Doctrina del Evangelio

Capítulo 29

Comportamiento de los jóvenes en el ejército


Dios contiende con las naciones en guerra

¿Se hallarían en guerra las naciones de la tierra, como ahora lo están, si el Espíritu de Dios Omnipotente hubie­se llevado sus almas y las hubiese impulsado y conducido en sus propósitos? No; de ninguna manera. La ambición y el orgullo del mundo, y el afán, de poder y predomi­nio por parte de los gobernantes de vencer a sus compe­tidores en los juegos nacionales de la vida, impiedad de corazón, ambición de poder y la grandeza del mundo, han conducido a las naciones de la tierra a reñir unas con otras y las han conducido a la guerra y la destruc­ción de ellas mismas. Supongo que no hay nación en el mundo en la actualidad que no se encuentre más o menos infectada con este mal. Podrá ser posible, tal vez, impu­tar el origen de este mal, o la mayor parte del mismo, a determinada nación de la tierra; pero no sé. Esto sí creo con todo mi corazón, que la mano de Dios está con­tendiendo con ciertas naciones de la tierra para que pre­serven y protejan la libertad humana, la libertad para adorar de acuerdo con los dictados de la conciencia, la libertad y el derecho inalienables del hombre para orga­nizar gobiernos nacionales en la tierra, escoger a sus propios gobernantes; hombres que podrán seleccionar co­mo ejemplos de honor, de virtud y verdad, hombres de prudencia, comprensión e integridad; hombres que se preocupan por el bienestar de aquellos que los eligen para gobernar, para decretar y ejecutar las leyes con justicia. Creo que la mano del Señor está sobre las na­ciones del mundo hoy, a fin de llevar a efecto este do­minio y este reinado de libertad y rectitud entre las naciones de la tierra; ciertamente es dura la materia con la que tiene que trabajar. Está trabajando con hombres que nunca oraron, hombres que jamás han conocido a Dios ni a Jesucristo, al cual envió al mundo, y a quien es vida eterna conocer. Dios está tratando con naciones de incrédulos, hombres que no temen a Dios y no aman la verdad, hombres que no respetan la virtud ni la vida pura. Dios está tratando con hombres llenos de orgullo v ambición, y temo que le será difícil la tarea de gober­narlos y dirigirlos rectamente en el curso que él quiere que sigan para realizar sus propósitos; pero se está es­forzando por ennoblecerlos. Él está procurando bendecir, beneficiar, traer felicidad y aliviar la colisión de sus hijos en el mundo, con objeto de libertarlos de la igno­rancia y darles un conocimiento de Él, para que puedan abrir sus caminos y andar por sus veredas a fin de que quede en su espíritu para que siempre los acompañe, para llevarlos a toda verdad (IE, julio de 1917, 20:823, 824).

Comportamiento de los jóvenes en el ejército

Por tanto, cuando nuestros jóvenes y hombres de edad madura sean invitados y escogidos, seleccionados y lla­mados para que salgan a ayudar, a proteger y defender estos principios, esperamos y rogamos —y ciertamente tenemos alguna razón para creerlo— que habrá por lo menos algunos de entre la gran familia del género huma­no en el mundo, en quienes habrá alguna afinidad con el Espíritu de Dios y algún deseo o por lo menos, alguna inclinación, de prestar atención al susurro de la voz quieta y apacible del Espíritu que conduce a la paz y la felici­dad, al bienestar y ennoblecimiento de la raza humana en el mundo, y a la vida eterna. Cuando un Santo de los Últimos Días, un hombre nacido y tal vez criado dentro de los vínculos del nuevo y sempiterno convenio del evan­gelio, se da de alta en el ejército de los Estados Unidos, en la Guardia Nacional —que os ha recomendado el presidente Penrose, y yo lo confirmo y recalco, creo que los ciudadanos del estado deben unirse, y las ciuda­des y el estado deben mantenerse unidos y extenderse simpatía y hermandad recíprocamente, más de lo que podrían esperar recibir de los que son de otros estados y lugares, para quienes son extranjeros y desconocidos— cuando nuestros jóvenes, como ya se ha dicho, sean lla­mados al ejército de los Estados Unidos, espero y ruego que lleven consigo el Espíritu de Dios, no el espíritu de derramar sangre, del adulterio, de la impiedad, sino el espíritu de rectitud, el espíritu que conduce a hacer el bien, a edificar, a beneficiar al mundo y no a destruir y derramar sangre.

Recordad el pasaje de las Escrituras que aquí citó el presidente Lund, cual se relata en el Libro de Mormón, concernientes a los jóvenes que renunciaron a la guerra y al derramamiento de sangre, vivieron puros e inocen­tes, libres de los pensamientos contaminadores de la con­tienda, de la ira o la iniquidad en sus corazones; pero cuando la necesidad lo exigió y fueron llamados a que salieran a defender sus vidas y las de sus padres y ma­dres y sus hogares, entonces salieron, no para destruir, sino para defender, no para derramar sangre sino más bien para salvar la sangre de los inocentes e inofensivos y de los seguidores de la paz entre el género humano.

¿Olvidarán sus oraciones los hombres que salen de Utah, de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? ¿Olvidarán a Dios? ¿Se olvidarán de las enseñanzas que han recibido de sus padres en sus casas? ¿Olvidarán los principios del evangelio de Jesucristo y los convenios que han hecho en las aguas del bautismo y en lugares sagrados? o ¿saldrán como hombres verda­deros, puros, de altos pensamientos; honrados, virtuosos, hombres de Dios? Eso es lo que me preocupa.

Quiero ver que la mano de Dios se manifieste en los hechos de los hombres que salen de entre las filas de la Iglesia de Jesucristo y del estado de Utah para ayudar a defender los principios de libertad y gobierno sano para la familia humana. Quiero verlos vivir de tal ma­nera que podrán gozar de comunicación con el Señor, en sus campamentos y sus lugares secretos, y que en medio de la batalla puedan decir: “Padre, mi vida y mi espí­ritu están en tus manos”.

Quiero ver que los jóvenes que salgan de aquí para esta causa, se sientan igual que nuestros misioneros cuando se les envía al mundo, llevando consigo el espíritu que siente una madre cuando se despide de su hijo la mañana que sale para su misión. ¡Lo abraza con todo el amor maternal que hay en su alma!

Yo sé cómo se siente la madre hacia su hijo cuando él sale de casa a una misión, a morar en medio de desco­nocidos, sin amigos, tratando de predicar el evangelio en el mundo. Ella le dice: “Hijo mío, te he enseñado sobre los principios del evangelio, te he enseñado sobre mis rodillas a orar a Dios desde el tiempo en que eras pe­queño hasta que llegaste a la edad viril. Te he enseñado la virtud; te he enseñado el honor; te he enseñado a defender la verdad y honrar a tu padre y a tu madre en el mundo, y al hacerlo honrarás a los padres y las madres y las hijas de todos los hombres, dondequiera que vayas. ¡Nunca pienses en violar a la esposa o hija de ningún hombre, así como jamás pensarías en violar a tu madre o a tu hermana! Sal limpio de tu hogar al mun­do; consérvate puro y sin mancha del mundo, y el pe­cado no surtirá efecto en ti, y Dios te protegerá. Estarás en sus manos. Entonces si sucediere algo que te costara la vida, la entregarías en el servicio de la humanidad y de Dios. Darías tu vida pura y sin mancha. Tu espíritu se elevaría desde la casa de barro que habitaste en este mundo hasta la gloriosa presencia de Dios, sin mancha, sin contaminación, puro y limpio como el espíritu de un niño que acaba de nacer en el mundo. De modo que serás aceptado de Dios, dispuesto para recibir tu corona de gloria y galardón eterno.”

En igual manera, yo diría: “Hijo mío, mi hijo y vues­tro hijo, cuando salgas a arrostrar los desastres que afli­gen al mundo, ve como saldrías a una misión; sé tan bueno, tan puro y tan leal en el ejército de los Estados Unidos como en el ejército de los élderes de Israel que están predicando el evangelio de amor y paz al mundo. Entonces, si inevitablemente eres víctima de la bala del enemigo, irás tan puro como has vivido; serás digno de tu recompensa; habrás demostrado que eres un héroe, y no sólo un héroe, sino un siervo valiente del Dios vi­viente, digno de su aceptación y de ser admitido en la amorosa presencia del Padre.”

Es en cosas tales como ésta que podemos ver la mano de Dios. Si nuestros jóvenes solamente salieran al mun­do en esta forma, llevando consigo el espíritu del evan­gelio y el comportamiento de verdaderos Santos de los Últimos Días, no importa lo que les suceda en la vida, perseverarán con los mejores. Podrán soportar lo que cualquier otro posiblemente pudiera soportar en cuanto a fatigas o sufrimientos, en caso necesario, y cuando se vean frente a la prueba, podrán soportarla porque no temen la muerte. Se verán libres del miedo de las con­secuencias de su propia vida. ¡No tendrán necesidad de temer a la muerte, porque han cumplido con su obra; han guardado la fe; son puros de corazón y dignos de ver a Dios!

Yo mismo abrigo algunos sentimientos semejantes en cuanto a estas cosas, porque tengo hijos propios y los amo. Se han criado conmigo. ¡Son míos! El Señor me los dio. Espero reclamarlos, mediante la relación de pa­dre e hijos que existe entre nosotros, por todas las eter­nidades venideras. Preferiría ver a mis hijos caer por las balas de los enemigos de Dios y la humanidad, de aque­llos que son enemigos de la libertad de los hijos de los hombres, mientras estuviesen defendiendo la causa de la rectitud y la verdad, mil veces más, que verlos padecer la vil muerte de transgresores y pecadores de la ley de Dios. Aunque en la batalla la muerte puede ser instan­tánea, o tal vez tome algún tiempo, para uno cuya causa es justa, sería una muerte honorable; pero la que es oca­sionada por la transgresión de las leyes de Dios, por el veneno y la ponzoña del pecado, ha de temerse más, mil veces más, que morir sin pecado en defensa de la causa de la verdad.

No quiero ver que ninguno de mis hijos pierda la fe del evangelio de Jesucristo. No quiero ver a uno de ellos negar a Cristo, el Hijo del Dios viviente, el Salvador del mundo. No quiero que ninguno de ellos le vuelva las es­paldas a la misión divina del profeta José Smith, cuya sangre corre por sus venas. ¡Mil veces preferiría verlos perecer en defensa de una causa recta, mientras se sos­tienen firmes en la fe, que verlos vivir para negar esa fe y el Dios que les dio la vida! Tal es mi posición con respecto a los asuntos que tenemos frente a nosotros en este momento (IE, julio de 1917, 20:824-827).

Mensaje a los jóvenes en la guerra

Nuestro país está en guerra [1917]. Los enemigos del gobierno representativo y la libertad individual nos han impuesto esta lamentable condición. El despotismo se está esforzando por lograr el dominio y establecer su poderío en la tierra. Muchos de nuestros jóvenes que se han cria­do en la Iglesia y han aprendido los principios del evan­gelio en las Escuelas Dominicales y otras organizaciones de la Iglesia han sido llamados a portar armas en de­fensa de nuestras libertades y la libertad e independencia del mundo. Con toda probabilidad serán enviados al fren­te de batalla antes que pasen muchos meses, para ocupar sus lugares en las trincheras de los campos de batalla europeos y tomar parte en este espantoso conflicto que no tiene paralelo en lo que el mundo ha visto hasta el día de hoy.

De la manera más sincera esperamos que nuestros jó­venes sean leales a su país y se mantengan honorable­mente en su defensa y se muestren dignos en todo res­pecto, como defensores de los principios por los cuales nació nuestro gobierno y por los cuales existe aún.

Al salir a la guerra, existe la probabilidad de que a estos jóvenes los asalte un peligro mucho mayor que el que pueden esperar de las balas del enemigo. Hay mu­chas cosas malas que usualmente van en pos de ejércitos enfilados y pertrechados para la guerra, y en ella empe­ñados, peores aún que una muerte honorable que pudiera sobrevenir en el campo de batalla. No es tan importante cuándo sean llamados nuestros jóvenes o adonde podrán ir; pero sí es de mucha importancia para sus padres, amigos y compañeros en la verdad, y sobre todo a ellos mismos, cómo se hallan al salir. Como miembros de la Iglesia han sido instruidos toda su vida a guardarse pu­ros y sin mancha de los pecados del mundo, a respetar­los derechos de otros, a ser obedientes a principios rec­tos, a recordar que la virtud es uno de los dones más es­timados de Dios; además, que deben respetar la castidad de otros, y mil veces preferir la muerte que profanarse cometiendo un pecado mortal. Queremos que salgan lim­pios, tanto en pensamientos como en hechos, con fe en los principios del evangelio y la gracia redentora de nues­tro Señor y Salvador. Quisiéramos que recordaran que sólo cuando llevan vidas limpias y fieles pueden esperar lograr la salvación prometida mediante el derramamiento de la sangre de nuestro Redentor.

Si salen de esta manera, dignos de tener al Espíritu del Señor como compañero, libres del pecado y confían en el Señor, entonces, pese a lo que les suceda, sabrán que han alcanzado gracia a los ojos de Dios. Si les toca la muerte les sobreviene mientras se encuentran en el cumplimiento de su deber en defensa de su patria, no tienen por qué temer, porque su salvación es segura. Ade­más, en tales condiciones tendrán mayor derecho a las bendiciones del Omnipotente, e igual que los dos mil jóvenes del ejército de Helamán, habrá mayor probabilidad de que reciban el cuidado protector del Señor.

Salgan con el espíritu de verdad y rectitud, el espíritu que los guiará a salvar más bien que a destruir, que con­duce a hacer lo bueno más bien que a cometer lo malo, con amor en el corazón hacia sus semejantes, prepara­dos para enseñar a todo el género humano los principios salvadores del evangelio. Y si les fuere requerido, en de­fensa de los principios por motivo de los que salen, derramar la sangre de algunos de las fuerzas contendientes, no será pecado y la sangre de sus enemigos no será reque­rida de sus manos.

No sentiremos temor por aquellos que sean fieles a los convenios que han hecho en las aguas del bautismo y tienen cuidado de observar los mandamientos de Dios. Si mueren, morirán en el Señor y se presentarán delante de El sin mancha y libres de ofensa. Y si vuelven sin daño, daremos el crédito a nuestro Padre Celestial por su cui­dado protector que estuvo con ellos en el desempeño de su peligroso deber. Mientras están ausentes, las oracio­nes de los miembros ascenderán a favor de ellos para que sean protegidos, y sinceramente esperamos que sus oraciones no sean infructuosas, y ciertamente serán útiles si nuestros jóvenes continúan siendo dignos de las miseri­cordias del Señor (JI, agosto 1917. 52:404, 405).

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