Doctrina del Evangelio

Capítulo 33

La resurrección


La resurrección

Es cierto que todos estamos revestidos de lo mortal, pero nuestros espíritus existieron mucho antes que toma­ran sobre sí este cuerpo que ahora habitamos. Cuando este cuerpo muere, el espíritu no muere; es un ser in­mortal, y cuando es separado del cuerpo, emprende el vuelo al lugar que se le ha preparado y allí espera la resurrección del cuerpo, cuando el espíritu nuevamente volverá a ocupar este cuerpo que habitó en este mundo.

Este grande y glorioso principio de la resurrección ya no es una teoría, como algunos piensan, sino un hecho consumado que ha sido comprobado al punto de resistir con éxito toda contradicción, duda o controversia, Job, que vivió antes de la resurrección de Cristo, inspirado por el espíritu de profecía, vio el tiempo de la resurrec­ción. El comprendió el hecho; entendió los principios y conoció el poder y designio de Dios para llevarlo a cabo, y predijo que se efectuaría. Declara: “Yo sé que mi Reden­tor vive, y al fin se levantará sobre el polvo.” Y dice además: “Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (Job 19:25, 26). Él tenía su mira en algo que aún no se realizaba, algo que jamás se había hecho en este mundo antes de su época. No se lle­vó a efecto sino hasta mucho después de sus días. Habien­do recibido el espíritu del evangelio y de revelación, quedó capacitado para mirar adelante hacia un tiempo que aún no existía, y pudo ver que era levantado de los muertos su cuerpo que se había deshecho y vuelto polvo. Lo que él vio por el ojo de la fe ha llegado a ser histo­ria verdadera para nosotros, y poseemos no solo el relato de lo sucedido, sino conocimiento por el testimonio del Espíritu Santo de que es verdad. Por tanto, no nos halla­mos en la situación de Job; vivimos en los postreros tiempos que abundan grandes y gloriosos aconteci­mientos, y uno de los más grandes entre todos es este glorioso principio de la resurrección de los muertos, que no es ya meramente una profecía, una esperanza anhe­lada o promesa profética, sino una realidad; porque mucho antes de nuestra época, efectivamente se ha cum­plido. El propio Cristo quebrantó las barreras de la tum­ba, conquistó la muerte y el sepulcro y al resucitar fue hecho “primicias de los que durmieron”. Pero, dirá al­guien, ¿cómo podemos saber que Jesús fue muerto o resucitó? Tenemos evidencia suficiente para establecer que Jesús fue crucificado y resucitado. Tenemos el testi­monio de sus discípulos, y ellos proporcionan evidencias irrefutables de que presenciaron su crucifixión y vieron las heridas de los clavos y de la lanza que recibió en la cruz. También testifican que su cuerpo fue depositado en un sepulcro en el cual ninguno había sido puesto aún, e hicieron rodar una gran piedra a la entrada y se fueron.

Sin embargo, los sacerdotes principales y fariseos no estaban satisfechos con la crucifixión y sepultura de nues­tro Señor y Salvador; se acordaron que viviendo aún ha­bía dicho que después de tres días resucitaría, de modo que pusieron una fuerte guardia para vigilar el sepulcro y pusieron un sello sobre la piedra, no fuera que Sus discípulos llegaran de noche y se robaran el cuerpo y dijeran al pueblo: “Resucitó de los muertos”; y con ello perpetuar un fraude en el mundo.

¡Más he aquí lo asombroso! Por este acontecimiento los guardas incrédulos llegaron a ser testigos del hecho de que descendió un personaje celestial quien quitó la piedra y que Jesús salió. Los discípulos dan testimonio y testifican de la resurrección, y su testimonio no puede ser impugnado. De modo que está en vigor, y es verda­dero y fiel.

Pero, ¿es ésta la única evidencia de que podemos de­pender? ¿No tenemos otra cosa más que el testimonio de discípulos antiguos en qué basar nuestras esperanzas? Gracias a Dios que tenemos más; y la evidencia adicio­nal que poseemos, nos habilita para ser testigos de la verdad del testimonio de los antiguos discípulos. Recu­rrimos al Libro de Mormón, y éste testifica de la muerte y resurrección de Jesucristo en términos claros e inequí­vocos; podemos ir al libro de Doctrinas y Convenios que contiene las revelaciones de esta dispensación, y hallamos allí evidencia clara y bien definida. Tenemos el testimo­nio del profeta José Smith, el testimonio de Oliverio Cowdery y el de Sidney Rigdon, que vieron al Señor Jesús —el mismo que fue crucificado en Jerusalén y que Él se manifestó a ellos. José y Sidney testifican al res­pecto:

“Nosotros, José Smith, hijo, y Sidney Rigdon, estando en el Espíritu, el día dieciséis de febrero del año mil ochocientos treinta y dos.

“Fueron abiertos nuestros ojos e iluminados nuestros entendimientos por el poder del Espíritu al grado de po­der ver y comprender las cosas de Dios.

“Aun aquellas cosas que existieron desde el principio, antes que el mundo fuese, las cuales el Padre decretó por medio de su Hijo Unigénito que está en el seno del Padre desde el principio,

“de quien damos testimonio, y el testimonio que da­mos es la plenitud del evangelio de Jesucristo, que es el Hijo, a quien vimos y con quien conversamos en la visión celestial” (D y C 76:11-14).

Fueron llamados para ser testigos especiales de Jesu­cristo y de su muerte y su resurrección.

Tenemos también el testimonio de la crucifixión y re­surrección dado por los antiguos discípulos que vivieron en este continente. Encontraréis su testimonio escrito en el Libro de Mormón. Los discípulos que vivieron en este continente, se dieron cuenta de lo que había ocurrido en Jerusalén; porque el Señor le mostró estas cosas. Después de su resurrección, se manifestó a sus discípulos sobre este continente y les mostró las heridas que había reci­bido en el Calvario. Lo vieron en la carne y dan testi­monio de ello, y su testimonio es verdadero. Tenemos el testimonio de muchos testigos; tenemos el testimonio de once testigos especiales del origen divino del Libro de Mormón, libro que testifica de la resurrección de Cristo, dado que contiene los anales de los profetas y discípulos de Cristo sobre este continente, con lo que se confirman sus testimonios.

¿Es ésta toda la evidencia que tenemos? No. José Smith declaró osadamente al mundo que si el género humano se arrepintiera sinceramente de sus pecados y se bauti­zara autorizadamente, no sólo recibiría la remisión de sus pecados, sino que por la imposición de manos ten­drían el Espíritu Santo, y sabrían de la doctrina por sí mismos. De modo que todos los que obedecen la ley y permanecen en la verdad llegan a ser testigos de ésta y otras verdades igualmente grandes y preciosas. En la ac­tualidad hay miles de Santos de los Últimos Días que viven en Utah y por todo el mundo, que han logrado la posesión de estas cosas, tanto hombres como mujeres. Si con nuestros hechos y con el corazón testificamos de nues­tra determinación de cumplir el padecer y la voluntad del Señor, recibiremos esta certeza doble de una gloriosa resurrección y podremos decir como dijo el profeta Job —y su declaración fue gloriosa:

“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán y no otro” (Job 19:25-27). Miles han recibido este testimonio y pueden testificar ante Dios y hacerlo de corazón, que saben estas cosas.

Yo doy mi testimonio, y ciertamente es de igual vigor y efecto, en caso de ser cierto, que el testimonio de Job, los testimonios de los discípulos de Jerusalén, los discí­pulos sobre este continente, de José Smith o cualquier otro hombre que dijo la verdad. Todos son de igual fuer­za y surten efecto en el mundo. Si ningún hombre jamás hubiese testificado de estas cosas sobre la faz de este globo, yo quiero decir como siervo de Dios, independien­temente de los testimonios de los hombres y de todo libro que jamás se ha escrito, que yo he recibido el testimonio del Espíritu en mi propio corazón, y testifico ante Dios, ángeles y hombres, sin temor de las consecuencias, que yo sé que mi Redentor vive y que lo veré cara a cara y estaré con Él en mi cuerpo resucitado sobre esta tierra, si soy fiel; porque Dios me ha revelado esto. He recibi­do el testimonio, lo doy, y sé que es verdadero. Al testi­monio de los discípulos de Jesucristo que vivieron en Jerusalén, de los que vivieron en este continente, del pro­feta José, de Oliverio, Sidney y otros, al respecto de nuestro Redentor crucificado y resucitado, se agrega el testimonio de los Santos de los Últimos Días, porque no lo recibieron de los anteriores, sino del mismo Espíritu del cual aquéllos lo recibieron. Ningún hombre jamás re­cibirá este testimonio a menos que el Espíritu de Dios se lo revele. . .

El espíritu y el cuerpo volverán a reunirse. Nos vere­mos unos a otros en la carne, y en los mismos cuerpos que tenemos aquí mientras estamos en el estado mortal. Nuestros cuerpos saldrán tal como son sepultados, aun­que se efectuará un restauración; todo órgano, todo miem­bro del cuerpo que ha sido mutilado, toda deformación sufrida en un accidente o por alguna otra causa será restaurada y corregida. Todo miembro y coyuntura serán restaurados a su propia estructura. Nos conoceremos unos a otros y disfrutaremos mutuamente de nuestra asociación por todas las interminables edades de la eternidad, si guardamos la ley de Dios. Tenemos la responsabilidad de permanecer fieles y leales y guardar nuestros conve­nios e instruir a nuestros hijos por las vías de la santi­dad, la virtud y la verdad, en los principios del evan­gelio, para que con ellos podamos estar preparados para gozar del día perfecto y eterno (Discurso en los funera­les de James Urine, JD, 24:79-82).

De la resurrección

Creo que así como Cristo se levantó de los muertos, también se levantarán todos los fieles. Todos nos volve­remos a ver unos a otros. Yo sé que Jesús es el Cristo, que después de su muerte y sepultura se levantó de los muertos y fue hecho primicias de la resurrección. A todos los creyentes, y particularmente a los Santos de los Últimos Días, hay un dulce consuelo en este conocimiento, así como en pensar que mediante la obediencia a las orde­nanzas y principios del evangelio que Cristo nuestro Sal­vador enseñó y decretó al pueblo y sus discípulos, los hombres volverán a nacer, redimidos del pecado, se levan­tarán del sepulcro e igual que Jesús, volverán a la pre­sencia del Padre. La muerte no es el fin. Cuando noso­tros, con tristeza, entregamos nuestros seres queridos a la tumba, tenemos la seguridad, basada en la vida, palabras y resurrección de Cristo, que nuevamente nos volveremos a ver y estrecharemos sus manos y nos asociaremos con ellos en una vida mejor, donde se pone fin a la tristeza y las penas, y donde no habrá más separación.

Este conocimiento es uno de los estímulos mayores que tenemos para vivir rectamente en esta vida y pasar por la vida terrenal haciendo, sintiendo y efectuando el bien. Los espíritus de todos los hombres, en cuanto se separan de este cuerpo mortal, sean buenos o malos, son llevados, nos dice el Libro de Mormón, a ese Dios que les dio la existencia (Alma 40:11), donde se lleva a efecto una separación, un juicio parcial, y los espíritus de los que son justos son recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso, un estado de descanso, de paz, donde au­mentan en sabiduría, descansan de todas sus penas, y el cuidado y la aflicción no molestan. Los inicuos, por otra parte, no tienen parte ni porción del Espíritu del Señor, y serán echados a las tinieblas de afuera, pues se dejaron llevar cautivos del maligno motivo de su propia iniqui­dad. Y en este intervalo, entre la muerte y la resurrec­ción del cuerpo, permanecen las dos clases de almas, en felicidad o en miseria, hasta el tiempo señalado por Dios para que los muertos resuciten y sean reunidos los espí­ritus y cuerpos para comparecer ante Dios y ser juzgados de acuerdo con sus obras. Este es el juicio final.

Si el hombre ha obedecido los principios del evange­lio, utilizado su influencia para buenos fines, no ha per­judicado a nadie, ha amado la justicia y despreciado los malos hechos y ha entregado su cuerpo a ese reposo de los justos en la tumba, yo siento y sé que además del estado prometido de paz y descanso en el paraíso para el espíritu, habrá una gloriosa reunión del cuerpo y del espíritu, un refulgente despertar para él en la resurrección y un futuro subsiguiente lleno de felicidad. Cuándo será este tiempo, nadie lo sabe sino Dios, pero sabemos que todos los hombres se levantarán de los muertos. .

Ahora bien, yo sé que estas palabras son verdaderas; sé que son verdaderas por las impresiones de la inspira­ción de Dios que llena todo mi ser con este conocimien­to. Para mí, concuerdan con la sabiduría de Dios y con sus santos propósitos. Tenemos el testimonio de Cristo, el testimonio de los profetas, el susurro del Espíritu Santo; y con estas evidencias no puedo sino creer y saber que hay una resurrección de los muertos, una resurrec­ción literal y verdadera del cuerpo. No puedo creer que un Dios sabio y misericordioso crearía a un hombre como nuestro amigo y hermano, justo, honorable, honrado en todos sus tratos y en su vida, para que únicamente viviera un corto número de años, y entonces dejara de existir para siempre y nunca más fuera conocido. Así como Jesús se levantó de los muertos, también se levantará él y todos los inocentes y justos. Los elementos que compo­nen este cuerpo temporal no perecerán, no dejarán de existir, sino que en el día de la resurrección estos ele­mentos nuevamente se juntarán, cada hueso a su hueso, la carne a su carne. El cuerpo se levantará tal como es sepultado, porque no hay crecimiento o desarrollo en la sepultura; tal como es depositado, así se levantará, y el cambio a la perfección vendrá por la ley de la restitución (IE, junio de 1914, 7:621-623).

La resurrección y el juicio final

Cuando el espíritu sale del cuerpo, inmediatamente vuelve a Dios, dice el profeta, para ser consignado a su lugar, bien sea para asociarse con los justos y nobles que han vivido en el paraíso de Dios, o ser encerrado en la prisión para esperar que el cuerpo resucite de la tumba. Por tanto, sabemos que el hermano [William] Clayton ha vuelto a Dios, ha ido a recibir ese juicio parcial del Omnipotente que se relaciona con el período intermedio entre la muerte del cuerpo y su resurrección, o sea la separación del espíritu del cuerpo y su reunión consi­guiente. Este juicio sólo se dicta sobre el espíritu; pero llegará el tiempo, que será después de la resurrección, en que se unirán el cuerpo y el espíritu, cuando sobre todo hombre se decretará el juicio final. Esto va de acuerdo con la visión de Juan el Teólogo:

“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muer­tos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.

“Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos. . .

“Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda.

“Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:12-15).

Este es el juicio final que todos recibiremos después que hayamos cumplido nuestra misión terrenal.

El Salvador no terminó su obra al fallecer en la cruz, cuando exclamó: “Consumado es” (Juan 19:30). Al decir estas palabras Él no estaba refiriéndose a su gran mi­sión en la tierra, sino meramente al padecimiento que sufrió. Yo sé que el mundo cristiano dice que hablaba de la gran obra de la redención. Sin embargo, es un grave error y sirve para indicar lo limitado que era su conocimiento del plan de vida y salvación. Yo digo que se refería meramente a la agonía de la muerte y a los dolores que sentía por la iniquidad de los hombres que llegó al extremo de crucificar a su Redentor. Fue este sentimiento, y sólo esto, lo que impulsó a exclamar con la agonía de su alma: “Consumado es”, tras lo cual expiró.

Más su obra no estaba completa; de hecho, apenas ha­bía comenzado. Si hubiese concluido allí, en lugar de ser el Salvador del mundo, El, junto con todo el género humano, habría perecido irremediablemente, para nunca más salir de la tumba, porque desde el principio se desig­nó que El fuese las primicias de los que durmieron; fue parte del gran plan que El quebrantara las ligaduras de la muerte y lograra triunfar del sepulcro. Por tanto, si hubiese cesado su misión cuando entregó el espíritu, el mundo habría quedado dormido en el polvo en una muer­te interminable, para nunca jamás volver a vivir. No fue sino una pequeña parte de la misión del Salvador que se efectuó cuando padeció la muerte; de hecho, la parte menor; la mayor parte quedaba aún por hacer. Fue [consumada] en su resurrección de la tumba, en salir de muerte a vida, en reunir de nuevo el espíritu y el cuerpo para poder llegar a ser alma viviente; y hecho esto, entonces quedó preparado para volver al padre; y todo esto concordó estrictamente con el gran plan de sal­vación. Al propio Cristo, aunque sin pecado, le fue reque­rido cumplir la ordenanza exterior del bautismo, a fin de cumplir toda justicia. Así, después de su resurrec­ción de los muertos pudo volver al Padre para recibir de El el merecido encomio, bien hecho; has realizado tu obra, has cumplido tu misión, has labrado la salvación pa­ra todos los hijos de Adán; has redimido a todos los hom­bres de la tumba, y mediante su obediencia las ordenan­zas del evangelio que has establecido, también ellos pue­den ser redimidos de la muerte espiritual, volver de nuevo a nuestra presencia y participar con nosotros de gloria, exaltación y vida eterna. Y así será cuando salgamos de la tumba, cuando suene la trompeta y se levanten nues­tros cuerpos y nuevamente entren en ellos nuestros espí­ritus y se conviertan en almas vivientes para nunca más ser disueltas o separadas, sino llegar a ser inseparables, inmortales, eternas. Entonces nos presentaremos ante el tribunal de Dios para ser juzgados. Así lo dice la Bi­blia, así lo dice el Libro de Mormón y así lo dicen las revelaciones que han venido directamente a nosotros por conducto del profeta José Smith. Y entonces aquellos que no se hayan sometido a la ley celestial ni la hayan obedecido, no serán vivificados por la gloria celestial; y quienes no se hayan sometido a la ley terrestre ni la hayan obedecido, no serán vivificados por la gloria te­rrestre; y los que no se hayan sujetado ni prestado obediencia a la ley telestial, no serán vivificados por la gloria telestial, antes recibirán un reino sin gloria.

Los hijos de perdición, aquellos que en un tiempo po­seyeron la luz y la verdad, pero se apartaron de ellas, y negaron al Señor, exponiéndolo a vituperio como lo hicieron los judíos cuando lo crucificaron y dijeron: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre, nuestros hijos” (Mateo 27:25); aquellos que contra la luz y el conocimiento, con­sienten en el derramamiento de sangre inocente —a éstos será dicho: “Apartaos de mí, malditos” (Mateo 25:41); nunca os conocí; apartaos a la segunda muerte, que es el destierro de la presencia de Dios para siempre jamás, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga, de donde no hay redención, ni en tiempo ni por la eterni­dad. He ahí la diferencia entre la segunda muerte y la primera, en la cual el hombre murió espiritualmente; porque puede ser redimido de la primera por la sangre de Cristo, mediante la obediencia a las leyes y ordenan­zas del evangelio; pero de la segunda, no hay reden­ción alguna.

Leemos en el libro de Doctrinas y Convenios que el diablo tentó a Adán, y éste comió del fruto prohibido y transgredió el mandamiento, por lo que quedó sujeto a la voluntad del diablo porque cedió a la tentación, y por motivo de su transgresión “murió espiritualmente, que es la primera muerte, la misma que será la última muerte, que será espiritual, y que se pronunciará sobre los inicuos cuando yo les diga: Apartaos, malditos” (D. y C. 29:41).

Pero, ¿quiénes recibirán este castigo? Solamente aque­llos que lo merezcan; aquellos que cometen el pecado im­perdonable.

Hay también el destierro del transgresor [no los hijos de perdición] a la prisión, un lugar de castigo, sin exal­tación, sin aumento, dominio o poder, cuyos habitantes, después de su redención, podrán llegar a ser siervos de aquellos que han obedecido las leyes de Dios y guardado la fe. Tal será el castigo de aquellos que rechazan la verdad más no pecan de muerte (Discurso en los funera­les de William Clayton, (en JD, 21:10-12).

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