Doctrina del Evangelio

Capítulo 28

En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres


Apartaos del espíritu de violencia de las chusmas

No hay en el mundo quien deplore más que los San­tos de los Últimos Días la prevalencia y brutalidad de la violencia de las chusmas. Si la violencia del populacho no se originó en este país con las expulsiones y persecu­ciones de los Santos de los Últimos Días, cierto es que ningún otro grupo de personas de este país han sufrido más y por mayor tiempo, a causa de la anarquía del populacho, que los Santos de los Últimos Días. Por más de medio siglo los mormones han sido víctimas de la violencia ilícita del populacho, en contra de lo cual muy poco se ha dicho debido principalmente a que por tan largo tiempo el odio y el prejuicio había acosado a las víctimas, que el mundo se había acostumbrado a retirar de ellos toda simpatía. . .

Se amonesta a los Santos de los Últimos Días en Utah, y en todas partes, a que sincera y devotamente eviten, como sagrado deber religioso, el espíritu de la violencia de los populachos. Es mejor ser pacientes y soportar la proscripción de los derechos humanos, que violar las ins­tituciones de nuestro país y reemplazar la ley y el orden con violencia. Si el régimen del populacho extiende su horrendo dominio en este país tan rápidamente en lo fu­turo como lo ha hecho en lo pasado, bien puede llegar a las comunidades donde viven los miembros antes que se den cuenta de su presencia. Por tanto, no sólo es el deber de todo Santo de los Últimos Días refrenarse de la violenta e ilícita conducta de grupos humanos resuel­tos a la destrucción del ser humano, sino además, ejercer su influencia y poder para impedir que otros se bañen las manos en la sangre de sus semejantes (JI, septiem­bre de 1903, 38:563, 564).

El peligro de los populachos

Una de las amenazas más grandes para nuestro país es la combinación de los hombres en chusmas irresponsa­bles, arrebatadas, llenas de prejuicios, odio y fanatismo, al mando de hombres poseídos de ambición, pasión u odio. No hay ninguna otra cosa en el mundo que pueda yo concebir, que sea tan completamente detestable a Dios y a los hombres buenos, como una combinación de hom­bres y mujeres llenos del espíritu canallesco. El que los hombres se combinen para contener o impedir que llegue el abastecimiento de alimentos a la boca del obrero hon­rado, no dejar comer al hombre que está dispuesto a tra­bajar, junto con la esposa e hijos que dependen de él, porque no está dispuesto a unirse al populacho, es uno de los peligros más infames que amenaza a los habitan­tes de nuestro país en la actualidad. No importa quiénes sean o el nombre por el cual se conocen, son una amena­za para la paz del mundo (CR, octubre de 1911, pág. 133).

Las bases de los sindicatos de trabajo

Si es que vamos a tener organizaciones laborales entre nosotros —y no hay ninguna buena razón para que nues­tros jóvenes no se organicen en tal forma— deben esta­blecerse sobre bases sensatas y ser dirigidas por hombres que piensan en el bienestar de sus familias y otros que los rodean. El espíritu de buena voluntad y hermandad, como lo tenemos en el evangelio de Cristo, debe distin­guir su conducta y organizaciones. Porque debe enten­derse que la nota religiosa es y siempre debe ser la nota tónica de nuestro carácter y de todos nuestros actos.

Aun cuando no hay razón para que los obreros no se unan para su propia protección y beneficios mutuos, hay todas las razones para que, al hacerlo, tomen en conside­ración los derechos de sus semejantes, protejan celosa­mente la propiedad y eliminen de sus métodos de combate el boicoteo, las huelgas secundarias y el delegado am­bulante (IE, agosto de 1903, 6:784, 785).

Sindicatos obreros

Los sindicatos obreros descubrirán que a ellos se apli­ca la misma ley eterna de justicia que a los individuos, que debe conservarse el trato justo y la conducta razona­ble, si es que se van a evitar los infortunios económicos. Cuando hay Santos de los Últimos Días en los sindicatos, deben asumir una actitud conservadora y jamás incitar los prejuicios del hombre encendiendo sus pasiones. No puede haber objeción a una contienda firme y persisten­te en bien de los derechos del obrero, si esta pugna se lleva a cabo con el espíritu de la razón y del trato justo. Los Santos de los Últimos Días deben, sobre todas las cosas, considerar sagrada la vida y la libertad de sus semejantes, así como sus derechos sobre la propiedad y conservar inviolable todo derecho que corresponde a la humanidad.

Los sindicatos están impulsando a nuestros miembros hacia una actitud inconsecuente y peligrosa al obligar­los dentro del gremio, a que hagan la guerra a sus her­manos que no pertenecen a la agrupación, y de este modo negar a un grupo de nuestros miembros los derechos más sagrados y dados por Dios, a fin de que la otra clase logre algunas ventajas sobre un tercero, a saber, su pa­trón. Tal conducta destruye la libertad a la que todo hombre tiene el derecho de disfrutar, y finalmente con­ducirá al espíritu de contención y apostasía.

No es fácil ver cómo los Santos de los Últimos Días pueden aprobar los métodos de los sindicatos obreros modernos. En calidad de pueblo hemos padecido mucho a causa del prejuicio irracional de las clases, así como del odio de las mismas, para querer tomar parte en agi­taciones violentas injustas. Nadie niega los derechos de los obreros a unirse para exigir una porción justa de la prosperidad de nuestro país, con la condición de que el sindicato se guíe por el mismo espíritu que debe influir en aquellos que profesan guiarse por una conciencia cris­tiana.

En la situación actual entre el capital y el trabajo debe haber intereses mutuos; al mismo tiempo los obreros deben comprender que tiene sus límites la presión que el capital puede soportar bajo el peso de lo que se le exige. La competencia siempre ha dado alguna medida de ali­vio al obrero por la necesidad que el capital tiene de servicio humano, por lo que los hombres no deben dejar­se llevar por el supuesto poder de exigencias arbitrarias que los sindicatos obreros en muchos casos ahora impo­nen a las empresas. La intención de los sindicatos a ser reconocidos es con frecuencia un elemento muy indefi­nido, porque nadie parece saber precisamente qué signi­fica este reconocimiento hoy, o lo que ha de significar en lo futuro. Si reconocimiento significa el derecho exclusivo concedido a cualquier clase de hombres de ganar­se la vida por medio de su trabajo, entonces dicho reco­nocimiento debe resistirse persistente y resueltamente.

Los Santos de los Últimos Días, sean miembros o no de los sindicatos, saben perfectamente bien si las exigen­cias individuales o colectivas son arbitrarias e injustas, y no perderán nada si varonilmente se niegan a violar su sentido de justicia (JI, junio de 1903, 38:370, 371).

La causa de la guerra

La condición del mundo en la actualidad presenta un cuadro deplorable, en lo que a las convicciones, fe y po­der religiosos de los habitantes de la tierra concierne. Vemos a nación contra nación en orden de combate; sin embargo, en cada uno de estos países hay pueblos cris­tianos, así llamados, que profesan adorar al mismo Dios, profesan tener creencia en el mismo Redentor divino, muchos de ellos profesando ser maestros de la palabra de Dios y ministros de vida y salvación para con los hijos de los hombres; con todo, estas naciones están divididas una contra la otra, y cada cual está pidiendo a su Dios que derrame su ira sobre sus enemigos y les dé el triun­fo y les conceda su propia preservación. ¿Será posible que existiera esta condición, si la gente del mundo real­mente poseyera el conocimiento verdadero del evangelio de Jesucristo? Y si en verdad poseyeran el Espíritu del Dios viviente, ¿podría existir tal condición? No; no po­dría existir, antes cesaría la guerra y llegarían a su fin las contiendas y las luchas. No sólo no existiría la guerra, sino que el espíritu de contienda y lucha que ahora existe entre las naciones de la tierra, que es el elemento prin­cipal de la guerra, dejaría de ser. Sabemos que el espí­ritu de la lucha y la contienda existe en un grado alar­mante entre toda la gente del mundo. ¿Por qué existe? Porque no son uno con Dios ni con Cristo. No han en­trado en el redil verdadero, y como resultado no poseen el espíritu del Pastor verdadero al grado suficiente para gobernar y dirigir sus actos conforme a las vías de paz y rectitud. De modo que contienden y luchan unos con otros, y por último se levanta nación contra nación en cumplimiento de las palabras de los profetas de Dios, de que la guerra sería derramada sobre todas las nacio­nes. No quiero que penséis que yo creo que Dios ha dis­puesto o decretado que vengan guerras entre la gente del mundo, o que las naciones se levanten una contra la otra en guerra y se empeñen en una destrucción mutua. Dios no propuso ni causó tal cosa. Es deplorable para los cielos que tal condición exista entre los hombres, pero existe, y los hombres traen sobre sí mismos la guerra y la des­trucción a causa de su iniquidad, y esto porque no quie­ren permanecer en la verdad de Dios, andar en su amor y tratar de establecer y conservar la paz en el mundo, en lugar de las luchas y contiendas (CR, octubre de 1914, Págs. 7, 8).

Actitud hacia la guerra

Nosotros no queremos guerra; no queremos ver que nuestro país vaya a la guerra. Quisiéramos verlo como el árbitro de paz para con todas las naciones. Quisiéra­mos ver el gobierno de los Estados Unidos fiel a la Cons­titución, un instrumento inspirado por el espíritu de sa­biduría de Dios. Quisiéramos ver que la benignidad, el honor, la gloria, el buen nombre y la potente influencia para la paz que hay en esta nación se extendieran hasta el extranjero, no sólo a Hawaii y las Filipinas, sino hasta las islas del mar al oriente y poniente de nosotros. Qui­siéramos ver que el poder, la influencia para bien, para elevar al género humano y para el establecimiento de principios rectos se extendiera hasta estos pobres e ino­fensivos pueblos del mundo, para establecer paz, buena voluntad e inteligencia entre ellos, a fin de que de ser posible lleguen a ser iguales a las naciones ilustradas del mundo (CR, octubre de 1912, pág. 7).

Deseamos la paz

Deseamos la paz en el mundo. Queremos que el amor y la buena voluntad existan sobre toda la tierra entre todos los pueblos del mundo; pero jamás podrá sobreve­nir ese espíritu de paz y amor que debe existir, hasta que el género humano reciba el mensaje que Dios tiene para ellos y reconozcan su poder y autoridad que son divinos y que nunca se encuentran en la sabiduría sola de los hombres (CR, octubre de 1914, pág. 7).

Cuándo vendrá la paz

Jamás tendremos paz hasta que tengamos la verdad. Jamás podremos establecer la paz sobre la tierra y la buena voluntad hasta que hayamos bebido de la fuente de la rectitud y la verdad eterna, cual Dios la ha reve­lado al hombre (CR, octubre de 1912, pág. 129).

En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres

Ciertamente vivimos en tiempos dificultosos, y pese a la paz que prevalece en nuestra propia tierra, no estamos libres de dificultades en casa. Hay entre nosotros actual­mente, me da pena decirlo, el germen del espíritu que ha provocado en gran manera las condiciones que hoy existen en Europa [1914] —inquietud interna, falta de satisfacción, descontento, contiendas internas sobre asun­tos políticos, obreros y religiosos, y casi todas las demás cosas de que adolece la sociedad en esta época. Y es el mismo germen que ha provocado los terribles resultados que vemos en las naciones de Europa el que está trabajando entre nosotros hoy. No debemos olvidarlo, ni tam­poco pasarlo por alto.

Solamente hay un poder, uno solo, que puede evitar las guerras entre las naciones de la tierra, y ese es la religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre. Ninguna otra cosa podrá realizarlo. Una expresión muy común en la actualidad es la de que hay algo de bueno en todas las religiones. Efectivamente lo hay; pero no es suficiente lo que de bueno tengan las diversas denomina­ciones religiosas del mundo para evitar la guerra, ni para impedir las contiendas, luchas, divisiones y odios entre unos y otros.

Si juntamos en una todas las doctrinas buenas de todas las religiones del mundo; éstas no constituirán el bien al grado necesario para evitar las maldades que existen en el mundo. ¿Por qué? Porque esas denominaciones ca­recen del conocimiento esencial de la revelación y verdad de Dios, y no disfrutan de ese Espíritu que viene de Dios, que guía a toda verdad e inspira a los hombres a hacer lo bueno y no lo malo, a amar más bien que a aborrecer, a perdonar en lugar de abrigar rencores, a ser buenos y generosos, ni inhumanos y mezquinos.

Vuelvo a repetir, pues, sólo hay un remedio que puede evitar que los hombres vayan a la guerra cuando se sien­ten dispuestos a ello y éste es el Espíritu de Dios que inspira a amar, no a aborrecer; que guía a toda la ver­dad, no al error; que inclina a los hijos de Dios a reve­renciarlo a Él y sus leyes y estimarlas sobre todas las demás cosas del mundo.

El Señor nos ha dicho que vendrían estas guerras. No hemos ignorado que estaban pendientes y que probable­mente se derramarían sobre las naciones de la tierra en cualquier momento. Hemos estado esperando el cumpli­miento de las palabras del Señor, de que vendrían. ¿Por qué? ¿Porque el Señor así lo quiso? No; en ningún sen­tido. ¿Fue por qué el Señor lo predestinó o lo dispuso en cualquier grado? No; de ningún modo. ¿Por qué? Por motivo de que los hombres no prestaron atención a Dios el Señor, y Él sabía de antemano los resultados que sobrevendrían por causa de los hombres y por causa de las naciones de la tierra; y por tanto, Él pudo prede­cir lo que les acontecería y vendría sobre ellas como consecuencia de sus propios hechos, y no porque El haya dispuesto tal cosa contra ellas, porque sólo están pade­ciendo y cosechando los resultados de sus propios actos.

Pues bien. . . “en la tierra paz, y buena voluntad para con los hombres” es nuestro lema. Tal es nuestro princi­pio; tal es el principio del evangelio de Jesucristo. Aun cuando a mí me parece malo, impíamente malo, obligar a cualquier nación o a cualquier pueblo a ir a la guerra, creo que es recto y justo que toda persona defienda su propia vida, sus propias libertades y sus propios hogares con la última gota de su sangre. Creo que es recto y creo que el Señor apoyará a cualquier pueblo en la defensa de su propia libertad de adorar a Dios conforme a los dictados de su conciencia, a cualquier pueblo que esté tratando de proteger a sus esposas e hijos de los destro­zos de la guerra. Más no queremos que se nos imponga la necesidad de tener que defendernos.

Si la condición del mundo tiene para vosotros el mismo aspecto que para mí, en la actualidad, me parece que tendréis dentro de vuestros corazones y mentes una de las evidencias más fuertes que jamás haya llegado a vuestra comprensión de la certeza de la declaración que Dios comunicó al mundo por medio de José Smith, al respecto de que “se me acercan con sus labios, pero su corazón está lejos de mí; enseñan como doctrinas manda­mientos de hombres, teniendo apariencia de piedad, más negando la eficacia de ella, y no la tienen” (José Smith 2:19). En Alemania, en estos días, protestantes y cató­licos están orando a Dios que les permita triunfar de sus enemigos. En Francia y en Inglaterra, Rusia, Bélgica v Austria, y en todos los demás países que están en gue­rra unos con otros, están orando, protestantes y católicos juntos, que se les dé la victoria. Los aliados están suplicando la victoria al mismo Dios, que se supone es el mismo, porque son conocidas como naciones cristianas y son miembros de las mismas iglesias y adoran según las mismas formas de religión; sin embargo, están invocan­do a Dios la una contra la otra, para que las defienda de sus enemigos y fortalezca sus armas para destruir a sus contrarios. ¿Qué es lo que esto prueba? Prueba lo que Dios dijo. No tienen su Espíritu; no tienen su poder para guiarlos; no poseen su verdad, y por consiguiente, las condiciones precisas que existen son el resultado de esta incredulidad en cuanto a la verdad; y a esta adora­ción de hombres y organizaciones y poderes de hombres les falta el poder de Dios.

Pues bien. . . estoy hablando según mi punto de vista, y mi punto de vista es que Cristo fue debidamente nom­brado y enviado al mundo para aliviar al hombre del pecado mediante el arrepentimiento; para salvar al géne­ro humano de la muerte que vino sobre ellos a causa del pecado del primer hombre. Lo creo con toda el alma. Creo que Dios Omnipotente levantó a José Smith para renovar el espíritu, poder y plan de la Iglesia de Dios, del evangelio de Cristo y del santo sacerdocio. Lo creo con toda el alma, o no estaría aquí. Por tanto, me baso en este principio, que la verdad está en el evangelio de Jesucristo, que el poder de redención, el poder de paz, de buena voluntad, de amor, caridad y perdón, y el po­der de la hermandad con Dios se encuentran en el evan­gelio de Jesucristo y en la obediencia al mismo por parte de la gente. Por tanto reconozco, y no sólo lo reconozco sino lo afirmo, que no hay nada mayor en la tierra y en los cielos que la verdad del evangelio de Dios que Él ha preparado y restaurado para la salvación y la reden­ción del mundo. Y es por ese medio que la paz vendrá a los hijos de los hombres, y no vendrá al mundo de ninguna otra manera. Las naciones no pueden tenerla sin que vengan a Dios, de quien podrán recibir el espíritu de unión y el espíritu de amor. Y las organizaciones del mundo que se han formado con la mira de combinar a los hombres contienen en sí mismas tantos elementos de autodestrucción, que no podrán existir por mucho tiempo, en su presente situación y bajo las influencias que las conservan unidas hoy. Puedo deciros que no hay combinación, formada por los hombres, que haya de prosperar ni continuar en pie, a menos que esté fundada en los principios de verdad, rectitud y justicia hacia todos. Cuando un hombre venga a mí y me diga: “Tienes que ser mi siervo, tienes que obedecerme o sujetarte a mi plan, o te haremos morir de hambre”, no importa cuán­tos elementos de bondad existan en la organización que intenta privarme del derecho de adorar a Dios de acuerdo con los dictados de mi conciencia, o que me impide des­empeñar un trabajo honrado para ganarme el pan; hay, en dicha organización, los elementos de decadencia y des­trucción, y no podrá durar, porque está en error, en error completo.

En el evangelio existe la luz de la libertad. Los hom­bres adoran a Dios conforme a los dictados de su propia conciencia. En ningún sentido podemos ser obligados a obedecer los principios del evangelio.

Tal es el principio del evangelio de Jesucristo; pero estas organizaciones formadas por los hombres os obli­garán a hacer los que ellos quieren, o de lo contrario os condenarán y destruirán; y en esto residen los ele­mentos de su propia destrucción, porque sólo pueden du­rar por un tiempo (RSM, enero de 1914, 2:13-18).

La llave a la paz

Por años se ha afirmado que la paz sólo viene me­diante la preparación para la guerra; el conflicto actual servirá para comprobar que la paz sólo viene mediante la preparación para la paz, mediante la instrucción del pue­blo en rectitud y justicia y seleccionando gobernantes que respetarán la justa voluntad del pueblo. . .

Sólo una cosa puede traer la paz al mundo; la acep­tación del evangelio de Jesucristo, correctamente entendi­do, y obedecido y practicado por los gobernantes, así como por el pueblo. Los Santos de los Últimos Días lo están predicando con poder a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblo, y no está muy lejano el día en que su mensaje de salvación penetrará profundamente el corazón de la gente común, que al llegar el tiempo, sincera y hon­radamente dará su fallo, no sólo contra un cristianismo falso, sino contra la guerra y los que la hacen, señalán­dolos como crímenes contra la raza humana.

De aquí a poco se obedecerá la voz del pueblo y el verdadero evangelio de paz dominará el corazón de los poderosos. Entonces será imposible que los jefes milita­res tengan potestad sobre la vida y la muerte de millo­nes de hombres, como ahora la tienen, para decretar la ruina del comercio, la industria y los sembrados, o cau­sar que indecible agonía mental y miseria humana azoten a las naciones como plagas y pestilencias. Es un hecho que, tras la devastación de las guerras, como se promete en las Escrituras (¿y quién dirá que no pudiera ser tras esta guerra?), los que se han constituido a sí mismos en monarcas deben ceder el lugar a gobernantes elegidos por el pueblo, los cuales se guiarán por las doctrinas de amor y paz cual se enseñan en el evangelio de nuestro Señor. Entonces se instituirá un nuevo orden social en el cual el bienestar de todos será la consideración principal, y a todos se les permitirá vivir en la más completa liber­tad y felicidad (IE, septiembre de 1914, 17:1074-1076).

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