la idolatría.

Los dones del Espíritu y los poderes del santo sacer­docio son de Dios; son dados para bendecir a la gente, los magos de Egipto lograron con sus esfuerzos por engaños y por tanto, procura cegar y engañar a los hijos de Dios con sus imitaciones de milagros. Recordad lo que para alentarlos y fortalecer su fe. Satanás lo sabe bien; engañar al Faraón con respecto a la divinidad de la misión de Moisés y Aarón. Juan el Teólogo vio en visión el poder del maligno para efectuar milagros. Reparemos en sus palabras: “Después vi otra bestia que subía de la tierra; y. . . hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los moradores de la tierra con las señales” (Apocalipsis 13:11, 13,14). Además, Juan vio a tres espíritus inmundos, a quienes él llama “espíritu de demonios, que hacen señales” (Apocalipsis 16:14).

En su profecía concerniente al gran juicio. Cristo de­claró que el poder para obrar milagros puede provenir de una fuente mala: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hici­mos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Ma­teo 7:22,23).

El peligro y el poder para hacer lo malo que hay en la brujería no consiste tanto en la propia brujería como en la insensata credulidad que la gente supersti­ciosa atribuye a lo que dice que puede efectuar. Es fuera de toda razón creer que el diablo puede perjudicar o lastimar a un hombre o mujer inocente, especialmente si son miembros de la Iglesia de Cristo, a menos que tal hombre o mujer tenga fe en que él o ella puede ser per­judicado por tal influencia y tales medios. Si dan cabida a tal concepto, entonces probablemente llegarán a ser víctimas de sus propias supersticiones. No hay ningún poder en la brujería misma, sino al grado que tal poder se cree y se acepta (JI, septiembre de 1902, 37:560- 563).

Prácticas supersticiosas

Es por demás afirmar que para los que son inteli­gentes y se encuentran libres de antiguas ideas y supersticiones, no hay ninguna verdad en lo que la gente llama brujería. Los hombres y mujeres que llegan a sentir la influencia de la creencia en estas cosas se han embru­jado por su propia imprudencia, y se dejan desviar por engañadores y obradores de maldad que “atisban y ha­blan entre dientes”. Causa verdadero asombro que hay quien crea en estas cosas absurdas. Ningún hombre o mujer que goza del Espíritu de Dios y la influencia y poder del santo sacerdocio puede creer en estas ideas supersticiosas; y quienes lo hacen perderán, y por cierto ya han perdido, la influencia del Espíritu de Dios y del sacerdocio, y se han sujetado a la brujería de Satanás que constantemente se esfuerza por apartar a los Santos del camino verdadero, bien por la diseminación de tales tonterías cuando no por otros medios insidiosos, sí Un individuo no puede imponer una aflicción sobre otro en la manera en que estos hechiceros quieren que la gente crea. Es un ardid de Satanás para engañar a los hombres y las mujeres y apartarlos de la Iglesia y de la influencia del Espíritu de Dios y del poder del santo sacerdocio, a fin de que sean destruidos. Estos ago­reros y agoreras son inspirados por el diablo y son los verdaderos brujos, si tales existen. La hechicería y todas las perversidades de esta índole son únicamente creacio­nes de las imaginaciones supersticiosas de hombres y mujeres que se hallan hundidos en la ignorancia, y cuyo poder sobre la gente proviene del diablo. Aquellos que se someten a esta influencia son engañados por él, y a menos que se arrepientan, serán destruidos. No hay ab­solutamente ninguna posibilidad de que una persona que goza del espíritu de Dios crea siquiera que estas influen­cias puedan surtir efectos alguno en él. El compañerismo del Espíritu Santo es protección absoluta de todas las influencias malignas; jamás podréis obtener este Espíritu buscando adivinadores y hombres y mujeres que “atisban y hablan entre dientes”. Se obtiene por la imposición de manos de los siervos de Dios, y se retiene mediante el recto vivir. Si lo habéis perdido, arrepentíos y vol­veos a Dios; y por amor de vuestra salvación y por amor de vuestros hijos, huid de los emisarios de Satanás que “atisban y hablan entre dientes” y tratan de condu­ciros a las tinieblas y a la muerte.

Es imposible que persona alguna que posee el espí­ritu del evangelio y tiene el poder del santo sacerdocio pueda creer en el poder de la nigromancia o dejarse in­fluir por ella. (IE, septiembre de 1902, 5:896-898).

La aparición de un Mesías

Os comunico unas pocas observaciones mías sobre el asunto de la “aparición” así llamada de un Mesías en­tre los lamanitas.

Precisamente cuál ha sido el carácter de estas mani­festaciones es cosa que hace surgir algunas dudas en mi mente, pero no en cuanto a su objeto manifiesto, juz­gando por los muchos informes de los diarios sobre los rasgos principales de las manifestaciones de que tanto se habla; porque parece ser claro que el propósito u objeto de las mismas ha sido despertar en las mentes en­tenebrecidas de los de este pueblo degradado, una creen­cia y fe en un Redentor crucificado y resucitado, así como los propósitos rectos que enseñó, y por último un conocimiento de estas cosas.

En la mente de aquellos que creen en el origen divino del Libro de Mormón no puede haber ninguna duda de que Dios manifestará sus propósitos a los lamanitas en su propio tiempo y manera, porque en dicho libro se aclara este hecho en forma inequívoca; pero aparte de lo que efectivamente se ha revelado, sólo puede ser con­jetura exactamente cómo lo realizará El en cada particu­lar, y precisamente cuáles agencias utilizará para llevar a cabo sus propósitos al respecto. Sabemos que una de estas agencias será el propio Libro de Mormón. Tam­bién por medio del santo sacerdocio que se ha restaura­do a la tierra en estos últimos tiempos, obrará Dios para cumplir su voluntad. Hasta esta fecha [1891], sin em­bargo, es poco lo que se ha realizado por uno u otro de estos medios, debido a la condición extremadamente entenebrecida de su mente, y los indóciles hábitos nóma­das de los pieles rojas. Y por muchas otras razones su­ficientes no han sido susceptibles a las impresiones del Espíritu Santo, ni capaces de llegar a comprender su poder.

No había, ni ha llegado el tiempo para que reciban el mensaje y la obra que sus padres les han legado, como lo dispuso Dios, pero llegará ese tiempo y puede estar más cerca de lo que muchos consideran. Puede aceptar­se sin inconsecuencia que estas manifestaciones sobrena­turales, si efectivamente las ha habido, indican el prin­cipio de ese tiempo. Sería una imprudencia suponer que la obra se efectuará en un día o en un período muy breve. Hasta ahora Dios no ha obrado así, ni es muy pro­bable que obre en tal manera entre este resto de su pue­blo. Su caída y degradación se realizaron paulatinamen­te, por grados, y en igual manera, indudablemente, se efectuará su redención. No obstante, El cortará su obra en justicia, y conviene a los Santos de los Últimos Días que siempre estén preparados.

No podemos dudar de que el Señor dará prisa al escla­recimiento de ellos por medio de sueños, visiones y ma­nifestaciones celestiales, cuando llegue el tiempo, y que les aparecerán santos mensajeros de cuando en cuando, y que entre ellos todavía llegará a haber hombres inspira­dos de Dios, que El levantará como maestros para ins­truirlos en cuanto a la verdad porque se han prometido estas cosas en los postreros tiempos, tanto en el Libro de Mormón como en la Biblia y. en las revelaciones dadas a José Smith el profeta. Pero todas estas cosas sucederán como Dios lo ha determinado, en su propio tiempo y manera; y bienaventurado aquel que sea digno de llevar el mensaje de buenas nuevas y la oferta de paz, la pala­bra de Dios y los medios de redención a la descendencia de José, a la cual se dieron las promesas; ¡y ay de aquel que desprecie y se burle en el día del poder de Dios!

Con respecto a quién será el personaje (uno o más) que los lamanitas afirman que los visitó, me parece que hay lugar para graves dudas. A juzgar por todos los in­formes que he visto al respecto, en ningún sentido puedo llegar a la conclusión en mi mente de que efectivamente era el Mesías. En cuanto a este punto, debemos conside­rar las fuentes de nuestra información; nos ha llegado de segunda mano, por intermedio de intérpretes y escri­tores cuyo conocimiento de las lenguas lamanitas puede ser o no ser muy imperfecto, que no poseen absoluta­mente ningún conocimiento de la historia antigua de esa raza, ni de los propósitos y promesas de Dios concer­nientes a ellos. No hay necesidad de impugnar el hecho de que conocen la relación bíblica de Jesús, el Hijo de Dios, su crucifixión, resurrección y ascensión al cielo, con la promesa de que volvería en igual manera como ascendió, y esto solamente; pero sabiendo únicamente esto y nada más en cuanto al asunto, fácilmente podrían ser desorientados por los informes procedentes de perso­nas muy lejanas de los verdaderos testigos.

Y sin embargo, un Santo de los Últimos Días, que sabe algo de la historia de este pueblo y de las promesas que sus padres les dejaron, podría concluir, al escuchar la misma historia, que tal vez uno o más de los tres discí­pulos nefitas que permanecieron, cuya misión era minis­trar entre el resto de los de su propia raza, les aparecie­ron a Porcupine y tal vez a muchos otros, y les enseñaron a Jesús y a Él crucificado y resucitado de los muertos, y que pronto volvería con poder y gran gloria para vengarlos de los malvados y desagraviarlos y restaurarlos a sus tierras y al conocimiento de su padre y del Hijo de Dios.

Esta conclusión sería muy natural y de ninguna mane­ra sería inconsecuente al principio establecido del evan­gelio y nuestro conocimiento de la manera en que Dios obra con los hijos de los hombres. Aun cuando lo más probable es que Cristo envíe mensajeros a los lamanitas a fin de preparar el camino para su venida al cumplirse el tiempo, es sumamente improbable que el propio Cristo se haya aparecido a un pueblo tan completamente falto de preparación para recibirlo y comprenderlo.

Es verdad que el Padre y el Hijo le aparecieron al joven José al principio de esta dispensación, pero él era un instrumento escogido desde la eternidad para iniciar la última dispensación del evangelio, y Dios había pre­parado a un grupo escogido que lo habría de acompañar en esa obra. Sin embargo, Pedro, Santiago y Juan y otros mensajeros diversos fueron enviados para abrir la vía y preparar los fundamentos de esta gran obra y restaurar al mundo los anales de los antiguos pueblos de este continente. Habiéndose establecido los cimientos de esta obra, con la autoridad de Dios establecida, y el orden del sacer­docio y las leyes de la Iglesia reveladas, ¿hemos de es­perar que se pasen por alto estas cosas, o que el conoci­miento de Dios venga por los medios indicados?

Mientras vengan de conformidad con la verdad reve­lada y establecida, y no para contravenirla ni el orden del cielo que existe en la tierra, el propósito que se logra­rá con las manifestaciones que los lamanitas afirman haber recibido admitiendo que éstas son verdaderas y de Dios — no puede ser otro que el de iniciar la prepara­ción de los lamanitas para recibir un conocimiento co­rrecto de Dios y de sus padres y del santo evangelio que ya se ha revelado y establecido entre los hombres, a fin de que puedan creer, obedecer y se salven por ese medio.

Lejos está de mí el deseo de cerrar las vías de comu­nicación entre el Salvador mismo del mundo y el rema­nente de Lehi. Nadie admitirá más francamente que yo el derecho y poder perfecto que Él tiene de visitar a quie­nes les plazca según su voluntad, porque el hombre no puede interrumpir o cerrar las vías de comunicación en­tre Dios y el hombre, ni se hará mientras Dios tenga por objeto cumplir algún propósito al revelarse. Sin embar­go, para que no seamos engañados, llevados del error, echados aquí y allá por todo viento de doctrina, las necias extravagancias o los astutos ardides de los hombres, ni sigamos el falso grito de “mirad aquí está el Cristo, o mirad ahí está”, Dios ha instituido el orden verdadero de comunicación entre sí mismo y el hombre, y lo ha establecido en su Iglesia; y convendría al género humano prestar atención a esta verdad, no sea que sean engaña­dos. Lo que vaya de conformidad con esto es de Dios; lo que sea contrario viene abajo. Concuerda perfectamen­te con el orden del cielo el que los espíritus ministrantes o los mensajeros de Dios o de Cristo visiten a los lamanitas o cualquier otro pueblo, como fue visitado Cornelio en la antigüedad, y como Cristo visitó a Saulo, y para los mismos propósitos (YWJ, marzo de 1891, 2:268-271).

El fuerte y poderoso

En conclusión, quisiéramos decir que para este tiem­po los Santos de los Últimos Días ya debían estar tan bien establecidos en la convicción de que Dios ha estable­cido su Iglesia en la tierra por la última vez, para perma­necer y nunca más ser derribada o destruida, y que la casa de Dios es una casa de orden, de ley, de regulari­dad, que ya no debían surtir ninguna influencia en ellos los perturbadores inestables de ese tipo de hombres de temperamento inconstante, quienes a causa de la ignoran­cia y el egoísmo se convierten en vanos palabreros, más con todo, presumen de poderes proféticos y otras gracias v dones espirituales, ni debían los miembros conturbarse en espíritu por causa de tales personas y sus teorías. La Iglesia de Cristo está con los santos; se le ha entregado la ley de Dios para su propio gobierno y perpetuación. Posee todo medio para corregir cualquier agravio o abuso o error que pueda surgir de cuando en cuando, y lograrlo sin anarquía o revolución siquiera; puede efectuarlo por medio de la evolución, por el desarrollo, por el aumento de conocimiento, sabiduría, paciencia y caridad.

Los quórumes presidentes de Iglesia siempre estarán constituidos por tales hombres. Serán seleccionados de tal manera que los miembros podrán estar seguros de que la prudencia maciza, la rectitud y la adherencia concien­zuda hacia el deber distinguirán la manera de obrar de aquellos a quienes se confía la administración de los asun­tos de la Iglesia. Por otra parte, de cuando en cuando, a medida que la obra del Señor necesita de sus servicios, se desarrollarán entre el pueblo de Dios hombres de ta­lento y habilidades excepcionales; y sin desorden o erup­ción o agitación, serán llamados del Señor, por conducto de las agencias señaladas del sacerdocio y la autoridad de Dios, a posiciones que les darán la oportunidad de pres­tar servicio. Serán aceptados por los miembros en el or­den acostumbrado, nombrados por la ley de la Iglesia, así como Edward Partridge fue llamado y aceptado, y así como será llamado y aceptado el “poderoso y fuerte” cuando llegue el tiempo en que se necesiten sus servicios.

La Primera Presidencia

Joseph F. Smith John R. Winder Anthon H. Lund (IE, octubre de 1907, 10:942, 943.)

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