Doctrina del Evangelio

Capítulo 44

Un bosquejo biográfico — Parte II


Apenas había estado de regreso un corto tiempo, cuan­do fue llamado (Joseph F. Smith) a principios de la pri­mavera de 1864, para que acompañara a Ezra T. Benson y a Lorenzo Snow en una segunda misión a las Islas Sandwich para poner en orden los asuntos de esa misión, que habían sido trastornados gravemente por los bien conocidos, sagaces y codiciosos actos de Walter M. Gibson. En esta misión actuó (el Presidente Smith) como el intérprete principal de los apóstoles (hermanos Benson y Snow). Después de ser excomulgado de la Iglesia Gibson, Joseph quedó al frente de la misión con W. W. Cluff y Alma L. Smith como colaboradores. Pasaron al­gunos meses, después de la excomunión de Gibson, antes que los miembros abandonaran su jurisdicción y volvieran a las normas de la Iglesia. Entre las obras efectuadas por Joseph y sus compañeros en esta misión, una de ellas fue la selección del plantío (en la isla de Oahu) para que fuera el sitio de recogimiento de los miembros. Más adelante, por recomendación de ellos, lo compró un co­mité enviado por el Presidente Young para ese fin, y ha probado ser una posesión de mucho valor para la misión y para la Iglesia en forma general. Joseph y sus com­pañeros volvieron en el invierno de 1864-65.

Fue mientras se hallaba en esta misión que sucedió el episodio del ahogamiento. La parte que desempeñó el Pre­sidente Smith en el asunto, jamás se ha narrado total­mente. La nave en que llegaron, se encontraba anclada en el canal, donde el mar casi siempre se hallaba agi­tado. Se había construido un rompeolas al amparo del cual los naturales diestramente conducían sus barcas a la playa. Sin embargo, era muy peligroso acercarse a él. Cuando se propuso que el grupo desembarcara en la in­manejable lancha carguera de la nave, el Presidente Smith se opuso resueltamente a la proposición, explicando a los hermanos que corrían grave peligro de volcarse al llegar al rompeolas, ya que la lancha era una vieja barca rústica, impropia para esa carga. Se negó a desembarcar y trató de convencer a los otros que abandonaran el in­tento hasta que pudieran conseguir una embarcación me­jor. Ofreció ir a la playa a solas y volver con una barca más segura para que el grupo desembarcara. Sin em­bargo, persistieron a tal grado algunos de los hermanos, que fue reprobado por su rebeldía y uno de los apóstoles le dijo: “Joven, mejor le convendría obedecer el conse­jo.” Sin embargo, reiteró su impresión del peligro, se negó por completo a desembarcar en la lancha y de nuevo ofre­ció ir a solas para conseguir una barca mejor. Pero insis­tieron los hermanos, por lo que él les pidió que dejaran sus valijas con su ropa y artículos de valor con él en la nave anclada, y que se le permitiera permanecer. Re­nuentemente consistieron en esta proposición y procedie­ron a desembarcar.

Joseph permaneció a bordo y los vio partir, lleno de la mayor inquietud por su bienestar. Cuando el grupo llegó al rompeolas, vio que una de las grandes olas re­pentinamente volcó la barca, echando al grupo en seis o nueve metros de agua. De la playa salió una barca tri­pulada por los naturales, los cuales se pusieron a reco­gerlos; sacaron a todos menos al Presidente Snow, y entonces la barca que los había rescatado se dirigió a tierra. Fue entonces que el élder W. W. Cluff insistió en que volvieran por el Hermano Snow, que de lo contrario habría sido abandonado y se hubiera ahogado. Lo encon­traron y lo subieron a la barca, aparentemente muerto, y de esta manera fue como el Hermano Cluff le salvó la vida. Mientras tanto, Joseph, lleno de la mejor agonía, presenciaba impotente desde la cubierta del barco. Las primeras noticias que recibió de la suerte de sus com­pañeros vinieron de algunos de los naturales que iban pasando, los cuales contestaron su pregunta diciéndole que uno de los hombres (el Hermano Snow) había muer­to. Sin embargo, mediante las bendiciones de Dios y esfuerzos propios, lo ocurrido afortunadamente no resultó tan serio, y fue restaurado a vida.

Joseph y las valijas se salvaron, y aun cuando los her­manos, resignados a lo sucedido, decían que fue una de esas cosas “que tenía que ser”, él siempre ha opinado que la prevención en este caso habría sido mucho me­jor que una curación. El acontecimiento ilustra dos rasgos predominantes de su carácter: Cuando está convencido de la verdad, no tiene miedo de expresarse a favor de la misma, ante hombre alguno sobre la tierra; cuando se expresa, lo hace con tanta sinceridad y vigor, que hay peligro de que ofenda.

Al volver a casa trabajó en la Oficina del Historiador de la Iglesia por varios años, también como secretario en la Casa de Investiduras, donde sucedió al élder John W. Long en ese puesto, el cual estuvo a su cargo, después del fallecimiento del Presidente Young, hasta que fue clausurada. Había sido ordenado apóstol por mano del Presidente Young el 1 de julio de 1866, y el 8 de octubre de 1867 fue llamado para llenar una vacante que existía en el Quorum de los Doce Apóstoles. Al año siguiente fue enviado con el Élder Wilford Woodruff del Consejo de los Doce y el Élder A. O. Smoot al condado de Utah. En este sitio funcionó durante un término en el consejo municipal de Provo.

El 28 de febrero de 1874 salió a su segunda misión a Inglaterra, donde presidió la Misión Europea, de la cual regresó en 1875, tras el fallecimiento del Presidente George A. Smith. Al volver fue llamado a presidir la Estaca de Davis hasta la primavera de 1877, cuando sa­lió a su tercera misión británica, después de haber pre­senciado la dedicación del primer Templo en las Mon­tañas Rocosas, el de Saint George (Utah), en abril de 1877. Llegó a Liverpool el 27 de mayo, y poco después se unió a él el Eider Orson Pratt, que llegó con la comi­sión de publicar nuevas ediciones del Libro de Mormón y Doctrinas y Convenios. Cuando llegaron las nuevas del fallecimiento del Presidente Young, fueron relevados y volvieron a Salt Lake City donde llegaron el 27 de sep­tiembre.

En agosto del año siguiente fue enviado con el Eider Orson Pratt a una misión corta en el este del país, y vi­sitaron algunos de los sitios notables en la historia de la Iglesia en Misuri, Ohio, Nueva York e Illinois. Fue en este viaje que tuvieron su famosa entrevista con David Whitmer. Al ser organizada la Primera Presidencia en octubre de 1880, fue nombrado consejero del Presidente John Taylor, el cual murió el 25 de julio de 1887. Fue elegido al mismo puesto en la presidencia, bajo el Pre­sidente Woodruff, cargo que ocupa en la actualidad (1901) bajo el Presidente Snow.

Se necesitaría espacio para nombrar los varios pues­tos civiles que ocupó en Salt Lake City y en las asambleas legislativas del Territorio, en los cuales prestó servicio al pueblo larga y fielmente. Todos mis lectores conocen bien la obra de sus años recientes; es como un libro abierto delante de todo el pueblo.

De modo que constantemente ha estado al servicio del público, y por motivo de su manera franca se ha gran­jeado el amor, confianza y estimación de toda la comu­nidad. Es amigo del pueblo, es fácil tener comunicación con él, es un sabio consejero, un hombre de amplias miras y al contrario de la primera impresión que uno se forma, es un hombre cuyos sentimientos fácilmente se conmueven. Es un reflejo de lo mejor del carácter del pueblo mormón; está acostumbrado a las penalidades, es paciente de las tribulaciones, temeroso de Dios, abne­gado, lleno de amor por la raza humana, potente en fuer­za moral, mental y física.

La del Presidente Joseph F. Smith es impotente. Ac­tualmente (1901), casi al fin de sesenta y dos años de vida, es alto, erguido, bien formado y de estatura simé­trica. La nariz y facciones son prominentes. Cuando ha­bla, fija de lleno sobre el escuchante sus amplios y nítidos ojos de color castaño. Corona su grande cabeza una abun­dante cabellera, de color oscuro en su juventud, pero hoy, al igual que su barba poblada, matizada por una rociada liberal de cabello cano. Al conversar con él uno queda forzosamente impresionado con los bruscos cambios en la apariencia de su rostro, según las diversas influencias de su mente; ahora intensamente presente, con un interés entusiasta y pueril en asuntos y contornos inmediatos; ahora ausente, la nobleza de su semblante fija en esa sincera casi grave, majestad de expresión tan caracterís­tica de sus retratos, tan indicativa de la severidad de las condiciones y ambiente de sus primeros años.

Como orador público, su rasgo principal es una since­ridad intensa. Impresiona el oyente con su mensaje más bien por la sinceridad y sencillez de su modo de expre­sarse y la sinceridad honrada de su manera, que por una exhibición aprendida de oratoria o manifestación estu­diada de lógica. Llega al corazón de la gente con la sen­cilla elocuencia de uno que está convencido en sí mismo de la verdad presentada. Es un pilar de fuerza en la Igle­sia, completamente impregnado de las verdades del evan­gelio y del divino origen de la gran obra de Dios de los postreros días. Su vida entera y testimonio son una inspiración para los jóvenes.

Yo le dije: “Usted conoció a José el Profeta; usted se ha envejecido en la obra de la Iglesia; ¿cuál es su tes­timonio a la juventud de Sion, concerniente a estas co­sas?” Me respondió lenta y deliberadamente:

“Conocí al Profeta José en mi juventud. Me familia­ricé con su casa, con sus hijos y con su familia. Me he sentado sobre sus rodillas, lo he escuchado predicar y re­cuerdo distintamente que estuve presente en la reunión con mi padre (Hyrum Smith), el Profeta José Smith y otros. Desde mi niñez hasta mi juventud creí que era un Profeta de Dios. Desde mi juventud hasta el tiempo pre­sente no he creído que fue Profeta, porque lo he sabido. En otras palabras, mi conocimiento ha reemplazado mi creencia. Recuerdo haberlo visto vestido en uniforme mi­litar al frente de la Legión de Nauvoo. Lo vi cuando cruzó el río (Misisipí), al volver de su viaje proyectado al oeste a las Montañas Rocosas, para ir a su martirio; y vi su cuerpo inerte, junto con el de mi padre, después que fueron asesinados en la cárcel de Carthage, y aún el recuerdo más palpable de la pesadumbre y tristeza de esos días terribles. Creo con todo mi corazón en la misión divina de los profetas del siglo diecinueve, y en la auten­ticidad del Libro de Mormón y en la inspiración del Libro de Doctrinas y Convenios, y espero ser fiel a Dios y al hombre, y no ser falso a mí mismo hasta el fin de mis días.” (Adaptado de Lives of our LeadersThe Apostles, por Edward H. Anderson; JI, febrero de 1900, 35:68- 71; y también Lives of our Leaders – President Joseph F. Smith”, por Edward H. Anderson, | Deseret News de Salt Lake City, 1901] págs. 57-63).

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