Doctrina del Evangelio

Capítulo 2

La eternidad de la organización familiar


El hombre y la mujer entran en el cielo

Ningún hombre entrará allí jamás sino hasta que haya cumplido su misión, porque hemos venido aquí para ser hechos conforme a la semejanza de Dios. Él nos creó en el principio a su imagen y semejanza, y nos creó varón y hembra. Jamás podríamos ser a imagen de Dios, si no fuésemos varones así como hembras. Leed las Escrituras, y veréis por vosotros mismos como Dios lo ha hecho. Nos ha creado a su propia imagen y semejanza, y aquí esta­mos hombres y mujeres, padres e hijos. Y debemos llegar a ser más y más como El: más como El en amor, en cari­dad, en perdonar, en paciencia, en longanimidad y toleran­cia; en pureza de pensamientos y hechos, en inteligencia y en todo respecto, a fin de que seamos dignos de la exaltación en su presencia. Es por esto que hemos venido a la tierra; ésta es la obra que tenemos que efectuar. Dios nos ha mostrado el camino y nos ha dado los me­dios con los cuales podemos llevar a efecto y cumplir nuestra misión sobre la tierra y perfeccionar nuestro des­tino, porque se nos ha destinado y preordinado para lle­gar a ser como Dios, y a menos que lleguemos a ser como El, nunca se nos permitirá morar con Él. Cuando lleguemos a ser como El, veréis que nos presentaremos ante El en la forma que fuimos creados, varón y hem­bra. La mujer no irá allí sola, ni el hombre llegará allí solo para reclamar la exaltación. Podrán lograr cierto grado de salvación solos, pero cuando sean exaltados ten­drá que ser de acuerdo con la ley del reino celestial. No pueden ser exaltados de ninguna otra manera, ni tampoco los vivos ni los muertos. Conviene que aprendamos algo acerca de por qué edificamos templos y por qué obramos en ellos por los muertos así como por los vivos. Lo hace­mos a fin de que podamos llegar a ser como Él y morar con El eternamente, para que lleguemos a ser hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos con Jesucristo (Sermón en el Tabernáculo, 12 de junio de 1898).

El matrimonio tiene por objeto llenar la tierra

Los que toman sobre sí la responsabilidad de la vida casada deben tener cuidado de no abusar del curso de la naturaleza, de no destruir el principio de la vida dentro de ellos ni violar ninguno de los mandamientos de Dios. El mandamiento de multiplicar y llenar la tierra que El dio en el principio, aún está en vigor para con los hijos de los hombres. Posiblemente no hay mayor pecado que puedan cometer aquellos que han aceptado este evange­lio, que el impedir o destruir la vida en la manera indi­cada. Nacemos en el mundo para que tengamos vida, y vivimos para que logremos la plenitud de gozo; y si que­remos obtener la plenitud de gozo, debemos obedecer la ley de nuestra creación y la ley mediante la cual podre­mos lograr la consumación de nuestras rectas esperanzas y deseos —la vida eterna (CR., abril de 1900, pág. 40).

Matrimonio eterno

¿Por qué nos enseñó el principio de la unión eterna del hombre y su esposa? Porque Dios sabía que éramos sus hijos aquí, que permaneceríamos hijos suyos para siempre jamás, y que éramos verdaderamente individua­ les y que nuestra individualidad era tan idéntica como la del Hijo de Dios, y por tanto, continuaría por los si­glos de los siglos, de modo que el hombre que recibiera a su esposa por el poder de Dios, por tiempo y por toda la eternidad, tendría el derecho de reclamarla, y ella reclamar a su marido en el mundo venidero. No habrá cambio en ninguno de los dos sino de mortal a inmortal; ninguno de los dos será otro sino él o ella mismos, antes poseerán su identidad en el mundo venidero precisamen­te como ejercen su individualidad y disfrutan de su iden­tidad aquí. Dios ha revelado este principio y surte su efecto en la evidencia que poseemos de la resurrección real y literal del cuerpo, tal como es y como lo han declarado los profetas en el Libro de Mormón (CR., abril de 1912, págs. 136, 137; Mosíah 15:20-23; 16:17-11; Alma 40).

Eternidad de las organizaciones familiares

Nuestras asociaciones [de familia] no tienen por ob­jeto ser exclusivamente por esta vida, por tiempo, a dis­tinción de la eternidad. Vivimos por tiempo y por la eter­nidad; establecemos asociaciones y relaciones por tiempo y por toda la eternidad. Nuestros afectos y nuestros de­seos han sido dispuestos y preparados para durar no sólo en la vida temporal o terrenal, sino por toda la eter­nidad. . . ¿Quiénes, aparte de los Santos de los Últimos Días, dan cabida al concepto de que continuaremos como organización familiar allende el sepulcro, el padre, la madre, los hijos, reconociéndose el uno al otro en las re­laciones que guardan el uno con el otro y las cuales han contraído unos y otros, siendo esta organización familiar una unidad en la grande y perfecta organización de la obra de Dios y todo ello destinado a continuar por tiem­po y por la eternidad?. . .

Estamos viviendo por la eternidad y no meramente por el momento. La muerte no nos separa el uno del otro si liemos contraído las relaciones sagradas unos con otros en virtud de la autoridad que Dios ha revelado a los hijos de los hombres. Nuestras relaciones se establecen por la eternidad. Somos seres inmortales y nuestra mira es el crecimiento que puede lograrse en la vida exaltada después que hayamos manifestado nuestra fidelidad y lealtad a los convenios que hemos concertado aquí, y en­tonces recibiremos una plenitud de gozo. . . Un hombre y una mujer que han aceptado el evangelio de Jesucris­to y han empezado la vida juntos deben ser capaces, me­diante su fuerza, ejemplo e influencia, causar que sus hijos los emulen llevando vidas de virtud, honor y de integridad al reino de Dios, lo cual redundará en su pro­pio beneficio y salvación. Ninguno, mejor que yo, puede aconsejar a mis hijos con mayor sinceridad y solicitud por su felicidad y salvación; nadie tiene mayor interés en el bienestar de mis propios hijos que yo. No puedo estar satisfecho sin ellos; son parte de mí; son míos; Dios me los ha dado, y quiero que sean humildes y sumisos a los requisitos del evangelio. Quiero que hagan lo recto y sean juntos en todo respecto, a fin de que sean dignos de la distinción que el Señor les ha concedido de contar­los entre su pueblo del convenio, un pueblo escogido so­bre todos los demás porque se han sacrificado por su propia salvación en la verdad.

Las modas del mundo

Hablando de las modas del mundo, no es mi deseo decir mucho acerca del asunto, pero sí creo que vivimos en una época cuya tendencia misma es hacia el vicio y la maldad. Creo que hasta un grado muy elevado las modas del día, y especialmente las modas de las mujeres, tienden hacia la maldad y no hacia la virtud o la modes­tia, y deploro este hecho tan palpable, pues lo vemos por todos lados. . . Los jóvenes quieren tener casas sun­tuosas, lujosas en todo respecto y tan moderna como la de cualquier otro, antes de casarse. Creo que es un error; creo que los jóvenes y también las señoritas deben estar dispuestos, aun en esta época y en las situaciones actua­les, a asumir juntos los vínculos sagrados del matrimo­nio y abrirse camino al éxito, hacer frente a sus obstácu­los y dificultades y continuar juntos hasta el éxito, coope­rando en sus asuntos temporales a fin de poder lograrlo. Entonces aprenderán a amarse mejor el uno al otro, se­rán más unidos durante sus vidas y el Señor los bende­cirá más abundantemente.

Impidiendo el nacimiento de hijos

Lamento, creo que es una maldad atroz, que exista entre cualquiera de los miembros de mi Iglesia el senti­miento o deseo de impedir el nacimiento de sus hijos. Creo que es un crimen, cualquiera que sea la ocasión, cuando el marido y su mujer gozan de salud y vigor y se hallan libres de impurezas que pudieran transmitir a su posteridad. Creo que cuando las personas empiezan a restringir o evitar el nacimiento de sus hijos, con el tiempo van a segar desengaños. No me refreno en decir que creo que éste es uno de los crímenes mayores del mundo en la actualidad, esta práctica inicua (RSM., junio de 1917, 4:316-318).

La importancia de casarse dentro de la Iglesia

Se me perdonará —ya que me parece que en todas partes es bien sabido que digo lo que pienso si es que voy a hablar— si os digo a vosotros, mormones, judíos y gentiles, creyentes e incrédulos presentes en esta con­gregación, prefiero llevar a uno de mis hijos al sepulcro que verlo apartarse de este evangelio. Más bien llevaría a mis hijos al cementerio y verlos sepultados en su ino­cencia, que verlos contaminados con las maneras del mun­do. Yo mismo preferiría ir al sepulcro, que estar unido a una esposa fuera de los vínculos del nuevo y sempi­terno convenio. Así es de sagrado para mí; pero algunos miembros de la Iglesia no consideran el asunto en igual manera. Algunos piensan que es poca la diferencia en que una señorita se case con un hombre en la Iglesia, lleno de la fe del evangelio, o con un incrédulo. Algunos de nuestros jóvenes se han casado fuera de la Iglesia; pero son bien pocos los que han hecho esto que no han llegado al fracaso. Yo quisiera ver a varones Santos de los Últimos Días casarse con mujeres de los Santos de los Últimos Días, y metodistas casarse con metodistas, cató­licos con católicos, presbiterianos con presbiterianos, etc. Consérvense dentro de los límites de su propia fe e igle­sia. No viene a mi pensamiento otra cosa, en el sentido religioso, que pudiera afligirme más intensamente que ver a uno de mis hijos casarse con una joven incrédula, o a una de mis hijas casarse con un hombre incrédulo. Mientras viva, y si quieren escuchar mi voz, podréis estar seguro de ello, ninguno de ellos jamás lo hará, y pluguiera a Dios que todo padre en Israel lo considerara como yo, y lo llevase a efecto tal como es mi intención (CR., octubre de 1909, págs. 5, 6.)

No hay casamiento en el cielo

¿Por qué enseñó Jesús la doctrina de que nadie se casa ni se da en casamiento en la otra vida? ¿Por qué enseñó la doctrina de que el Padre instituyó el matrimo­nio, y que tuvo por objeto que se efectuara en este mun­do? ¿Por qué reprendió a los que intentaron tenderle una trampa cuando le plantearon el ejemplo de la ley de Moisés, porque Moisés escribió la ley que Dios le había dado, de que si un hombre se casaba en Israel y moría sin tener hijos, era el deber de su hermano tomar su viuda y levantar descendencia a su hermano, y cuan­do siete de estos hermanos —indudablemente un proble­ma que estos hombres presentaron al Salvador a fin de confundirlo, de ser posible— la habían tenido por espo­sa, a cuál de ellos pertenecería en la resurrección, ya que se habían casado con todos? Jesús les declaró: “Erráis ignorando las escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22:23-33). No entendían el principio de sellar por esta vida y por toda la eternidad; que lo que Dios ha unido, ni el hombre ni la muerte puede apartarlo. (Mateo 19: 6). Se habían extraviado de este principio; había caído en el desuso entre ellos; habían cesado de entenderlo y por consiguiente, no comprendían la verdad; pero Cristo la comprendía. La mujer sólo podía ser, en la eterni­dad, la esposa del hombre al cual mediante el poder de Dios ella había sido unida por la eternidad, así como por esta vida; y Cristo entendió el principio, pero no echó sus perlas delante de los cerdos que lo tentaban (CR., abril de 1912, pág. 136).

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