Capítulo 43
Un bosquejo biográfico — Parte I
Fue John Locke, el gran filósofo característico inglés, que a la edad de treinta años escribió: “No bien me di cuenta de que estaba en el mundo, cuando me encontré en medio de una tormenta que ha perdurado hasta este momento.” Esta afirmación de Locke se aplica en manera especial a José F. Smith, una de las personalidades más grandes, más singulares y notables de ese pueblo peculiar, los Santos de los Últimos Días. Sólo que éste, se vio envuelto en la tormenta antes que pudiera darse cuenta. Es hijo de Hyrum Smith, segundo Patriarca de la Iglesia y hermano del Profeta José. Su madre fue Mary Fielding, de origen inglés, una mujer de mentalidad esclarecida fuerte, y dotada de excelentes cualidades para administrar negocios.
Sucedió durante las dificultades en Misuri. El Gobernador [Lilburn W.] Boggs había expedido su orden de exterminar a los mormones. El primer día de noviembre de 1838, mediante la despiadada traición del Coronel Hinkley, José, Hyrum y varios otros dirigentes del pueblo fueron traicionados en manos de un populacho armado al mando del General Clark. El plan era tomarlos presos, encerrarlos en la cárcel y tal vez fusilarlos. Al día siguiente, se concedió a estos dirigentes traicionados, unos breves momentos para despedirse de sus familias. Una fuerte guardia de la milicia integrada por el populacho, escoltó a Hyrum hasta su casa en Far West, y a fuerza de bayoneta, con juramentos y maldiciones, se le ordenó que se despidiera de su esposa por la última vez, porque “su destino estaba sellado”, y le fue dicho que jamás la volvería a ver. ¡Imaginemos la impresión causada en su compañera! Habría dominado y casi acabado con la vida de una persona ordinaria; pero con la fuerza natural de su mente, combinada con el cuidado sostenedor de Dios, pudo sobreponerse a esta dolorosa prueba con las congojas adicionales que la acompañaron. Fue el día 13 del mismo mes de noviembre de 1838, en medio de pillajes y las más severas aflicciones y persecución, que ella dio a luz a su primogénito, al cual se dio el nombre de Joseph Fielding Smith. En medio del frío del mes de enero siguiente, dejando a cuatro pequeñitos al cuidado de su hermana Mercy R. —hijos de su marido y de otra esposa para entonces fallecida— ella viajó en carro con su pequeño infante hasta la cárcel de Liberty, en el condado de Clay, donde el esposo y padre se hallaba detenido, sin juicio o condena judicial, sin haber cometido más ofensa que ser mormón. Se le permitió visitarlo en la cárcel, pero más tarde se vio obligada a continuar su fuga de Misurí y buscar refugio con sus niños en Illinois.
Tal fue el tempestuoso ambiente en que nació y tal la primera peregrinación del pequeño Joseph, que desde entonces ha circundado la tierra y las islas del mar promulgando y defendiendo los principios, por los cuales su padre padeció el encarcelamiento y más tarde el martirio, y por los cuales su madre pasó por inenarrables persecuciones y aflicciones.
Joseph pasó sus primeros años entre las agitaciones que culminaron en el martirio de su tío y de su padre, ese memorable día 27 de junio de 1844. Después que los Doce abandonaron la ciudad, y cuando la mayoría de los miembros habían sido expulsados de Nauvoo en septiembre de 1848, su madre huyó de la ciudad y acampó en la ribera occidental del río Missisippi, entre los árboles, sin carro o tienda, mientras el populacho bombardeaba la ciudad. Más tarde, habiendo efectuado un trueque de algunas propiedades en Illinois por animales y un carro, se dirigió a Winter Quarters [Nebraska] a orillas del río Misuri. Joseph, niño todavía de unos ocho años, condujo una yunta de bueyes y un carro la mayor parte de la distancia a través del estado de Iowa hasta Winter Quarters, y después de partir de Nauvoo su otra ocupación fue principalmente la de pastor.
En esas llanuras occidentales bebió de la libertad del espíritu del oeste y desarrolló esa fuerza física, que no obstante su posterior ocupación sedentaria, se nota todavía en su estatura robusta, erecta y musculosa.
Es un amante de la fuerza y creyente en el trabajo. “El trabajo es la llave de la verdadera felicidad, del ser físico y espiritual. Si un hombre es millonario, aun así debe enseñar a sus hijos a trabajar con sus manos; los niños y niñas deben recibir una preparación en el hogar que los habilite para hacer frente a los asuntos prácticos y diarios de la vida familiar, aun cuando existan condiciones en que no tengan que hacer el trabajo ellos mismos; así sabrán como guiar y dirigir a otros” dijo en una conversación reciente que sostuvo con el autor.
El gran y sobrepujante deseo de todos los miembros, era lograr los medios necesarios para recogerse en el valle [de Salt Lake]. Para este fin se solicitaron varias clases de trabajo en Iowa y los estados circunvecinos, desde labrar la tierra hasta enseñar en la escuela. En el otoño de 1847 Joseph guio una yunta de animales por su madre hasta Saint Joseph, con objeto de obtener provisiones para hacer el codiciado viaje al valle de Salt Lake, la próxima primavera. El viaje se realizó con éxito.
Fue en el otoño de ese año, mientras cuidaba el ganado de su madre cerca de Winter Quarters, que pasó por uno de los acontecimientos más emocionantes de su vida. El ganado era su única esperanza de contar con los me dios que necesitaban para la emigración al valle. Este hecho se había inculcado profundamente en el joven, de modo que llegó a considerarlos como una herencia preciosa, y a la vez, como una responsabilidad invalorable que se le había dado en calidad de pastor del ganado. Comprendía la responsabilidad, y esto era mucho, pues nunca se supo que Joseph el niño, ni Joseph el hombre, hubieran eludido un deber o se hubiera mostrado falso hacia una responsabilidad.
Una mañana acompañado de Alden y Thomas Burdick, salió a cumplir los deberes acostumbrados del día. El ganado estaba pastando en el valle algo retirado del poblado, y al cual se llegaba por dos caminos, uno que pasaba por una meseta y el otro a través de un barranco o cañón pequeño. Cada uno de los jóvenes llevaba su caballo; el de Joseph era una yegua baya, más rápida que los otros. Alden sugirió que Thomas y Joseph tomasen el camino corto a la izquierda, es decir, por la meseta, y que él ascendería por el cañón a la derecha, y así llegarían al valle por rumbos distintos. Se aceptó gustosamente la sugerencia, y los dos emprendieron su camino con alegría juvenil y pronto llegaron al extremo superior del valle, de donde podían ver el ganado paciendo al lado de un arroyo que dividía dicho valle en el centro y serpenteaba rumbo abajo por el cañón, en dirección opuesta al poblado. Teniendo el día entero ante ellos, se dividieron “corriendo” a sus caballos y más tarde, haciéndolos librar de un salto un pequeño barranco hacia el extremo superior del valle. Mientras se ocupaban en esta diversión, repentinamente se dejó ver una partida de 20 o 30 indios alrededor de una loma en el extremo inferior del valle, alguna distancia más allá del ganado Thomas los vio primero y gritó frenéticamente, “indios”, y al mismo tiempo volvió su caballo hacia la meseta para dirigirse al poblado. Joseph empezó a seguirlo, pero pensó: “Mi ganado; tengo que salvar mi ganado.” Desde ese momento no hubo lugar para otro pensamiento en su mente; todo lo demás se borró y se opacó. Dirigió su caballo hacia los indios con el propósito de rodear la manada antes que llegaran los pieles rojas. Un indio, desnudo como los demás, sin más ropa que un taparrabo, lo pasó en dirección opuesta corriendo al vuelo para alcanzar a Thomas. Joseph llegó a la manada y logró encaminar el ganado hacia el desfiladero cuando se acercaron los indios. Sus esfuerzos, combinados con las carreras y gritos de los indios, dieron como resultado que el ganado saliera en estampida, seguido de Joseph, el cual, dando “rienda suelta a su caballo,” logró por algún tiempo mantenerse entre la manada y los indios. ¡He ahí un cuadro: El joven, el ganado, los indios todos en carrera precipitada hacia el poblado! Por último los pieles rojas se interpusieron entre Joseph y los animales, por lo que dio la vuelta, corrió rumbo abajo una distancia y entonces rodeó el barranco a la derecha, con objeto de llegar al ganado por el otro lado. No había aventajado mucho en esa dirección cuando aparecieron otros indios. Echaron a correr hacia él y lo alcanzaron al salir del valle. El siguió acicateando su caballo, en pleno vuelo, y mientras corría, dos de los pieles rojas desnudos lo alcanzaron en la desenfrenada carrera y lo tomaron, uno del brazo izquierdo y el otro de la pierna derecha, al mismo tiempo que los caballos iban a galope tendido; lo levantaron de la silla, lo sostuvieron por un momento en el aire y repentinamente lo dejaron caer al suelo.
Indudablemente lo habrían escalpado, de no haber sido por la llegada oportuna de una compañía de hombres que se dirigían a los campos de heno, del otro lado del desfiladero, los cuales hicieron huir a los indios bandoleros que lograron llevarse los caballos de ambos jóvenes. Mientras tanto, Thomas había dado la alarma. Se formaron en el poblado dos compañías de rescate, una de ellas un grupo de jinetes bajo Hosea Stout, que ascendieron por el desfiladero y encontraron el ganado junto con Alden Burdick (los indios que lo perseguían habían abandonado la caza por causa del miedo), mientras que la otra compañía atravesó la meseta y descubrió a Joseph que pasó el día con ellos buscando inútilmente a los indios y el ganado que suponían había sido robado. “Recuerdo que mientras volvía a casa —dice Joseph— me senté y lloré por mi ganado, y cómo al pensar en verme ante mi madre, que ahora no podía ir al valle [de Salt Lake] se llenó mi alma de angustia”. Pero felizmente se había salvado el ganado por motivo de su valor y lealtad a su cometido, virtudes que se encuentran indisolublemente entrelazadas con su carácter como hombre.
Salieron de Winter Quarters en la primavera de 1848 para llegar al Valle de Salt Lake, el 23 de septiembre, y Joseph arreó dos yuntas de bueyes con un carro pesadamente cargado toda la distancia. Cumplió todos los deberes de velador de día, pastor de ganado y arriero, además de otros requisitos que se imponía a los hombres. Al llegar a Salt Lake City, nuevamente se hizo cargo del ganado, combinando esta faena con otras tales como, arar, desmontar, cosechar y levantar cercos. Durante todo este tiempo no perdió uno solo de los animales que tenía a su cargo, y esto a pesar de numerosos lobos grandes que abundaban en la región.
Recibió educación de su madre, la cual, en la tienda, en el campamento, en la pradera, le enseñó desde una edad temprana a leer la Biblia. No ha recibido más instrucción, salvo esa educación más severa que se adquiere en las páginas prácticas de la vida. Pero no pasaron desaprovechadas las oportunidades que tuvo en años posteriores, y son pocos los hombres educados en las universidades que se deleitan en los libros más que Joseph. También es un juez regular en cuanto a la manera y el asunto de los libros. El tiempo desocupado de que dispone para leer es limitado, debido a su constante ocupación en los asuntos de la Iglesia; pero le encanta leer libros de historia, filosofía, ciencias; y se ha deleitado especialmente con autores tales como [Joseph A.] Seiss y Samuel Smiles, de los cuales se puede decir que son sus favoritos. Le gusta la música, por la cual, aunque no como juez, siente gran admiración, especialmente la música de la voz humana.
Su madre falleció en 1852, dejándolo huérfano a la edad de catorce años. Al llegar a los quince, fue llamado junto con otros jóvenes, en su primera misión a las Islas Sandwich [Hawaianas]. Las incidencias del viaje en caballo hasta la costa, su trabajo en las montañas en una fábrica de tejamanil, para tener con que seguir adelante, la embarcación y viaje a bordo del Vaquero, rumbo a las islas, son suficientes en sí mismas para constituir un extenso capítulo; por otra parte, sus obras en la conferencia de Maui, bajo el Presidente F. A. Hammond, sus esfuerzos por aprender el idioma en el distrito de Kula, su ataque de enfermedad, el más severo de su vida, causado por la “Fiebre de Panamá”, además de sus otros trabajos, variadas y difíciles experiencias por las cuales pasó mientras estuvo allí, llenarían un tomo. Dice al respecto: “De los muchos dones del Espíritu que se manifestaron mediante mi ministerio, después de mi adquisición del conocimiento del idioma, el más prominente, tal vez fue el don de sanar y de echar fuera espíritus malignos por el poder de Dios, cosa que ocurrió frecuentemente.”
Un caso muestra cómo el Señor acompaña a sus siervos. Joseph estaba estudiando el idioma mientras vivía solo con una familia nativa en Wailuku. Una noche, mientras estaba sentado junto a una luz muy opaca, estudiando sus libros en un rincón del cuarto donde moraba uno de los naturales con su esposa, la mujer repentinamente se enloqueció. Se puso de pie y mirando hacia Joseph, hizo los más espantosos ruidos y ademanes, acompañados de terribles contorsiones físicas. Su esposo se acercó a él de rodillas y se encogió a su lado temblando de miedo. El temor que sintió nuestro joven misionero en tales circunstancias era indescriptible; pero repentinamente se apartó de él por completo y se puso de pie mirando hacia la mujer enloquecida y exclamó: “En el nombre del Señor Jesucristo, te reprendo.” Como relámpago la mujer cayó al suelo como si hubiera muerto. El esposo se acercó para ver si estaba viva y la declaró muerta. Entonces volvió y empezó a dar de alaridos extremosos que Joseph igualmente reprendió. ¿Qué debía hacer? La primera impresión que sintió fue huir de aquel horrible ambiente, pero al meditarlo decidió que no sería prudente dar ese paso. Sus sentimientos eran indescriptibles, pero habiendo reprendido al espíritu malo, se tranquilizó, volvió la paz y nuevamente continuó sus estudios. Las experiencias de esta clase fueron las que acercaron al Señor a este misionero solitario, pese a su juventud.
Después de haber sido relevado, y mientras volvía de la misión en Hawai, aconteció lo siguiente: En Honolulú abordó el barco Yank.ee el 6 de octubre de 1857, y con una compañía de élderes desembarcó en San Francisco a fines del mes. Con Edward Partridge, viajó por la costa hasta el condado de Santa Cruz, California, y de allí viajó hacia el sur hasta el Río Mojave, con un grupo de miembros al mando del Capitán Charles W. Wandell, donde él y otros se apartaron de la compañía y llegaron de visita a San Bernardino rumbo al Valle de Salt Lake. Hay que decir que eran extremadamente rencorosos los sentimientos contra los mormones en la costa, primero, por motivo de los informes exagerados de la matanza de Mountain Meadows, y segundo, por la llegada del ejército de Johnson a Utah. Sirve de ilustración lo siguiente: Mientras se hallaban en Los Angeles, un hombre llamado William Wall, casi fue ahorcado porque confesó que era mormón. Un populacho compuesto de hombres, lo había sentenciado y tenía preparado todo detalle para ahorcarlo, y sólo se escapó por el sabio consejo de un hombre que estaba entre ellos, cuyo buen criterio prevaleció. Este hombre hizo ver al populacho que se trataba de un hombre que ni siquiera se encontraba cerca de Utah cuando ocurrió la matanza, un hombre que no simpatizaba con lo acontecido, que de ningún modo podía ser considerado criminal. ¿Por qué había de padecer? De modo que Wall finalmente quedó libre y se le concedió tiempo para salir de la región. Fue en estas condiciones y en medio de estos rencores que el Presidente Smith, en esa época un joven de diecinueve años, se encontró mientras volvía a casa y en su viaje por San Bernardino.
Con otro hombre y un cartero compró pasaje en una diligencia que llevaba correo. Viajaron toda la noche y al amanecer se detuvieron cerca de un rancho para desayunar. El pasajero y el cartero comenzaron a preparar el desayuno mientras Joseph se retiró una corta distancia del campo para atender a los caballos. Precisamente mientras el cartero estaba friendo unos huevos, llegó un carro lleno de hombres ebrios procedentes de Monte, que se dirigían a San Bernardino para matar a los mormones, según sus bravatas.
Las blasfemias y sucias expresiones que profirieron entre los disparos y el blandir de sus pistolas, eran casi indescriptibles e insoportables. Sólo el oeste en su época fronteriza más próspera podía producir cosa semejante. Todos estaban maldiciendo a los mormones y echando bravatas de lo que harían cuando los encontraran. Se bajaron en el rancho y uno de ellos, tambaleándose aquí y allá divisó la diligencia y se dirigió hacia ella. El pasajero y el cartero, temiendo que algo les sucediera, se habían escondido detrás del chaparral, dejando a la vista y sin protección todo el equipaje y útiles, incluso los huevos fritos.
El mismo momento en que se acercaba el borracho, se dejó ver el Presidente Smith que volvía al campamento, demasiado tarde para esconderse porque ya lo había visto. El tipo venía blandiendo su arma y profiriendo contra los mormones las maldiciones y amenazas más horripilantes que jamás se habían oído. “No me atrevía a correr —cuenta el Presidente Smith— aunque estaba temblando de miedo, que no me atrevía a manifestar. Por tanto, me encaminé directamente a la fogata y llegué allí un minuto o dos antes que él forajido ebrio que llegó directamente hasta donde yo estaba y amagándome la cara con su revólver, exclamó con una blasfemia: ¿Eres tú como esos. . . mormones?
El Presidente Smith, lo miró directamente a los ojos y respondió con énfasis: “Sí, señor; soy de lo más intransigente; ni qué decir, hasta el tope.”
El valentón dejó caer ambos brazos a los lados, como si hubiera sufrido una parálisis, pistola en mano, y dijo en voz sosegada y dolorosa, al mismo tiempo ofreciéndole la mano: “Pues usted es el hombre más. . . placentero que jamás he conocido. Venga esa mano. Me alegra ver a un individuo que respeta sus convicciones.”
Entonces dio la media vuelta y se dirigió al rancho. Más tarde, ese mismo día, al ver al Presidente Smith, sólo se bajó el sombrero sobre los ojos sin decir palabra.
En 1858, el Presidente Joseph F. Smith se unió a la milicia que interrumpió el paso del ejército de Johnson, y prestó servicio hasta el fin de las hostilidades al mando del Coronel Thomas Callister. Posteriormente fue capellán del regimiento del Coronel Heber C. Kimball, con el grado de capitán. Tomó parte en muchas expediciones a los indios, y en la milicia de Utah mostró en todo respecto que podía aprestarse para portar armas en todo momento.
En la primavera de 1860, a la edad de veintiún años, fue llamado a una misión a la Gran Bretaña. Como no tenía dinero, él y su primo Samuel H. B. Smith arrearon sendas cuadrigas de mulas a través de los llanos hasta Winter Quarters para pagar su pasaje. Sucedió que los dueños de estos tiros eran apóstatas rematados, de manera que cuando los jóvenes llegaron a su destino, ya todos sabían que eran Santos de los Últimos Días. Se hallaban sin dinero y finalmente decidieron ir a Des Moines, donde intentaron, sin éxito hallar algo que hacer. Buscaron trabajo en los campos, pero no encontraron a persona alguna que quisiera emplearlos. Todavía existían sentimientos rencorosos contra los mormones en esta región, porque apenas habían pasado catorce años desde que el resto de los miembros fueron expulsados de Nauvoo. Un día encontraron a un hombre que les preguntó quiénes eran y a dónde iban, y habiéndosele dicho que se dirigían a Inglaterra a cumplir una misión, el hombre les informó que tenía una hermana en Inglaterra que él deseaba que emigrara, y les pidió que llevaran consigo el dinero que ella necesitaría para emigrarse. Les declaró que podían usarlo como quisieran, con la condición de que cuando llegaran le facilitarían a su hermana el dinero para comprar su pasaje a los Estados Unidos. Convinieron en esto e inmediatamente se dirigieron a Burlington ¡Iowa] donde tomaron un vapor rumbo a Nauvoo; pero en cuanto lo abordaron se dieron cuenta de que el vapor no pararía en ese sitio, como se les había dicho; y también escucharon las más rencorosas amenazas contra los Santos de los Últimos Días, proferidas en el lenguaje más grosero e indecente.
Al desembarcar en Montrose [Iowa], donde había una carga para el vapor, los sentimientos se tornaron más rencorosos aún. Se maldijo a los miembros y se hizo alarde de lo que le sucedería a cualquier mormón que se atreviera a presentarse. Al día siguiente, al abordar la lancha que los iba a transportar a Nauvoo, los jóvenes se dieron cuenta que el espíritu del populacho seguía siendo rencoroso, pero aquí no se sabía que eran mormones. Varios hombres les preguntaron quiénes eran, y sus respuestas fueron evasivas. Por fin un sacerdote católico se acercó a ellos y les preguntó de dónde eran.
—¡Oh!, del oeste —fue su contestación.
—¿De qué parte del oeste?
—De las Montañas Rocosas.
—¿Son ustedes élderes mormones de Utah? —les preguntó finalmente el sacerdote en forma directa.
El Presidente Smith dice que en esas circunstancias, por un momento, jamás había sentido con mayor fuerza la tentación de negar la verdad, pero fue sólo por un momento.
—Sí, señor, somos misioneros mormones y nos dirigimos a Inglaterra.
La respuesta pareció dejar satisfecho al sacerdote, y al contrario de lo que se esperaba, no aumentó en lo más mínimo las amenazas de los pasajeros. Al llegar a Nauvoo fueron directamente a la Casa Mansión, y aunque parezca extraño, el sacerdote católico también se alojó allí. Si no hubieran contestado verídicamente sus preguntas en la lancha, él se habría dado cuenta allí, lo cual los habría abochornado.
“Nunca me sentí más feliz —dice el Presidente Smith— al ver allí al ministro y saber que le habíamos dicho la verdad acerca de nuestra misión.”
En esta misión, obró casi tres años y volvió en el verano de 1863. Fue durante estos años, que nació la amistad íntima entre el Presidente George Q. Cannon, presidente de la misión, y Joseph F. Smith; se engendró una amistad y un amor, el uno por el otro, que se han vuelto más fuertes en el curso de las carreras íntimas de dos vidas hermosas. Al volver, el Presidente Young, propuso en una reunión de sacerdocio que se hiciera un obsequio de mil dólares a cada uno de los dos, Joseph y su primo Samuel, para empezar su vida. De esta oferta el Presidente Smith percibió alrededor de setenta y cinco dólares en provisiones y mercancía, pero mayormente fue una herencia de muchas molestias por parte de ciertas personas, las cuales se formaron el concepto corriente de que él había recibido una pequeña fortuna de esta manera. Con excepción del costo de su pasaje de vuelta a casa, por la cantidad de cien dólares que le envió su tía Mercy R. Thompson, él pagó sus propios gastos durante el curso de su misión, como lo había hecho en misiones
El Presidente Smith se ha visto demasiado ocupado en su trabajo para acumular dinero, y sus asuntos temporales son un fuerte testimonio de su devoción exclusiva al bien público. (Adaptado de Lives of Our Leaders – The Apostles, por Edward H. Anderson, JI. febrero de 1900, 35:65-68; y Lives of Our Leaders “President Joseph F. Smith”, por Edward H. Anderson, [Deseret News] págs. 49-57).
























