Capítulo 1
Matrimonio eterno
La necesidad del matrimonio
La casa del Señor es una casa de orden y no de confusión; y esto significa que el varón no es sin la mujer, ni la mujer sin el varón en el Señor (1 Corintios 11:11); y que ningún hombre puede ser salvo y exaltado en el reino de Dios sin la mujer, y ninguna mujer, sola, puede lograr la perfección y exaltación en el reino de Dios. Esto es lo que significa. Dios instituyó el matrimonio en el principio. Hizo al hombre a su propia imagen y semejanza, varón y hembra, y en su creación se tuvo por objeto que quedasen unidos en los sagrados vínculos del matrimonio, y uno no es perfecto sin el otro. Además, significa que no hay unión por tiempo y eternidad que pueda consumarse fuera de la ley del Dios y el orden de su casa. Los hombres podrán desearlo, podrán efectuarlo siguiendo la forma del mismo en esta vida, pero carecerá de vigencia, a menos que se haga y se sancione por autoridad divina, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (CR., abril de 1913, págs. 118, 119).
El matrimonio es ordenado y aprobado por Dios
«Y además de cierto os digo, que quien prohíbe casarse no es ordenado de Dios, porque el matrimonio es ordenado de Dios para el hombre” (Doc. Con. 49:15).
Deseo recalcar esto, quiero que los jóvenes de Sion comprendan que la institución del matrimonio no es hechura del hombre. Es de Dios; es honorable, y ningún hombre, si está en edad de casarse, está cumpliendo con su religión si permanece soltero. No se ha dispuesto simplemente para la conveniencia del hombre; para acomodarla a sus propios conceptos y propias ideas; para casarse y luego divorciarse; para adoptar y entonces descartar, según su gusto. Con el matrimonio se relacionan graves consecuencias, las cuales trascienden este tiempo presente hasta toda la eternidad; pues por este medio se engendran almas en el mundo, y hombres y mujeres llegan a tener su ser en el mundo. El matrimonio es la preservación de la raza humana. Sin él, frustrarían los propósitos de Dios; la virtud sería destruida para ser reemplazada por el vicio y la corrupción, y la tierra quedaría desolada y vacía.
Tampoco son de naturaleza efímera ni de carácter temporal las relaciones que existen, o deben existir entre padres e hijos, y entre hijos y padres. Son de consecuencias eternas y se extienden allende el velo, a pesar de todo lo que podamos hacer. El hombre y la mujer que, en la providencia de Dios, sirven de agentes para traer almas al mundo, son hechos tan responsables, ante Dios y los cielos, por estos actos, como Dios mismo es responsable de las obras de sus propias manos y la revelación de su propia sabiduría. El hombre y la mujer que participan en esta ordenanza del matrimonio están tomando parte en algo de un carácter tan trascendental y de tan tremenda importancia, que de ello dependen la vida y la muerte y el aumento eterno; de ello dependen la felicidad eterna o la miseria sin fin. Por tal razón Dios ha protegido esta sagrada institución con los castigos más severos, y ha declarado que al que sea infiel en la relación conyugal, al que sea culpable de adulterio, se le aplique la pena de muerte. Es la ley de las Escrituras, aun cuando no se lleva a la práctica hoy, por motivo de que la Civilización moderna no reconoce las leyes de Dios en relación con la situación moral del género humano. El Señor mandó: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada” (Génesis 9:6). En esto Dios ha dado la ley. La vida es cosa importante; y ningún hombre tiene derecho alguno de quitar la vida, a menos que Dios lo haya mandado.
Toda persona joven debe entender lo anterior completamente en toda la Iglesia. Las autoridades de la misma y los maestros de nuestras asociaciones deben inculcar la naturaleza sagrada y enseñar el deber de contraer matrimonio cual se nos ha revelado en los postreros días. Debe haber en la Iglesia una reforma en este respecto y crearse un sentimiento a favor del matrimonio honorable, a fin de poder disuadir a cualquier hombre o mujer joven miembro de la Iglesia, de contraer matrimonio que no sea mediante la autoridad que es aprobada por Dios; y ningún hombre que posee el sacerdocio, y es digno, y tiene la edad, debe permanecer soltero. También deben enseñar que la ley de castidad es de la más vital importancia, tanto para los niños, como para los hombres y las mujeres. Es un principio esencialmente importante para los hijos de Dios toda su vida, desde la cuna hasta el sepulcro. Dios ha decretado temibles castigos para quienes quebrantan su ley de castidad, de virtud, de pureza. Cuando la ley de Dios esté en vigor entre los hombres, serán desarraigados aquellos que no sean absolutamente puros y limpios sin mácula, tanto hombres como mujeres. Esperamos que las mujeres sean puras; esperamos que sean sin mancha y sin mácula; y es igualmente tan necesario e importante que el hombre sea puro y virtuoso, como lo es para la mujer. El evangelio de Jesucristo es la ley del amor, y el amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente es el principal mandamiento; y el segundo es semejante: amarás a tu prójimo, como a ti mismo. Esto también debe tenerse presente en la relación conyugal, pues aun cuando se ha dicho que el deseo de la mujer será para su marido, y que él se enseñoreará de ella, se tiene por objeto que esta potestad se ejercerá con amor y no con tiranía. Dios jamás gobierna tiránicamente, sino cuando los hombres se corrompen a tal grado que no son dignos de vivir. Entonces, y en tales condiciones, la historia de todos sus hechos con el género humano es que Él envía juicios sobre ellos y los barre y los destruye (IE., julio de 1902, 5:713, 714, 717).
Rectitud y necesidad del matrimonio
Muchas personas se imaginan que hay algo pecaminoso en el matrimonio, y existe una tradición apóstata al respecto; pero esto es un concepto falso y muy perjudicial. Al contrario, Dios no sólo recomienda, sino manda el matrimonio. Mientras el hombre todavía era inmortal, antes que el pecado entrara en el mundo, nuestro Padre Celestial mismo efectuó el primer matrimonio. Unió a nuestros primeros padres en los lazos del santo matrimonio y les mandó fructificar y multiplicarse y llenar la tierra. El jamás ha cambiado dicho mandamiento, ni abrogado ni anulado; antes ha continuado en vigor por todas las generaciones de la raza humana.
Sin el matrimonio, se frustrarían los propósitos de Dios en lo que a este mundo concierne, pues no habría quienes guardaran sus otros mandamientos. . .
Parece haber un algo superior a las razones que se manifiestan a la mente humana, de por qué la castidad trae fuerza y poder a los pueblos de la tierra, pero así es. . .
En la actualidad una ola de iniquidad está ahogando al mundo civilizado. Una de las razones principales de ello es el descuido en cuanto al matrimonio; ha perdido su santidad a los ojos de la gran mayoría. Cuando mucho es un contrato civil, pero con mayor frecuencia es un accidente o capricho o un medio para satisfacer las pasiones. Y cuando se desprecia o se pierde de vista el carácter sagrado de este convenio, entonces la violación de los votos conyugales, según la actual enseñanza moral de las masas, es sólo una mera trivialidad, una indiscreción sin importancia.
El desprecio del matrimonio, esta tendencia de postergar sus responsabilidades hasta la edad madura que tan perniciosamente aflige a la cristiandad, se está haciendo sentir en medio de los miembros. . .
Ciertamente no favorecemos los matrimonios a una edad sumamente temprana que prevalecieron hace algunos siglos. . .
Pero lo que deseamos recalcar en los miembros de la Iglesia es que la unión legítima de los sexos es una ley de Dios; que para ser bendecidos de El debemos honrar esa ley; que si no lo hacemos, el simple hecho de que somos llamados por su nombre no nos salvará de las maldades consiguientes al descuido de esta ley; que efectivamente somos su pueblo sólo cuando observamos su ley; que cuando no lo hacemos podemos esperar que nos sobrevengan los mismos resultados desafortunados que se derraman sobre el resto de la humanidad por las mismas causas. . .
Creemos que todo hombre que posee el santo sacerdocio debe estar casado, salvo las contadas excepciones en aquellos casos en que por enfermedades de mente o cuerpo no están en posición de casarse. Todo varón es peor hombre, en proporción a su incapacidad para el matrimonio. Sostenemos que ningún hombre apto para casarse está cumpliendo debidamente su religión si permanece soltero. Se perjudica a sí mismo retardando su progreso y limitando sus experiencias, y perjudica a la sociedad con el ejemplo indeseable que da a otros, aparte de lo cual constituye un elemento peligroso dentro de la comunidad.
Decirnos a nuestros jóvenes, contraed matrimonio y casaos bien. Casaos dentro de la fe, y sea realizada la ceremonia en el lugar que Dios ha señalado. Vivid de tal manera que seáis dignos de esta bendición. Sin embargo, si los obstáculos que del momento no es posible vencer, impiden esta forma más perfecta de matrimonio, id a vuestro obispo para que él efectúe la ceremonia, y entonces, a la primera oportunidad, id al templo. Más no os caséis con los que no son de la Iglesia, porque estas uniones casi invariablemente conducen a la infelicidad y las riñas, y con frecuencia por último a la separación; además, no son gratas a los ojos del cielo. El creyente y el incrédulo no deben ligarse porque tarde o temprano, en tiempo o en eternidad, tendrán que ser divididos nuevamente.
Y ahora deseamos con un santo celo hacer hincapié en la enormidad de los pecados sexuales. A pesar de que con frecuencia los consideran insignificantes aquellos que no conocen la voluntad de Dios, son una abominación a sus ojos; y si vamos a continuar siendo su pueblo favorecido, debemos huir de ellos como de las puertas del infierno. Los malos resultados de estos pecados se manifiestan palpablemente en el vicio, el crimen, la miseria y la enfermedad, que tal parecería que todos, tanto jóvenes como ancianos, los comprenderían y presentirían. Están destruyendo al mundo; y si hemos de ser preservados, debemos aborrecerlos, rehuirlos y no cometer ni el menor de ellos, porque debilitan y enervan. Matan al hombre espiritualmente y lo hacen indigno de la compañía de los justos y de la presencia de Dios (JI., julio de 1902, 37: 400-402).
























