Capítulo 32
Este es nuestro destino
La naturaleza de la muerte
Dios ha decretado leyes para gobernar todas sus obras, y en particular, ha dado leyes para gobernar a su pueblo que se compone de sus hijos e hijas, liemos venido para morar en la carne y obtener un cuerpo para nuestros espíritus inmortales; o en otras palabras, hemos venido con objeto de llevar a efecto una obra semejante a la que realizó el Señor Jesucristo. El propósito de nuestra existencia terrenal es que recibamos una plenitud de gozo y lleguemos a ser hijos e hijas de Dios en el sentido más completo de la palabra, siendo herederos de Dios y coherederos con Jesucristo, que seamos reyes y sacerdotes para Dios, y heredemos gloria, dominio, exaltación, tronos v todo poder y atributo que nuestro Padre Celestial ha desarrollado y posee. Este es el objeto de nuestro ser sobre esta tierra. A fin de lograr esta posición exaltada, es necesario que pasemos por esta experiencia o probación terrenal, mediante la cual podremos mostrar que somos dignos, con la ayuda de nuestro hermano mayor Jesús. El espíritu sin el cuerpo no es perfecto; no está habilitado, sin el cuerpo, para poseer una plenitud de la gloria de Dios y por consiguiente, no puede cumplir su destino sin el cuerpo. Somos preordinados para ser hechos conforme a la semejanza del Señor Jesucristo; y a fin de poder llegar a ser como El tendremos que seguir sus pasos, hasta que nos santifiquemos por la ley de la verdad y la rectitud. Esta es la ley del reino celestial, y cuando tengamos que morir, el poder de la misma nos levantará en la mañana de la primera resurrección, revestidos de gloria, inmortalidad y vidas eternas. A menos que guardemos la ley que Dios nos ha dado en la carne, la cual tenemos el privilegio de recibir y entender, no podemos ser vivificados por su gloria, ni podemos recibir la plenitud de ella y la exaltación del reino celestial.
“Hay una ley irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación del mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan; y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley en la cual se basa” (D. y C. 130:20-21).
Debemos por tanto, aprender las leyes del cielo, que son las leyes del evangelio, vivir de acuerdo con ellas y obedecerlas con todo nuestro corazón y perseverar en ellas con fe, perfeccionándonos en esto para poder recibir la plenitud de la gloria de ese reino. . .
Mientras nos encontramos en el estado terrenal estamos limitados y sólo vemos como si fuera a través de un espejo, oscuramente; vemos en parte únicamente y nos es difícil comprender las cosas más pequeñas con que nos relacionamos. Más cuando nos vistamos de inmortalidad, nuestra condición será muy diferente porque ascenderemos a una esfera más extensa, bien que no nos perfeccionaremos inmediatamente después de salir del cuerpo porque el espíritu sin el cuerpo no es perfecto, y el cuerpo sin el espíritu está muerto. Durante el intervalo entre la muerte del cuerpo y su resurrección de la tumba, el espíritu desincorporado no se perfecciona, por tanto, no está preparado para entrar en la exaltación del reino celestial; pero disfruta del privilegio de elevarse en medio de seres inmortales y gozar, hasta cierto grado, la presencia de Dios; no la plenitud de su gloria, no la plenitud de la recompensa que buscamos y que es nuestro destino recibir si somos hallados fieles a la ley del reino celestial, sino únicamente en parte. Al espíritu recto que sale de esta tierra le es designado su lugar en el paraíso de Dios; tiene sus privilegios y honores que, desde el punto de vista de excelencia, sobrepuja y trasciende la comprensión humana; y en este campo de acción continúa sus obras, disfrutando de esta recompensa parcial por su recta conducta en la tierra, y en este respecto es muy diferente del estado del cuerpo del cual ha salido. Porque mientras que el cuerpo duerme y se descompone, el espíritu recibe un nuevo nacimiento. Se le abren las puertas de la vida y nace de nuevo a la presencia de Dios. El espíritu de nuestra querida hermana [Emma Wells], al salir de este mundo nace de nuevo en el mundo de los espíritus; vuelve allí de la misión que ha estado cumpliendo en este estado de probación, habiéndose ausentado unos cuantos años de padre, madre, parientes, amigos, vecinos y todo lo que se estima; ha vuelto más cerca del círculo familiar, a compañeros y escenas de antaño, algo muy parecido al hombre que vuelve a casa de una misión en el extranjero para unirse de nuevo con su familia y amigos y disfrutar del gozo y comodidades de su hogar.
Tal es la condición de esta hermana, cuyos restos se encuentran ante nosotros ahora, y de cada uno que ha sido fiel a la virtud y a la pureza en el transcurso de su viaje aquí, en la tierra, pero más particularmente de aquellos que mientras se encontraban aquí tuvieron el privilegio de obedecer el evangelio y vivieron fieles y leales a sus convenios. En lugar de continuar aquí entre las cosas que se desvanecen con el tiempo, rodeados como estamos de las debilidades del mundo y sujetos a congojas y aflicciones terrenales, son librados de estas cosas para entrar en un estado de gozo, gloria y exaltación; no una plenitud de ninguna de estas cosas, sino para esperar la mañana de la primera resurrección de los justos, para salir del sepulcro y redimir el cuerpo y volverse a unir con él, y así tomarse en alma viviente, un ser inmortal para nunca más morir. Habiendo cumplido su obra, habiendo pasado por esta probación terrenal y cumplido su misión aquí abajo, entonces está preparada para el conocimiento, gloria y exaltación del reino celestial. Esto fue lo que Jesús hizo, y Él es nuestro precursor, nuestro ejemplo. Tenemos que andar por el camino que Él nos señaló si esperamos morar y ser coronados con Él en su reino. Debemos obedecer y poner nuestra confianza en Él, sabiendo que es el Salvador del mundo.
¿Qué razón tenemos para lamentarnos? Ninguna, salvo que se nos priva por un corto número de días del compañerismo de alguien que amamos, pero si somos fieles mientras estamos en la carne, le seguiremos en breve y nos regocijaremos de que tuvimos el privilegio de pasar por el estado mortal, y que vivimos en una época en que se estaba predicando la plenitud del evangelio eterno, mediante el cual seremos exaltados, porque no hay exaltación sino mediante la obediencia a la ley. Toda bendición, privilegio, gloria, o exaltación se logra únicamente por medio de la obediencia a la ley sobre la cual estas cosas se prometen. Si obedecemos la ley, recibiremos la recompensa; pero no podemos recibirla de ninguna otra manera. Regocijémonos, pues, en la verdad” en la restauración del sacerdocio, ese poder delegado al hombre en virtud del cual el Señor aprueba en los cielos lo que el hombre hace en la tierra. El Señor nos ha enseñado las ordenanzas del evangelio mediante las cuales podemos perfeccionar nuestra exaltación en su reino. No estamos viviendo como los paganos, sin ley. Se ha revelado lo que se requiere para nuestra exaltación; por tanto, nuestro deber consiste en obedecer las leyes; entonces recibiremos nuestra recompensa, no importa que llegue la muerte en la niñez, la edad viril o la vejez, todo es lo mismo; mientras vivamos de acuerdo con la luz que poseemos, no seremos privados de ninguna bendición ni despojados de ningún privilegio, porque después de esta vida terrenal hay un tiempo y se ha dispuesto una manera para que podamos cumplir la medida de nuestra creación y destino, y realizar en forma completa la gran obra para la que se nos envió, aunque nos lleve hasta un futuro remoto antes que podamos cumplirla totalmente. Jesús no había completado su obra cuando murió su cuerpo, ni la terminó después de su resurrección de los muertos; pues aunque había realizado el propósito para el cual vino a la tierra en esa época, todavía no cumplía toda su obra. ¿Y cuándo será esto? Sólo hasta cuando haya redimido y salvado a todo hijo e hija de nuestro padre Adán que ha nacido o que nacerá sobre esta tierra hasta el fin del tiempo, salvo a los hijos de perdición. Esta es su misión” (Doc. Con. 76:41-44).
Nosotros no cumpliremos nuestra obra sino hasta cuando nos hayamos salvado a nosotros mismos, y luego hasta que hayamos salvado a todos los que dependen de nosotros; porque nosotros hemos de ser salvadores en el monte de Sion, así como Cristo. Somos llamados a esta misión. Los muertos no pueden perfeccionarse sin nosotros, ni tampoco nosotros sin ellos. Tenemos una misión que cumplir por parte y en bien de ellos; tenemos que efectuar cierta obra a fin de liberar a aquellos que por motivo de su ignorancia y las circunstancias desfavorables en que fueron colocados mientras estuvieron aquí, no están preparados para la vida eterna; tenemos que abrirles las puertas efectuando las ordenanzas que ellos no pueden hacer por sí mismos, y que son esenciales para su rescate de la “prisión”, a fin de que salgan y vivan según Dios en el espíritu y sean juzgados según los hombres en la carne.
El profeta José Smith ha dicho que éste es uno de los deberes más importantes que descansan sobre los Santos de los Últimos Días. ¿Y por qué? Porque ésta es la dispensación del cumplimiento de los tiempos, la cual introducirá el reinado milenario, en el cual deben cumplirse todas las cosas de que se habló por boca de los santos profetas desde el principio del mundo, y han de quedar unidas en una todas las cosas, tanto las que están en el cielo, como en la tierra. Tenemos esta obra por delante, por lo menos todo cuanto podamos realizar, dejando el resto a nuestros hijos, en cuyos corazones debemos inculcar la importancia de esta obra, instruyéndolos en el amor de la verdad y en el conocimiento de estos principios, para que cuando nosotros pasemos de esta vida, habiendo hecho cuanto podamos, ellos emprendan la obra y la continúen hasta que sea consumada.
El Señor bendiga a esta familia afligida [de la hermana Emma Wells] y los consuele en su pérdida. Los que mueren en el Señor no gustarán la muerte. Cuando Adán comió el fruto prohibido, fue echado de la presencia de Dios a las tinieblas de afuera; es decir, quedó excluido de la presencia de su gloria y el privilegio de su sociedad, que fue la muerte espiritual. Esta fue la primera muerte; verdaderamente fue muerte, porque quedó excluido de la presencia de Dios; desde ese día la posteridad de Adán ha estado padeciendo el castigo de la muerte espiritual, que es el destierro de la presencia del Señor y de la sociedad de seres santos. Esta primera muerte será también la segunda muerte. Ahora estamos viendo los restos de nuestra hermana fallecida; la parte inmortal de ella se ha ido. ¿Adonde? ¿A las tinieblas de afuera? ¿Excluida de la presencia de Dios? No; antes ha nacido de nuevo en su presencia, restaurada o nacida de muerte a vida, a inmortalidad y gozo en su presencia. Esta, pues, no es muerte; y así es con todos los santos que mueren en el Señor y el convenio del evangelio. Vuelven de en medio de la muerte a la vida, donde la muerte no tiene poder. No hay muerte sino para aquellos que mueren en el pecado, sin la esperanza segura y firme de la resurrección de los justos. No hay muerte cuando continuamos en el conocimiento de la verdad y tenemos esperanza de una resurrección gloriosa. La vida y la inmortalidad salen a luz por medio del evangelio; de modo que, aquí no hay muerte; aquí hay un sueño tranquilo, un descanso pacífico por una corta temporada y entonces saldrá nuevamente para disfrutar esta morada. Si falta alguna cosa concerniente a las ordenanzas de la Casa del Señor, que se haya omitido o no realizado, estas cosas podrán efectuarse a favor de ella. Aquí están su padre y madre, sus hermanos y hermanas; ellos saben las ordenanzas que es necesario efectuar a fin de lograr todo beneficio y bendición que le habría sido posible recibir en la carne. Estas ordenanzas nos han sido reveladas para este propósito mismo, a fin de que naciésemos de en medio de las tinieblas a la luz; de la muerte a la vida.
De manera que vivimos; no morimos; no pensemos en la muerte, antes pensemos en la vida, inmortalidad, gloria, exaltación y en ser vivificados por la gloria del reino celestial y recibir de la misma, sí la plenitud. Este es nuestro destino; ésta es la posición exaltada que podemos lograr; y no hay poder que pueda privarnos o despojarnos de ella, si somos fieles y leales al convenio del evangelio (Discurso en los funerales de Emma Wells, en JD., 19:259-261, 263-265).
La resurrección
Guiado por el Espíritu del Señor Jesús, por la fe en Dios, en el testimonio de sus profetas y las Escrituras, acepto la doctrina de la resurrección con todo el corazón y me regocijo en su confirmación por parte de la naturaleza, mediante el despertar que ocurre cada primavera sucesiva. El Espíritu de Dios me testifica y me ha revelado, a mi completa satisfacción personal, que hay vida después de la muerte y que el cuerpo que sepultamos aquí se reunirá con nuestro espíritu, y llegará a ser un alma perfecta, capaz de recibir una plenitud de gozo en la presencia de Dios (IE, marzo, de 1913, 16:509- 510).
























