Doctrina del Evangelio

Capítulo 35

Vida sempiterna


Actividades de los espíritus justos después de la muerte

Mis pensamientos se vuelven a las benditas esperanzas que se transmiten a nuestras almas por medio de nuestra fe en el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, la espe­ranza que ese evangelio inculcó en nuestras almas de que estamos siguiendo los pasos de nuestro Redentor, y que todo hombre y mujer que sigue sus pasos llegará a ser como El, disfrutará de los benditos privilegios que El conoció, pasará por las diversas pruebas que El pasó y finalmente llegará a la misma meta y será bendecido con los mismos privilegios, poder y gloria y exaltación que El mismo confirmó, comprobó y cumplió en su vida, muerte y resurrección de la muerte nuevamente a la vida. No puedo concebir cosa más deseable que la que se nos asegura en el evangelio de Jesucristo, que aunque moriremos, sin embargo, volveremos a vivir; que a pesar de que morimos y nos disolvemos en los elementos natu­rales de los cuales se componen nuestros cuerpos, sin embargo, estos elementos nuevamente serán restaurados el uno al otro y serán reorganizados y nuevamente vol­veremos a ser almas vivientes como lo hizo el Salvador antes de nosotros; y que porque Él lo hizo, ahora es posi­ble que el resto de nosotros lo hagamos. No creo que pueda haber algo más gozoso que pensar en el hecho de que el Hermano Freeze, que amó a su esposa y por quién él fue amado, y la Hermana Freeze, a quien él fue fiel y la cual fue fiel a él todos los días de su asociación con él como esposa y madre, tendrán el privilegio de salir en la mañana de la primera resurrección revestidos de inmortalidad y vida eterna para reanudar la relación que existió entre ellos en esta vida, la relación de esposo y esposa, padre y madre, padres de sus hijos, ya que establecieron el fundamento de gloria eterna y exaltación eterna en el reino de Dios. La vida sin esta esperanza me parecería a mí ser vana; y sin embargo no hay nada en el mundo, que yo haya descubierto sino el evangelio de Jesucristo que da esta seguridad. Ninguna cosa lo ha indicado en una forma tangible sino el evangelio de Jesu­cristo. Jesucristo ha puesto este fundamento, ha enseñado este principio y esta verdad, y ha proclamado el memo­rable concepto de que “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive en mí no morirá eternamente” (Juan 11:25-26).

Para mí esto explica la expresión del Hermano Joseph E. Taylor, cuando dijo que no sintió la presencia de la muerte cuando fue a visitarla [Mary A. Freeze]. ¿Sentís vosotros la presencia de la muerte en este lugar? Él no la sintió en esa ocasión. Momentos antes que se apartara su espíritu, no había allí el elemento de la muerte. El elemento de disolución, es decir, la separación de lo espiritual y lo temporal, de lo inmortal de lo mortal, de acuerdo con su conocimiento ella fue fiel a todo prin­cipio mediante los cuales podría cumplir el propósito de esas palabras y recibir la confirmación de las mismas en el mundo venidero.

No me parece que sea propio o necesario que ocupe mucho tiempo, pero mientras hablaban los hermanos y hermanas, llegó como cosa natural este pensamiento a mi mente: ¿En qué se ocupará en la vida venidera? ¿Qué hará allá? Nos es dicho que no estará desocupada; no podría estarlo. En los planes de Dios no hay tal cosa como ociosidad; Dios no está complacido con el concepto de ociosidad. Él no está inactivo, y no hay tal cosa como inercia en la providencia y propósitos de Dios. Estamos creciendo y avanzando, o retrocediendo; no estamos esta­cionados; debemos crecer. Los principios de crecimiento podía verse; pero en la presencia del Espíritu del Señor y con la esperanza transmitida en el evangelio del Hijo de Dios de que “el que cree en mí aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente”, y sabiendo el hecho de que esta buena mujer había observado y efectuado, creído y seguido toda disposición que el Señor ha dado mediante la cual pode­mos prepararnos para disfrutar la plenitud de estas ben­diciones, ¿qué razón podía haber en tales circunstancias, para pensar en la muerte? No fue muerte, sino un cambio de mortalidad a inmortalidad; por cierto, de la muerte a vida eterna.

Ahora bien, yo creo que si algún alma en el mundo tiene el derecho de disfrutar o realizar estas palabras del Hijo de Dios, esta buena mujer lo tiene; porque creo que y desarrollo eternos tienen a la gloria, exaltación, feli­cidad y una plenitud de gozo. ¿Qué es lo que ella ha estado haciendo? Ha estado trabajando en el templo, en­tre otras cosas. También ha estado trabajando como mi­nistra de vida entre las mujeres jóvenes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ha obrado diligente y sinceramente tratando de persuadir a las hijas de Sion a llegar al conocimiento de la verdad que ella poseía. Parecía estar completamente establecida en la ver­dad. Jamás he descubierto el menor síntoma de duda en su mente en lo que concierne al evangelio de Jesucristo. Ha estado trabajando para hacer llegar a otras de las hijas de Sion a la misma norma de conocimiento, fe y entendimiento de los principios del evangelio de Cristo que ella misma poseía; un ángel ministrador y madre en Israel, trabajando por la salvación de otras hijas y ma­dres en Israel. ¿Se puede concebir algo mayor que un llamamiento de esa naturaleza? Entonces, como dije, ha estado trabajando en el templo. ¿Con qué objeto? Para administrar las ordenanzas que Dios ha revelado como esenciales para la salvación de los vivos y su prepara­ción para una exaltación y gloria mayores aquí y en la vida venidera, así como la redención de los muertos. ¿Po­déis concebir cosa mayor? Según mi modo de pensar, no hay cosa tan grande y tan gloriosa en este mundo como trabajar por la salvación de los vivos y la redención de los muertos. Leemos que el Salvador fue a predicar el evangelio a los espíritus encarcelados, mientras su cuer­po reposaba en la tumba. Fue parte de la gran misión que tuvo que desempeñar; fue enviado a predicar el evangelio no solamente a los que moraban en la carne, sino que fue preordenado y ungido de Dios para abrir las puertas de la prisión a los que se encontraban encar­celados, y para proclamarles su evangelio.

Siempre he creído y aún creo con toda el alma, que hombres como Pedro y Santiago y los doce discípulos que el Salvador escogió en su época, han estado ocupados todos los siglos que han pasado desde que padecieron el martirio por el testimonio de Jesucristo, en proclamar libertad a los cautivos en el mundo de los espíritus y en abrir las puertas de sus prisiones. No creo que pudieran estar ocupados en ninguna obra mayor. Su llamamiento y unción especiales que recibieron del propio Señor fue salvar al mundo, proclamar libertad a los cautivos y abrir las puertas de la prisión a los que se hallaban atados con las cadenas de tinieblas, superstición e ignorancia. Creo que los discípulos que han fallecido en esta dispen­sación —José el Profeta, su hermano Hyrum, Brigham, Heber, Willard, Daniel, John, Wilford y el resto de los profetas que han vivido esta dispensación, y que se han asociado íntimamente con la obra de la redención y otras ordenanzas del evangelio del Hijo de Dios en este mundo —están predicando ese mismo evangelio que ellos obede­cieron y predicaron aquí a los que se hallan en tinieblas en el mundo de los espíritus y que no tuvieron tal cono­cimiento antes de morir. El evangelio debe serles predi­cado; nosotros no podemos perfeccionarnos sin ellos; ellos no pueden perfeccionarse sin nosotros.

Ahora bien, de todos estos millones de espíritus que han vivido en la tierra y han muerto sin el conocimiento del evangelio, de generación en generación, desde el prin­cipio del mundo entre estos podemos estar seguros que la mitad son mujeres. ¿Quién va a predicar el evangelio a las mujeres? ¿Quién va a llevar el testimonio de Jesu­cristo al corazón de las mujeres que han muerto sin el conocimiento del evangelio? Según mi modo de pensar, la respuesta es fácil. Estas buenas hermanas que han sido apartadas, ordenadas para la obra, llamadas y auto­rizadas por la autoridad del santo sacerdocio para admi­nistrar a las de su propio sexo en la Casa de Dios, en bien de los vivos y los muertos estarán plenamente auto­rizadas y facultadas para predicar el evangelio y minis­trar a las mujeres mientras los élderes y profetas lo predican a los hombres. Las cosas por las que pasamos aquí son un tipo de las cosas de Dios y de la vida des­pués de esta. Existe una semejanza muy grande entre los propósitos de Dios según se manifiestan aquí y sus propósitos según se llevan a efecto en su presencia y reino. Los que son autorizados para predicar el evangelio aquí y están comisionados para realizar esa obra en la tierra, no estarán ociosos después que hayan fallecido, antes continuarán ejerciendo los derechos que recibieron aquí bajo el sacerdocio del Hijo de Dios para ministrar en el bien de la salvación de aquellos que han muerto sin el conocimiento de la verdad. Algunos de vosotros compren­deréis si os digo que varias de estas buenas mujeres que han fallecido ya de hecho han sido ungidas reinas y sacerdotisas para Dios y para con sus maridos, a fin de que continúen su obra y sean madres de espíritus en el mun­do venidero. El mundo no entiende esto; no puede recibirlo; o entiende lo que significa, y a veces es difícil de comprender para aquellos que debían estar bien penetra­dos del espíritu del evangelio —aun para algunos de nosotros— pero es verdad.

El Señor bendiga al hermano Freeze. Como ha dicho la Hermana Martha Tingey, la Hermana Freeze jamás pudo haber efectuado la obra que logró, de no haber sido por­que él la apoyó en sus esfuerzos. El consintió en que ella parcialmente desatendiera sus deberes domésticos a fin de trabajar en un campo más extenso por la salvación de otros. Y aquí quisiera dirigir una palabra a vosotras, madres. ¡Oh madres, la salvación, la misericordia, la vida eterna comienzan en el hogar! ¿Qué aprovechará el hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? (Véase Mateo 16:26). ¿Qué me aprovecharía, si saliera al mun­do y ganara extranjeros para el redil de Dios y perdiera a mis propios hijos? ¡Oh Dios, no permitas que pierda a los míos! No puedo perder a los míos, los que Dios me ha dado y por quienes soy responsable ante el Señor, y los cuales dependen de mí para que les dé orientación, instrucción y la influencia correcta. Padre, no permitas que pierda el interés en los míos tratando de salvar a otros. La caridad empieza por el hogar; la vida eterna debería empezar en el hogar. Yo me sentiría muy mal si más adelante se me hiciera comprender que por des­atender mi hogar, tratando de salvar a otros, yo perdí a los míos. No quiero eso. El Señor me ayude a salvar a los míos hasta donde uno puede ayudar a otros. Com­prendo que no puedo salvar a nadie, pero puedo ense­ñarles cómo se salvarán. Puedo dar el ejemplo a mis hijos en cuanto a la manera de salvarse, y es mi deber hacer esto primero; se lo debo a ellos más que a cualquier otra persona del mundo. Entonces, cuando haya logrado la obra que debo efectuar dentro de mi propio círculo familiar, permítaseme extender hasta donde pueda mi facultad para hacer el bien.

Mis hermanos y hermanas, yo sé cómo sé que vivo que José Smith fue, es y siempre será el instrumento ele­gido de Dios del Padre Eterno para poner los funda­mentos de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y establecer el reino de Dios sobre la tierra, para nunca jamás volver a ser derribado. Os lo testifico. Sé, como saber que vivo, que toda doctrina que él enseñó tiene por objeto edificar, ennoblecer, ensanchar el alma, establecer la paz y la justicia en el corazón de los hijos de los hombres y conducirlos a Dios, y no apartarlos de Él. Lo sé cómo saber que vivo. Es verdad, y doy gracias a Dios porque igual que mi querida hermana, cuyos restos terrenales están ante nosotros. Él me ha hecho creerlo y aceptarlo sin reserva. Lo creo con todo mi co­razón, así como creo que vivo y como creo en mi propia madre y padre. Esforcémonos todos por lograr esta creen­cia, y si lo hacemos, recibiremos gozo y satisfacción y entraremos en el reposo de Dios aquí mismo en el mundo; porque quienes entran en el reposo de Dios, nunca más serán perturbados por las alucinaciones del pecado y la maldad, y los enemigos de la verdad no tendrán poder en ellos.

Mi oración es que Dios nos ayude a llegar a ese punto, y las bendiciones del Señor acompañen a la familia de los Hermanos Freeze y sus hijos, para que ninguno de ellos jamás tome un camino que ocasione tristeza a su querida y santa madre. Este ha sido uno de los estímulos de mi vida, una de las cosas que ha hecho que me esfuerce en obrar lo bueno. No afligiría a mi bendita madre, sabiéndolo, por ninguna cosa del mundo. No hay cosa alguna entre mí y los cielos que compensaría la comisión de algo que afligiera o perjudicara a mi madre. ¿Por qué? Porque me amaba; habría muerto por mí una y otra vez, si tal cosa fuese posible, sólo por salvarme. ¿Por qué apenarla; por qué decepcionarla? ¿Por qué he de tomar un curso que se oponga a su propia vida y a las enseñanzas que me dio durante su vida? Porque ella me enseñó honor, virtud y verdad e integridad hacia el reino de Dios; y me enseñó no sólo por medio de sus preceptos sino por el ejemplo. No la afligiría por todo el oro del mundo. Niños y niñas, no hagáis cosa alguna que aflija a vuestra madre. Vosotros sabéis que fue un Santo de los Últimos Días; sabéis que fue fiel a sus conviccio­nes. Sed fieles como ella lo fue, y vive el Señor, que seréis exaltados con vuestra madre y tendréis la plenitud de gozo, lo cual ruego que Dios os conceda en el nom­bre de Jesús. Amén. (Discurso en los funerales de Mary A. Freeze, en YWS., marzo de 1912, 23: 128-132).

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