Doctrina del Evangelio

Capítulo 41

La mano orientadora de Dios en la historia de la Iglesia


Se ve la mano orientadora de Dios en la historia de la Iglesia

Con relación a este asunto, tal vez me sea propio, con­secuente y oportuno expresar que cada miembro indivi­dual de la Iglesia que se ha reunido aquí esta mañana es un hombre o una mujer libre, y que posee en el máxi­mo grado todas las habilidades y características de la libertad, independiente, en lo que atañe a actos y elec­ción individuales, de cualquier otro hombre y cualquiera otra mujer que estén presentes. Siendo esto un hecho, la unanimidad manifestada por parte de la congregación referente a los pasos que se han dado, corroboran la creencia en la afirmación que hago, que los miembros de esta congregación ciertamente están de conformidad con la voluntad del Padre. Están unidos y de acuerdo; sus simpatías están el uno con el otro y con la causa que representan. Sus corazones están en la obra que des­empeñan, y esto por motivo de su elección, ya que han considerado detenidamente todos los asuntos relacionados con su posición en la Iglesia y con el paso que han dado hoy; han mostrado voluntariamente, sin coerción, com­pulsión, ni restricción, salvo el constreñimiento de sus propias conciencias, que están completamente de acuer­do, son uno, y por tanto, tienen el derecho de ser reco­nocidos por el Maestro como suyos y de Él. Creo que en ninguna parte del mundo puede encontrarse un pue­blo más libre, independiente o inteligente, con mayor li­bertad para escoger el curso que han de tomar en la obra que realizan y en todo lo que tienen que hacer; que los Santos de los Últimos Días.

No hay miembro acreditado de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en ninguna parte del mundo hoy, que no lo sea por causa de la independencia de su carácter, por motivo de su inteligencia, sabiduría y habilidad para juzgar entre lo correcto y lo incorrec­to y entre el bien y el mal. No hay miembro acreditado de la Iglesia de Jesucristo en ninguna parte, si está llevando una vida juiciosa, que no alzaría la mano con­tra la maldad, el error, el pecado, la transgresión de las leyes de Dios, la injusticia o vicio de cualquier clase, con igual libertad e independencia y con firme determi­nación como cualquier otro hombre o mujer en el mundo.

Me siento agradecido por tener el privilegio en este momento de expresar mi concepto, firme creencia y co­nocimiento del verdadero carácter de los Santos de los Últimos Días por todo el mundo. Y cuando digo Santos de los Últimos Días, me refiero a los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días fundada por Dios, por intermedio y conducto del Profeta José Smith, a quien Dios eligió, ordenó, habilitó y auto­rizó para poner los fundamentos de la Iglesia de Jesu­cristo, para nunca más ser destruida ni dejada a otro pueblo, para nunca más cesar, antes para continuar hasta que los propósitos de Dios lleguen a su madurez y se realicen para la salvación de los hijos de los hombres y para la redención de los vivos y de los muertos que falle­cieron sin el conocimiento del plan de vida y salvación. Al decir esto, estoy declarando los resultados de mi expe­riencia en mi asociación con hombres tales como los que establecieron los cimientos de la Iglesia de Jesucristo, desde el Profeta José Smith hasta este momento.

En mi niñez conocí al Profeta José Smith. Lo he escu­chado predicar el evangelio que Dios confió a su cargo v cuidado. En mi niñez me sentía tan familiar en su hogar y con su familia, como bajo el techo de mi propio padre. He retenido el testimonio del espíritu que se me inculcó como niño, y que recibí de mi santa madre: la firme creencia de que José Smith era un Profeta de Dios; que fue inspirado como ningún otro lo fue en su genera­ción, o por siglos antes; que Él lo había escogido para poner el fundamento del Reino así como de la Iglesia de Dios; que por el poder de Dios él pudo sacar a luz la historia de los antiguos habitantes de este continente para revivir y revelar al mundo la doctrina de Jesu­cristo, no sólo como la enseñó entre los judíos en Judea, sino como también la enseñó y fue escrita —con mayor claridad y sencillez en este continente, entre los descen­dientes de Lehi. En mi niñez quedé profunda y firme­mente impresionado por el pensamiento y la creencia en mi alma de que las revelaciones que se habían dado a José el Profeta y por intermedio de él, cual se hallan en este libro de Doctrinas y Convenios, eran la palabra de Dios tal como lo eran las de los antiguos discípulos cuando dieron testimonio del Padre y del Hijo. Esa im­presión grabada en mi niñez me ha acompañado en todas las vicisitudes de más de sesenta años de experiencia efectiva y práctica en el campo de la misión entre todas las naciones del mundo, y en casa en medio de los sier­vos autorizados de Dios que oficiaban en el nombre del Padre y del Hijo para propagar, edificar e impulsar hacia adelante la obra inaugurada por medio del joven José Smith.

También en mi niñez se me instruyó a creer en la divi­nidad de la misión de Jesucristo. Mi madre, que fue verdaderamente una santa, me enseñó que Jesucristo es el Hijo de Dios, que de hecho no era otro sino el Uni­génito de Dios en la carne y que, por tanto, no tiene otro Padre y autor de su existencia en el mundo, sino Dios el Padre Eterno. Estas enseñanzas recibí de mi pa­dre (Hyrum Smith)., del Profeta José Smith, por conducto de mi madre (Mary Fielding Smith), que aceptó el evan­gelio porque creyó en el testimonio de José Smith, y en el honor, integridad y veracidad de su esposo; y he sos­tenido esa creencia todos los días de mi niñez y todos los años he pasado en el mundo. Por cierto, jamás ha habido ninguna duda grave en mi mente, ni aún en mi niñez; y cuando sólo podía entender imperfectamente las cosas relacionadas con la divinidad de la misión del Hijo de Dios, yo la aceptaba como verdadera en el sentido en que sólo puede ser verdadera; porque en ningún otro respecto, sino en el sentido literal, según se describe en las Escrituras de verdad divina y en los testimonios de los profetas, puede ser cierto que Jesucristo es el Hijo de Dios. Yo lo creo, lo he creído toda mi vida; pero le debo al Profeta José Smith la firme e inalterable confir­mación de esa creencia, que hasta ha llegado a ser en mi alma un conocimiento de la verdad; y en tanto que he continuado en la palabra del Señor, yo creo que he sido conducido a conocer la verdad. Creo que poseo esa libertad que viene de conocer la verdad que enseña a todos los hombres rectitud, virtud, honor, fe, caridad, deseo de perdonar, misericordia, longanimidad, pacien­cia y devoción a lo que es bueno y abstinencia de lo que es malo.

La verdad os hará libres. (Juan 8:32) ¿Libres de qué? Del error, de la duda y la incertidumbre; libres de la incredulidad, de los poderes de las tinieblas, de la posi­bilidad de ser tentados más de lo que vuestras fuerzas pueden soportar, sino más bien resistir el error y huir aun de la apariencia del pecado. Esta verdad convierte al hombre en un Santo de los Últimos Días. Este conoci­miento de la verdad os hace libres para adorar a Dios y amarlo con todo vuestro corazón, mente y fuerza; y para hacer lo que le sigue, amar a vuestro prójimo lo más que os sea posible, como os amáis a vosotros mismos.

La verdad que yo he recibido me enseña que José Smith fue un Profeta de Dios, me enseña a aceptar sin más condición que la aceptación completa y libre de esa verdad, que Dios Omnipotente, el Padre de Jesucristo, el Padre de nuestros espíritus, el Hacedor del cielo y la tierra, condescendió bajar en persona a esta nuestra ma­dre tierra, acompañado de su Hijo amado, para manifes­tarse a José Smith. Yo lo creo. La verdad me ha hecho sentir que debe ser cierto. No puede ser error, porque el Señor Dios Omnipotente nunca habría erigido la estruc­tura que ha levantado sobre el testimonio del Profeta José Smith, si se hubiese fundado en el error o en la mentira. Este pueblo jamás habría podido combinarse y adherirse unos y otros; jamás podrían haberse unido; nunca habrían estado en tan perfecto acuerdo; nunca habrían podido ser uno, para que Dios los reconociera como suyos, si hubiésemos estado edificando sobre el error. Si nuestros fundamentos estuvieran basados en la mentira y la injusticia, esto no podría ser. Más el Señor es la causa de esto. José Smith no fue el fundamento; él no fue el responsable, sino al grado que obedeció a la voluntad del Padre. Dios es el responsable de esta obra. Del Señor Omnipotente son las promesas concernientes a esta obra, no de José Smith, ni de Hyrum Smith. Ningún hombre ha declarado promesas verdaderas referentes al futuro de Sion y la edificación del reino de Dios sobre la tierra, a menos que Dios lo haya inspirado para que hiciera tal cosa. El hombre de sí mismo nunca ha hecho nada de esto. El Señor está por abajo; está arriba; está por en medio de toda su obra, y cada fibra de la misma está en sus manos y se mueve por su poder y por la inspiración de su Santo Espíritu. Este es mi testimonio a vosotros.

Creo en la divinidad de Jesucristo porque, más que nunca, estoy más próximo a la posesión del conocimiento verdadero de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, mediante el testimonio de José Smith contenido en este libro de Doctrinas y Convenios, de que él lo vio y oyó, de que recibió instrucciones de Él, que obedeció dichas instrucciones y que hoy se levanta ante el mundo como el último grande y real testigo de la divinidad de la misión de Cristo y de su poder para redimir al hombre de la muerte temporal y también de la segunda muer­te, que resultará de los propios pecados del hombre a causa de su desobediencia a las ordenanzas del evangelio de Jesucristo. Gracias a Dios por José Smith. Habiendo aceptado esta gran verdad y su narración de la misma, creo en su misión.

El acontecimiento más grande que se ha verificado en el mundo desde la resurrección del Hijo de Dios del sepulcro y su ascensión a los cielos, fue la visita del Padre y del Hijo al joven José Smith con objeto de pre­parar el camino para poner los fundamentos de su reino —no el reino del hombre— para nunca jamás cesar ni ser derribado. Habiendo aceptado esta verdad, encuentro que es fácil aceptar todas las demás que él anunció y declaró durante su misión de catorce años en el mundo. Jamás enseñó una doctrina que no fuera verdadera; nun­ca practicó una doctrina que no le fue mandado obede­cer. Jamás defendió el error; no fue engañado. El vio; oyó; hizo lo que le fue mandado hacer; y por tanto, Dios es el responsable de la obra efectuada por José Smith, no José Smith. El Señor es responsable, no el hombre.

Me da gozo expresar a esta congregación mi conoci­miento de los sucesores de José Smith. Ellos me criaron en parte, podríamos decir. En otras palabras, viajé por los desiertos al lado de mi yunta de bueyes, siguiendo al Presidente Brigham Young y sus compañeros, a estas llanuras, desoladas cuando por primera vez llegamos a este valle. ¡Creía en él en esa época y lo conozco ahora! Creí en sus colaboradores y los conozco ahora, porque viví, dormí, y viajé con ellos; los escuché predicar, ense­ñar, exhortar; y vi su sabiduría, que no era la sabiduría del hombre, sino de Dios Omnipotente. Cuando el Presi­dente Young plantó su pie en este lugar desértico, lo hizo en medio de persuasiones, oraciones y peticiones por parte de los Santos de los Últimos Días que habían salido y llegado a las costas de California, esa tierra hermosa y rica, semitropical, con una abundancia de recursos que ninguna región interior podría poseer, invitando y llaman­do a colonos en esa época, y precisamente la clase de colonos que el Presidente Brigham Young pudo haber llevado allí: personas honradas, firmes en su fe, que es­taban fundadas en el conocimiento de la verdad, la jus­ticia y en el testimonio de Jesucristo, que es el espíritu de profecía, y en el testimonio de José Smith, que era una confirmación del Espíritu de Cristo y de su misión.

Estas personas suplicaron al Presidente Young: “Ve­nid con nosotros —decían—vayamos a la costa. Vamos donde las rosas florecen todo el año, donde la fragancia de las flores perfuma el aire de mayo a mayo, donde reina la belleza, donde se encuentran los elementos de la riqueza y sólo falta desarrollarlos. Venid con nosotros.”

“—No —dijo el Presidente Young— permaneceremos aquí y haremos que el desierto florezca como la rosa. Daremos cumplimiento a las escrituras permaneciendo aquí.»

Yo lo oí decir a uno de los jóvenes del Batallón (Mor­món) que volvió de California con una pequeña bolsa de cuero llena de pepitas de oro, y la sacudió en la cara del Presidente Young y le dijo: “Mire lo que podríamos lograr si nos fuésemos a California” ¡La tierra está llena de oro!

Pero el Presidente Young lo señaló con el dedo (yo estaba presente, y lo vi y oí) y le dijo: “Hermano. . . us­ted puede ir a California si quiere. Los que quieran ir pueden hacerlo, pero nosotros nos quedaremos aquí; y quiero decirle que los que permanezcamos aquí y obe­dezcan este consejo, en pocos años podrán comprar, no una sino diez veces, cuanto tenga cada uno de los que vayan a California.”

(El Obispo George Romney: “Es verdad, yo conozco a ese hombre.”)

Pero, válgame, ¿qué sabía el Presidente Young acerca de Utah en aquella temprana época? No sabíamos que hubiese siquiera un pedazo de carbón en la tierra. Yo mismo pasé el primer otoño e invierno después de nues­tra llegada a este valle acarreando leña desde el cañón de Millcreeck y el de Parley; y durante ese otoño e in­vierno transporté desde dichos cañones cuarenta cargas de leña con mis bueyes y carro. Con cada carga que cortaba y transportaba, se disminuía el abastecimiento de leña para lo futuro; y me decía a mí mismo: “¿Qué haremos cuando se agote la leña? ¿Cómo viviremos aquí cuando no tengamos más combustible? Porque se está acabando rápidamente. Seguí esta ocupación hasta que llegué a tardarme tres días en las montañas con mi carro y mi yunta de bueyes para poder completar una carga de leña que usaríamos en el invierno, y ¿qué íbamos a hacer? No obstante, el Presidente Young había dicho: “Este es el lugar.”

Ordinariamente nuestro criterio y nuestra fe, se ha­brían visto sujetos a una dura prueba, a causa de la decisión del Presidente, si no hubiéramos tenido confianza implícita en él. Si no hubiéramos sabido que era el por­tavoz de Dios, el sucesor verdadero y legítimo del Pro­feta José Smith en la presidencia de la Iglesia de Jesu­cristo de los Santos de los Últimos Días, habríamos im­pugnado su sabiduría y nuestra fe habría titubeado en su promesa y palabra; pero no, creímos en él y perma­necimos; y en lo que a mí concierne, todavía estoy aquí y es mi intención permanecer el tiempo que el Señor quiere que me quede. ¿Y qué ha resultado?

Nuestros buenos amigos del Este solían venir aquí en los primeros días para reprocharnos. Decían “Pero si esto es el cumplimiento de la maldición de Dios sobre vosotros. Habéis sido echados de las tierras fértiles de Illinois y Misuri a un desierto, a una tierra de sal.” Yo les decía: “Sí, aquí tenemos sal suficiente para salvar al mundo, gracias a Dios, y con el tiempo encontraremos la manera de usarla.”

Pues bien, antes que se acabara la leña por completo en las montañas, descubrimos carbón en el Condado de Summit, y entonces empezamos a descubrirlo en todas las montañas cercanas y seguimos descubriéndolo, hasta que por fin hemos sabido que tenemos suficiente carbón en Utah para abastecer de combustible al mundo entero por cien años, si quieren venir por él. Lo tenemos aquí mismo, en cualquier cantidad; y en California no lo hay, tienen que venir aquí para obtener su carbón.

Descubrimos que esta región era en verdad la tierra de minas de oro, que aquí hay abundancia de plata y oro, más que en California. Hemos descubierto ahora que algunas de nuestras montañas prácticamente se com­ponen de cobre, y los hombres están sacando millones de toneladas de cobre de las montañas, por decirlo así, y convirtiéndolo en dinero en el curso de sus negocios; y gracias al Señor que no tenemos que ir hasta Liverpool a comprar la sal que usamos para fabricar mantequilla. Aquí mismo la tenemos, tan buena y tan pura como la mejor que pueden tener en Inglaterra o en cualquier otra parte del mundo; y esta tierra de sal ha probado ser un beneficio, un consuelo y una bendición imposible de describir.

Cuando llegó aquí el ejército en 1858, necesitábamos balas para salir al encuentro del General Johnson y sus fuerzas que se aproximaban — no para matarlos; no queríamos las balas para matarlos, las queríamos sólo para darles un susto. Unos de nuestros jóvenes salieron a las montañas con su pico y pala, y desenterraron plomo con una pequeña mezcla de plata. Trajeron el metal, improvisaron un horno pequeño y produjeron algunas tone­ladas de plomo. Tuve el honor de asociarme con esa pe­queña compañía de hombres, y llevé a casa unos quince o veinte kilos de plomo que sacamos del cerro con sólo el pico y la pala.

Cuando llegué a la oficina para informar al Presiden­te Young de haber regresado de mi misión de más de tres años, el ejército se aproximaba y me dijo:

—José, ¿tienes caballo?

—Sí, señor —le respondí.

—¿Tienes un rifle?

—Sí, señor.

—¿Tienes municiones?

—No, señor.

—Bien, preséntate al Hermano Rockwood en la comi­saría, y él te dará municiones; toma tu rifle y sal al frente.

Volví a casa y pasé la noche en vela fabricando balas del plomo que había traído de las montañas, me presenté al día siguiente al Hermano Rockwood, recibí un pedazo de queso y unas galletas y me dirigí hacia el frente sobre mi caballo, acompañado de un hermano político. Pasé el invierno de 1858, toda la primavera y parte del verano de 1859, vigilando las tropas del Tío Sam, y jamás heri­mos a ninguno, ni uno solo. Jamás molestamos a un solo individuo; pero sí les estorbamos el paso, y pasaron todo el invierno en su campamento en Fort Bridger; y cuando les enviamos sal para salvarlos, la rechazaron porque te­nían miedo de que hubiera en la sal algo más que el puro sabor; pero os aseguro que la sal era pura y buena.

Poco antes de esos días, yo había sido labrador. Te­nía que arar mi tierra y cultivarla, pero no tenía ni una hoja de pasto o heno para dar de comer a mis animales, y ¿cómo iba yo a realizar mi trabajo esa primavera? En esa época este valle producía sumamente poco heno. En­ganché mis caballos, y mi hermano y yo viajamos unos noventa y seis kilómetros hacia el norte, volvimos con dos cargas de pasto silvestre, y lo transportamos otros noventa y seis kilómetros para alimentar a nuestros ani­males a fin de poder arar nuestra tierra. Solía ponerme a pensar cómo íbamos a poder vivir en Utah sin alimento para nuestros animales. Justamente en esa época el Señor envió un puñado de semilla de alfalfa al valle, y Chris­topher Layton la plantó, la regó y maduró; y con ese pequeño comienzo, Utah hoy puede producir una cosecha más abundante de heno que Illinois o Misuri. De modo que quedó allanado el asunto del heno y también del carbón. Siguió el asunto de producir alimentos de la tierra. ¡Fue una maravilla! Un buen hombre cultivó su pequeña granja durante treinta años, sin variar, y reco­gía de cuatro mil quinientos a cinco mil kilos de trigo por hectárea anualmente en su granja durante ese perío­do. De modo que la tierra es fértil, y todo es favorable aquí para Sion, donde el Presidente Young determinó que él iba a permanecer; si no nos hubiésemos quedado aquí, es claro que nos habrían dominado y tragado las multitudes que se precipitaron hacia California.

Ahora bien, mis hermanos y hermanas, sé de lo que hablo respecto de estos asuntos, porque he pasado por cada uno de sus pormenores, por lo menos desde la ex­pulsión de la ciudad de Nauvoo. En febrero de 1846 me hallaba a la orilla del río y vi cruzar el río Misisipí so­bre el hielo al Presidente Young, a los Doce Apóstoles y a cuantos habitantes de Nauvoo tenían tiros de anima­les o les era posible emigrar. El río se congeló durante uno o dos días por motivo de la fuerte helada, y esto les permitió cruzar en esa forma; y así se hizo patente la primera maravilla verdadera y manifestación de la mi­sericordia y el poder de Dios, al formarse un camino a través del Misisipí de más de kilómetro y medio de ancho, mediante lo cual nuestro pueblo pudo emprender su viaje hacia el Oeste. Yo los vi partir; mi hermano iba con ellos, y pensé si lo volvería a ver. Permanecimos allí en Nauvoo hasta septiembre de 1846, cuando fue sitiada la ciudad a fuerza del cañón y la mosqueta y mi madre y su familia se vieron obligados a llevar con­sigo cuanto pudieron sacar de la casa —su ropa de cama, ropa de vestir, el poco alimento que poseían, dejando los muebles y todo lo demás— para huir al otro lado del río, donde acampamos sin tienda ni abrigo hasta que terminó la guerra. Fue tomada la ciudad, y los miembros pobres que quedaron allí se vieron obligados a buscar abrigo en otra parte. Desde ese momento en adelante me he visto envuelto en el conflicto, lo he presenciado y experimentado desde el principio hasta el fin, y estoy satisfecho con mi experiencia.

Os doy testimonio de la divinidad de la obra que ha­béis emprendido y os doy testimonio que ha sido el poder de Dios, no el de Brigham Young o de sus co­laboradores, lo que ha conservado al pueblo junto y lo ha unido. Por ese poder habéis podido llegar hasta aquí esta mañana, y a una sola voz y con las manos en alto habéis sostenido, en el puestos para los cuales fue­ron elegidos, a los hombres que han sido llamados, nombrados y ordenados en virtud de la autoridad de Dios, para presidiros y enseñaros las cosas que es bueno enseñar, saber y cumplir, y esto traerá vida y salvación a quienes escuchen y sean obedientes.

El Señor os bendiga; el Señor bendiga a los puros de corazón en todo el mundo. Tenga misericordia el Señor de las naciones sufrientes que son afligidas por esta te­rrible calamidad de la guerra. Salve El a los pobres, a los necesitados y a los honorables entre los hijos de los hombres, para que finalmente lleguen al conocimiento de su verdad y puedan salvarse en su reino.

Mucho es lo que pudiera decirse. José Smith enseñó la edificación de templos. Difícilmente pudo concluir. José Smith fue el instrumento en las manos de Dios para revelar las ordenanzas de la casa de Dios que son esen­ciales para la salvación de los vivos y de los muertos. José Smith enseñó estos principios, y sus hermanos a quienes lo hizo, han llevado a efecto sus preceptos. Han puesto a prueba su doctrina; han obedecido sus consejos, lo han honrado a él y su misión y lo han sostenido como ningún otro hombre ha sido sostenido por pueblo alguno bajo los cielos de Dios. Así continuaremos sosteniendo a José el Profeta y la obra que ha efectuado entre los hijos de los hombres, y permaneceremos para siempre en la verdad con la ayuda de Dios. Así sea. Amén. (Sermón en el salón de Asambleas, Salt Lake City, 8 de julio de 1917).

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