Doctrina del Evangelio

Capítulo 25

El propósito de las Asociaciones
de Mejoramiento Mutuo


Nuestra obra es, en cierto modo, una obra primaria y sin embargo, trasciende los grados primarios. El pri­mero y gran objeto de las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo, como organizaciones auxiliares del sacerdocio en la Iglesia, fue el de servir de instrumento para llevar a la juventud de Sion a un conocimiento de la verdad y guiarlos por la senda recta y angosta. Hemos descubierto que hay cierto grado de timidez y temor en la mente de algunos de nuestros jóvenes cuando se mencionan las organizaciones del sacerdocio. Algunos de los niños cre­cen más o menos indiferentes, más o menos temerosos de las responsabilidades que siguen al cumplimiento de los deberes de la Iglesia. Son como potros que es nece­sario adiestrar, y en ocasiones es difícil llegar hasta ellos; pero por medio de estas organizaciones auxiliares hemos podido extenderles una mano orientadora y ejer­cer una influencia benéfica a muchos de nuestros hom­bres y mujeres jóvenes, a quienes habría sido difícil llegar por medio de las organizaciones del sacerdocio. Hasta la fecha estas organizaciones han realizado una obra primaria sumamente excelente, porque sigue el plan en un nivel primario, y no sé si habrá necesidad de que nuestras organizaciones continúen así en tanto que haya entre nosotros niños que vayan creciendo con timidez ha­cia el sacerdocio y que tengan miedo de aceptar los de­beres y responsabilidades que corresponden a la Iglesia.

Es por esto que hemos instituido clases, hemos escrito manuales y preparado temas para que los estudien y se mejoren todos aquellos que están relacionados con estas organizaciones, y los cuales han tenido como fin condu­cirlos a mayores experiencias y mejor entendimiento de los principios del evangelio de Jesucristo. Porque al fin v al cabo, éste es el gran y principal objeto de estas organizaciones.

El hecho es, mis hermanos, hermanas y amigos, que el evangelio de Cristo es la cosa más grande del mundo. Probablemente muy pocos comprendemos su grandeza. La manera en que nos hallamos situados en la vida, empeñados día tras día, semana tras semana, año tras año, en las ocupaciones diarias de la vida; luchando a fin de ganar el pan para nuestras necesidades y las de aquellos que dependen de nosotros, esforzándonos por construir casas para nosotros y nuestros hijos, luchando por combinar los elementos de la tierra, subyugarlos y sujetarlos a nuestra voluntad; trabajando, afanándonos, batallando día tras día con las cosas temporales, las preocupaciones y pensamientos del mundo, estamos pro­pensos a prestar poca atención, a reflexionar muy poco en las cosas más importantes, en las cosas que perdurarán después que llegue a su fin el estado mortal. La mayor parte del género humano ha llegado a la conclu­sión, juzgando por sus hechos y su manera de ser y con­ducirse en la vida, que la cosa más importante del mundo es acumular riquezas; y luego, habiendo logrado la ri­queza y las cosas que el dinero les produce o puede traerles, opinan que el resto de la vida y sus responsabi­lidades consiguientes son muy insignificantes y sin im­portancia, por lo que su religión la dejan a sus sacerdo­tes, si es que acaso tienen religión. Creo que la gran mayoría del mundo en la actualidad, sobre todo en nues­tro hemisferio, está volviéndose muy indiferente hacia la religión, de cualquier clase que sea. Cuando más eco­nómicamente la puedan obtener, tanto mejor para ellos; ser miembro de una organización eclesiástica, tanto más conveniente. Cuanto menor el cuidado que les es reque­rido dar a una religión, tanto mejor para ellos; y si pueden encontrar algo que traiga solaz, calma y alivio a una conciencia agobiada por el peso de un crimen, con la creencia de que los hombres poseen el poder para perdonar el pecado, esto los deja tan bien complacidos como cualquiera otra cosa, e incluso mejor. De modo que podamos ver hacia dónde se va ladeando el mundo en lo que a religión concierne. Si pueden lograrla sin que les cueste mucho, si no les ocasiona mucho trabajo, si no se hace una carga, entonces un poco de religión no les es molesto. Pero no sucede otro tanto con los Santos de los Últimos Días, ni sucede así con una religión viviente. Porque quiero deciros que la religión de Cris­to no es una religión dominical, no es una religión del momento; es una religión que nunca termina e impone deberes sobre sus adeptos, el lunes, el martes, el miér­coles y todos los días de la semana con igual sinceridad e igual fuerza que en el día del Señor. Yo no daría las cenizas de una paja por una religión dominical o una religión elaborada por los hombres, bien sean sacerdotes o legos. Mi religión es la religión de Dios. Es la religión de Jesucristo, de lo contrario me sería absoluta­mente inútil e inútil a mis otros semejantes, en lo que a religión concierne. Si no está en mi alma, sino la hubiese recibido en mi corazón o si no la creyese con toda mi alma, mente y fuerza, si no fuera parte de mí, si no la obedeciera y guardara segura en mi corazón todos los días de mi vida —entre semana, así como en el día de reposo, en secreto, así como en público, en casa y fuera de casa, la misma cosa en todas partes— entonces la religión de Cristo, la religión de hacer el bien, la religión de rectitud, de pureza, de bondad y fe; la que nos salva de los pecados temporales y nos ofre­ce la salvación y exaltación en el reino de nuestro Dios, mi religión, no sería para mí el evangelio del Hijo de Dios. Esto es el mormonismo, y es la clase de religión que queremos enseñar a nuestros hijos. Debemos recibir­la nosotros mismos y enseñarla de nuestro corazón al corazón de ellos y de nuestros afectos al de ellos, y enton­ces podremos inspirarlos por motivo de nuestra propia fe y nuestra propia fidelidad y convicción de la Iglesia.

Estas organizaciones de hombres y mujeres jóvenes tienen por objeto ayudar a los rebeldes, a los frívolos y los descarriados; trabajar con los que andan errantes en el mundo, que no están sujetos a ninguna clase de organización; recogerlos, buscarlos y conquistarlos por medio del amor, la bondad, el espíritu de salvación, el espíritu de llevarlos al conocimiento de la verdad, a fin de que puedan encontrar la vía de la vida y anden por ella para que tengan dentro de ellos luz perpetua me­diante el Espíritu de Dios (YWJ, julio de 1907, 18:312- 314).

La verdad y los filósofos

Toda verdad viene del Señor. Él es la fuente de ver­dad, o en otras palabras, el eterno manantial de vida y de verdad; y de El viene todo conocimiento, toda pru­dencia, toda virtud y todo poder. Cuando leo los libros que se hallan esparcidos por el mundo y que desacredi­tan las palabras y enseñanzas y doctrinas del Señor Je­sucristo, diciendo que algunas de las ideas que Jesús expresó, las verdades que El promulgó, han sido decla­radas previamente por los filósofos antiguos entre las naciones paganas del mundo, quiero deciros que no hay un solo filósofo pagano de todos los que han vivido en el mundo desde su principio, que tuviera alguna verdad o proclamara un principio de la verdad de Dios, sin haberlo recibido de la fuente principal, de Dios mismo. Dios conoció la verdad antes que cualquier filósofo pa­gano; ningún hombre ha recibido inteligencia de otra que no sea la fuente principal. Quizás no lo haya sabido, no haya comprendido la fuente de su conocimiento, pero vino de Dios. Él fue el que enseñó la primera verdad que jamás se dio al hombre. El Señor ha conferido su verdad a la tierra de generación en generación, y ha visitado a la gente de varias maneras de época en época, de acuerdo con la proximidad con que pudo acercarlos a Él. Él ha levantado entre ellos filósofos, maestros de los hombres, para dar el ejemplo y desarrollar la mente y el entendimiento de la raza humana en todas las naciones del mundo. Dios lo hizo, pero el mundo no lo acredita a Dios, sino a los hombres, a filósofos paganos. Ellos lo atribuyen a tales hombres; yo lo atri­buyo a Dios; y os digo que Dios conoció la verdad antes que ellos, y que ellos la recibieron por revelación. Si es que recibieron luz, la recibieron de Dios, así como Colón la recibió del Señor. ¿Qué fue lo que inspiró a Colón con el espíritu de inquietud, el espíritu de afán, con un deseo intenso que no pudo vencer, de buscar este hemisferio occidental? Hermanos y hermanas, yo reco­nozco la mano de Dios en ello. Fue la inspiración lo que se apoderó de Colón, y por ella fue impulsado; pero los hombres no reconocen la mano de Dios en ello. En el Libro de Mormón leemos que fue el Espíritu de Dios quien obró sobre él. El Señor impulsó a Colón, y éste no pudo resistir la influencia que descendió so­bre él hasta que realizó la tarea. Lo mismo se puede decir de cualquier hombre inteligente que ha iluminado a la humanidad desde las edades más remotas hasta el tiempo presente.

Permítaseme deciros, mis colaboradores en la causa del Señor, que no os olvidéis de reconocer la mano de Dios en todas las cosas. Él dijo a los judíos que tenía otras ovejas que no eran de ese redil, y que debía visi­tarlas. Efectivamente las visitó. Vino a las ovejas del redil que ocupaban este continente, que moraban aquí sin que lo supieran los judíos, y les reveló los principios del evangelio. Y cuando los visitó, dijo: “Vosotros sois aquellos de quienes dije: Tengo otras ovejas que no son de este redil; a éstas también debo yo traer y oirán mi voz; y habrá un redil y un pastor” (3 Nefi 15:21).

Leed en Doctrinas y Convenios una parábola en la cual el reino de Dios se compara a un hombre que tiene a doce siervos que trabajan por él en el campo, cada uno con su porción correspondiente. El Señor visitó al primero y le enseñó la verdad y lo alegró con su pre­sencia y su voz y consejo; entonces visitó al segundo, luego al tercero y así hasta el duodécimo, cada uno de ellos en su tiempo, cada cual en su sazón, de acuerdo con sus necesidades (Doc. y Con. 88:51-63).

Y así lo ha hecho Dios desde la fundación del mundo. Él ha visitado a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos; más con todo, no se ha revelado al mundo la verdad en su plenitud, ni han sido llamados los hom­bres a efectuar la obra que Cristo realizó, ni la que se impuso a Abraham, ni la que fue señalada a Noé, ni la que se designó a los doce apóstoles de predicar su nombre y proclamar su evangelio al mundo. Fueron lla­mados igual que Colón, para realizar la obra que Dios les designó. Más tarde Dios reveló la fuerza del vapor a Watt, así como Él ha inspirado a cualquier otro filóso­fo y científico y hombre grande en el mundo. Yo reco­nozco la mano de Dios en ello; doy a Dios el honor y la gloria; y sé que concuerda con su propósito el haber inspirado estas cosas para que se llevaran a cabo. Creo que Mahoma fue un hombre inspirado, y el Señor lo levantó para efectuar la obra que hizo.

Creo que Dios levantó a José Smith para poner los cimientos del evangelio de Cristo en la dispensación del cumplimiento de los tiempos; que este evangelio perma­necerá y nunca más será derribado, antes continuará hasta que las promesas de Dios se cumplan en el mundo y Cristo venga a reinar pues suyo es el derecho de reinar en medio de la tierra. Esto es lo que yo creo al respecto, que la mano del Señor intervino en el llamamiento de José Smith para efectuar la obra.

José Smith fue llamado para efectuar esta obra y la realizó. Ha sido un instrumento en las manos de Dios dándonos a cada uno de nosotros el poder para obtener conocimiento por nosotros mismos mediante la miseri­cordia y el amor de Dios, y para ser maestros de estas cosas al mundo, maestros no sólo para con nuestros hi­jos, sino para las naciones que se hallan en tinieblas y no conocen la verdad. Y se trata de una religión vi­viente y diaria, una religión de cada hora; requiere que hagamos lo recto hoy, esta hora, esta semana, este mes y este año; y así sucesivamente de año en año que viva­mos conforme a nuestra religión, que es la religión de Jesucristo, de rectitud, de verdad, misericordia, amor, perdón, bondad, unión, de paz en la tierra y buena vo­luntad a los hombres y a todo el mundo. Tal es nuestra misión.

El Señor os bendiga, mis hermanos y hermanas, y mis colaboradores en la causa de Sion, es mi oración (YWJ, julio de 1907, 18:314, 315).

La fuente de verdad

Frecuentemente oímos hablar de hombres que desacre­ditan la doctrina de Jesucristo, nuestro Salvador y Re­dentor, porque se dice que algunos de los principios, doctrina y filosofía que El enseñó, los habían declarado filósofos paganos antes de su época.

En ocasiones se cita una variedad de ejemplos para mostrar que Zoroastro y otros filósofos antiguos dieron a conocer antes esas verdades y que, el Antiguo Testa­mento, el Avesta y otros escritos, contienen conceptos que fueron repetidos, tal vez en forma un poco distinta, por el Hijo de Dios. Dicen que El no enseñó nada nuevo, de manera que tienden a desprestigiar su misión y acu­sarlo de plagiar la verdad.

Un gran número de eruditos competentes admiten que los ideales que han provenido de las doctrinas de Cristo se han desarrollado directamente de lo que se encuentra en las enseñanzas del Antiguo Testamento, particular­ mente en los Salmos y la segunda sección de Isaías. Por otra parte, sin embargo, es igualmente cierto que estos conceptos recibieron un pulimento y acaloramiento, en los labios del Salvador, ampliamente superior al que tuvieron antes y además, se han colocado sobre funda­mentos más profundos y firmes. Debe decirse ante todo que esto se debe a que dichos conceptos fueron suyos antes que el hombre los declarase.

Hasta en los cinco temas distintivos y característicos que los comentarios generalmente consideran como ori­ginales en las enseñanzas de Jesús, es poco lo nuevo que encontramos, si es que lo hay, salvo la ampliación de los mismos. Estos se conocen como la paternidad de Dios, súbditos o miembros del reino, el Mesías, el Espíritu Santo y la trinidad de Dios.

Sin embargo, el concepto de la paternidad de Dios no era desconocida ni a los paganos ni a Israel. Desde la época de Homero se había designado a Zeus como el “pa­dre de los dioses y de los hombres”; pero en la litera­tura judía, así como en la pagana, el concepto era super­ficial y no tenía mucho mayor significado que el de “originador” (Génesis 1:26). En las antiguas escrituras judías Dios es más particularmente llamado Padre de su pueblo Israel (Deuteronomio 14:1; Isaías 63:8); más en las enseñanzas de Cristo hay una incorporación más amplia de la revelación en la palabra padre, y la aplicación que Él hace de la paternidad de Dios reviste su vida de suprema ternura y belleza. Por ejemplo: En las antiguas escrituras nos es dicho: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Salmos 103:13). Pero según la interpreta­ción de Jesús, el amor de Dios como Padre trasciende estas limitaciones y llega aun hasta los que son malagra­decidos y malos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por quienes os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:44, 45).

 “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galar­dón grande, y seréis hijos del altísimo; porque él es be­nigno para con los ingratos y malos” (Lucas 6:35).

Y así es con otras doctrinas de Cristo; aun cuando tal vez no sean nuevas, cobran más valor mediante la adición de conceptos más completos, más amplios, más amorosos de Dios y sus propósitos; en los cuales se eli­minó la compulsión y se reemplazó con servicio humilde, amor y abnegación, y éstos fueron hechos la fuerza ver­dadera de una vida aceptable. Aun la respuesta a la pregunta del intérprete de la ley, a menudo llamado el onceavo mandamiento, “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” (Mateo 22:36), se había dado a los hijos de Israel (Levítico 19:18) más de dos mil años antes que su significado perfeccionado se diera al eru­dito fariseo.

Pero, ¿qué de todo esto? ¿Vamos a desprestigiar, por consiguiente, las enseñanzas del Salvador? Ciertamente que no. Téngase presente que Cristo estuvo con el Padre desde el principio, que el evangelio de verdad y luz existió desde el principio y es de eternidad en eternidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como un Dios, son la fuente de la verdad. De esta fuente han recibido su inspiración y prudencia todos los antiguos filósofos sabios; de ella han recibido todo su conocimiento. Si encontramos fragmentos de la verdad en todas las eda­des, puede aceptarse como hecho incontrovertible que esta verdad tuvo su origen en la fuente y se dio a los filósofos, inventores, patriotas, reformadores y profetas por la inspiración de Dios. De El vino, en primer lugar, por conducto del Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, y de ninguna otra fuente y, por lo tanto, es eterna.

Siendo pues, Cristo, la fuente de verdad, no es un imitador. El enseñó la verdad primero; suya fue antes de ser dada al hombre. Cuando vino a la tierra, no sólo proclamó nuevos conceptos sino que repitió algunos de los principios eternos que hasta entonces solamente ha­bían entendido y proclamado en parte los más sabios de los hombres. Y al hacerlo, ensanchó en cada caso la sabiduría que ellos habían recibido de El originalmente, a causa de sus habilidades y sabiduría superiores y su asociación con el Padre y el Espíritu. El no imitó a los hombres. Estos dieron a conocer en su manera imperfec­ta lo que la inspiración de Jesucristo les había enseñado, porque habían recibido su luz de El en primer lugar.

Fue El quien enseñó el evangelio a Adán y dio a co­nocer sus verdades a Abraham y a los profetas. Fue El quien inspiró a los antiguos filósofos, paganos o israe­litas, así como a los grandes personajes de épocas más modernas. Colón, en sus descubrimientos; Washington en la lucha por la libertad; Lincoln en la emancipación y unión; Bacon en la filosofía; Franklin, en relaciones de estado y diplomacia; Stephenson, en el vapor; Watts, en el canto; Edison, en la electricidad; y José Smith, en la teología y religión; todos ellos encontraron la fuente de su sabiduría y las maravillosas verdades que procla­maron, en Jesucristo.

       Calvino, Lutero, Melanchthon y todos los reforma­dores fueron inspirados en sus pensamientos, palabras y hechos para efectuar lo que realizaron para el alivio, libertad y progreso de la raza humana. Prepararon el camino para que llegara el evangelio de verdad más perfecto. Su inspiración, tal como fue con los antiguos, vino del Padre, de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo, el único Dios verdadero y viviente. Con igual verdad se puede decir lo mismo de los padres revolucio­narios de las naciones, y de todos aquellos que en eda­des pasadas han contribuido al progreso de la libertad civil y religiosa. No hay luz o verdad que en primer lugar no haya venido de El a ellos. Los hombres son meramente repetidores de lo que Él les ha enseñado. Él nunca ha expresado un concepto que se haya origi­nado en el hombre. Las enseñanzas de Jesús no comen­zaron con su encarnación, porque, igual que la verdad, Él es eterno.

No sólo inspiró a los antiguos desde el principio, sino que al venir a la tierra reiteró verdades eternas y origi­nales, y ensanchó gloriosamente las revelaciones que los hombres habían proferido. Cuando volvió al Padre, llevó consigo, y retiene todavía, un interés por sus hijos y su pueblo, revelándose nuevas verdades e inspirando sus hechos; y a medida que los hombres aumenten en el conocimiento de Dios, llegarán a ser más y más como El hasta el día perfecto, cuando su conocimiento cubrirá la tierra como las aguas cubren el mar.

Es una verdad, por tanto, desprestigiar al Salvador con la declaración de que no ha expresado cosa nueva; por­que, junto con el Padre y el Espíritu, Él es el autor de lo que persiste —la verdad— lo que ha sido, lo que es, lo que continuará para siempre (IE, junio de 1907, 10:627-630.

Los maestros deben creer en Jesucristo

El hombre que impugna la divinidad de la misión del Señor Jesucristo o niega los milagros de las Escrituras así llamados, no es digno de ser un maestro de los hijos de los Santos de los Últimos Días (IE, diciembre de 1917, 21:104).

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