Doctrina del Evangelio

Capítulo 3

Sed fieles a vuestras esposas e hijos


Se prohíbe el matrimonio plural

Declaración Oficial — “Por cuanto se han hecho circu­lar numerosos informes al respecto de que se han efec­tuado matrimonios plurales en contravención de la decla­ración oficial del presidente Woodruff y aprobado por la Iglesia durante su Conferencia General del 6 de octu­bre de 1890, en la cual se prohíbe todo matrimonio que violare la ley del país, yo, Joseph F. Smith, presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, por la presente afirmo y declaro que ningún ma­trimonio de esta naturaleza se ha efectuado con la apro­bación, consentimiento o conocimiento de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y por la presente anuncio que todo matrimonio de esta naturaleza está prohibido, y si oficial o miembro alguno intenta solemnizar o contraer esta forma de matrimonio, será considerado transgresor de los preceptos de la Iglesia, y juzgado de acuerdo con las leyes y reglamentos de la mis­ma, y excomulgado de ella.”

Joseph F. Smith

“Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”. (CR., abril de 1904, pág. 75).

Declaración adicional sobre el matrimonio plural

Tiernos anunciado en conferencias anteriores, como lo anunció el presidente Woodruff, como lo hizo el presi­dente Snow y como lo hemos reiterado yo y mis herma­nos, y lo ha confirmado La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que los matrimonios plurales han cesado en la Iglesia. No hay un solo hombre hoy en esta Iglesia o en cualquier otra parte, fuera de ella, que tenga la autoridad para solemnizar un matrimonio plural; ¡nadie! No hay hombre o mujer en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que esté autorizado para contraer matrimonio plural. No es per­mitido, y nos hemos estado esforzando hasta el máximo de nuestras posibilidades para evitar que los hombres sean llevados por alguna persona intrigante a una con­dición desafortunada prohibida por las conferencias y por la voz de la Iglesia, condición que, por lo menos hasta cierto grado, ha traído el oprobio sobre el pueblo. Quiero decir que hemos estado haciendo cuanto nos ha sido posible para impedirlo o hacerlo cesar; y a fin de poder lograr esto, hemos estado buscando con todo nues­tro empeño a los hombres que han sido los agentes y la causa de que sean desviados los miembros. Hallamos que es muy difícil seguirles la pista, pero cuando los encon­tremos y podamos comprobárselo, haremos con ellos como con otros que hemos podido encontrar (CR., abril de 1911, pág. 8).

Son deseables el matrimonio y las familias grandes

El estado soltero y las familias pequeñas inculcan en la rúenle superficial la idea de que son deseables, porque traen consigo una responsabilidad mínima. El espíritu que esquiva la responsabilidad esquiva el trabajo. La ociosidad y el placer desalojan la industria y el esfuerzo activo. El amor de los placeres y de una vida holgada se convierten a su vez, en exigencias para los jóvenes que se niegan a considerar como un deber el matrimonio y su consiguiente crecimiento familiar. La culpa verdadera descansa en los jóvenes. La libertad de la época los des­vía de las sendas del deber y la responsabilidad a los tropiezos de un mundo amador de placeres. Sus herma­nas son víctimas del abandono y de un gran perjuicio social y familiar.

Las mujeres se casarían, si pudieran, y aceptarían gus­tosamente las responsabilidades de la vida familiar. Esta pérdida que el hogar sufre es algo que la nación ha de sentir al pasar los años. El tiempo justificará las leyes de Dios y la verdad de que la felicidad humana indivi­dual se encuentra en el deber, y no en los placeres y el escape y las preocupaciones.

El espíritu del mundo es contagioso; no podemos vivir en medio de tales condiciones sociales sin sentir el efecto de sus incitaciones. Nuestros jóvenes se verán tentados a seguir el ejemplo del mundo que los rodea. Ahora mismo existe una fuerte tendencia de reírse a costa de las obli­gaciones del matrimonio. Se presenta el pretexto de la ambición como excusa para postergar el matrimonio has­ta que se realice algún objeto especial. Algunos de nues­tros jóvenes principales desean completar primeramente algún curso de estudios en casa o en el extranjero. Siendo ellos directores naturales dentro de la sociedad, su ejem­plo es peligroso y la excusa es impropia. Sería mucho mejor que muchos de estos jóvenes jamás fueran a la universidad, que presentar la excusa de la vida universi­taria como causa para postergar el matrimonio hasta más allá de la edad correcta (JI., abril de 1905, 40:240-241).

Sed fieles a vuestras esposas e hijos

Y ¡oh, hermanos míos!, sed leales a vuestras familias; sed fieles a vuestras esposas e hijos. Enseñadles el ca­mino de la vida; no permitáis que se aparten a tal grado de vosotros, que no prestarán atención a vosotros ni a ningún principio de honor, pureza o verdad, Enseñad a vuestros hijos que no pueden cometer pecado sin vio­lar su conciencia; enseñadles la verdad, para que no se aparten de ella. Instruidlos en su camino, y aun cuando fueren viejos no se apartarán de él (Proverbios 22:6). Si conserváis a vuestros jóvenes cerca de vuestros corazones, al alcance de vuestros brazos, si le hacéis sentir que los amáis, que sois vuestros padres, que ellos son vuestros hijos, y los conserváis cerca de vosotros, no se apartarán muy lejos de vosotros, ni cometerán ningún pecado gra­ve. Pero es cuando los echáis a la calle, los alejáis de vuestro cariño —a las tinieblas de la noche, a la socie­dad de los depravados y perdidos— cuando os aburrís, cuando os cansáis de su ruido y gritos inocentes en casa, y les decís: “Váyanse con su ruido a otra parte” —esta manera de tratar a vuestros hijos es lo que los aleja de vosotros y ayuda a convertirlos en criminales e incrédu­los; y no podéis daros el lujo de hacer esto. ¿Cómo me sentiría yo al entrar en el reino de Dios (si tal llega a ser posible), y viera a uno de mis hijos afuera entre los hechiceros, los fornicarios y los que aman y fabrican mentiras, y esto porque desatendí mi deber hacia él, o no lo restringí debidamente? ¿Pensáis que seré exaltado en el reino de mi Dios con esta mancha y tacha en mi alma? ¡Os digo que no! Ningún hombre puede llegar allí hasta que expíe semejante crimen, porque es un cri­men a la vista de Dios y del hombre el que un padre descuide o intencionalmente desatienda sus hijos. Tales son mis sentimientos. Cuidad a vuestros hijos; son la esperanza de Israel, y sobre ellos descansará, de aquí a poco, la responsabilidad de llevar al reino de Dios sobre la tierra. El Señor los bendiga y los guarde en las vías de la rectitud, humildemente ruego, en el nombre de Je­sús. Amén (CR., abril de 1902, pág. 87).

Respetemos los derechos de otros

Sinceramente espero que logremos inculcar en los pen­samientos de los de la generación creciente una conside­ración sincera, no sólo hacia ellos mismos, sino un sin­cero respeto hacia derechos y privilegios de otros. No sólo se debe enseñar a nuestros hijos a respetar a sus padres y sus madres, hermanos y hermanas, sino debe enseñárseles a respetar a todo el género humano y espe­cialmente se le debe instruir, enseñar y acostumbrar a honrar a los ancianos y a los incapacitados, a los desafor­tunados y los pobres, a los necesitados y aquellos que carecen de la simpatía del género humano.

Con demasiada frecuencia vemos la disposición, por parte de nuestros hijos, de reírse de los desafortunados. Viene pasando un pobre cojo, o un pobre hombre men­talmente retardado, y los niños le hacen burla y dicen cosas impropias acerca de él. Esto es un error completo, los Santos de los Últimos Días. Debe enseñárseles algo mejor que esto en el hogar; debe enseñárseles algo me­jor en nuestras Escuelas Dominicales y en lo que a esto concierne, en todas las escuelas donde asisten nuestros hijos. Debe enseñarse a nuestros niños a venerar lo que es santo, lo que es sagrado. Deben venerar el nombre de Dios; deben conservar en sagrada veneración el nombre del Hijo de Dios. No deben tomar el santo nombre de ellos en vano, y también se les debe enseñar a respetar y venerar los templos de Dios, los sitios de adoración de sus padres y madres. También se debe enseñar a nues­tros hijos que tienen derechos en la casa del Señor igual que sus padres e igual que sus vecinos o cualquier otro.

Siempre me duele ver a nuestros pequeñitos ser priva­dos de este derecho. En nuestra reunión de esta tarde presencié una pequeña circunstancia en el pasillo. Un niño ocupaba un asiento al lado de su madre. Vino al­guien, levantó al niño de su asiento y lo tomó, dejando al niño de pie. Quiero deciros, mis hermanos y herma­nas, que lo ocurrido me llegó al corazón. Yo nunca afli­giría por ninguna forma de remuneración de carácter mundano, el corazón de un niño pequeño, en la casa de Dios, no fuere que dejara en su mente una impresión que convirtiera la casa de adoración en un sitio desagradable para él, y prefiriera no estar dentro de sus muros, que venir para ser ofendido (JI., octubre de 1904, 39:656, 657).

Tratamiento mutuo del esposo, la esposa y los hijos

Los padres, en primer lugar, bien sea que lo hagan o no, deben amarse y respetarse unos y otros y tratarse el uno al otro con decoro respetuoso y consideración bon­dadosa en todo momento. El esposo debe tratar a su es­posa con la mayor cortesía y respeto. Nunca debe insul­tarla; nunca debe hablar de ella desdeñosamente, antes darle siempre la más alta estimación en el hogar en pre­sencia de sus hijos. No siempre lo hacemos, quizás; tal vez algunos de nosotros nunca lo hacemos; mas no obs­tante, es verdad que debemos hacerlo. También la esposa debe tratar al marido con el mayor respeto y cortesía. Sus palabras dirigidas a él no deben ser mordaces, cor­tantes o burlonas; no debe proferirle críticas indirectas; no debe importunarlo con regaño; no debe tratar de pro­vocar su enojo o causar situaciones desagradables en el hogar. La esposa debe ser una alegría para su marido, y debe vivir y conducirse de tal manera en el hogar, que éste se convierta en el sitio más gozoso y más bendito sobre la tierra para el esposo. Tal debe ser la situación del esposo y la esposa, el padre y la madre, dentro de los sagrados recintos de ese lugar santo, el hogar. En­tonces les será fácil a los padres inculcar en el corazón de los hijos no sólo amor por sus madres y padres, no sólo respeto y cortesía hacia sus padres, sino amor, cor­tesía y respeto entre los niños en el hogar. Los hermani­tos respetarán a sus hermanitas; los niños se respetarán el uno al otro; las niñas se respetarán unas a otras, y los niños y las niñas se respetarán y se tratarán mutuamente con ese amor, esa deferencia y respeto que debe obser­varse en el hogar por parte de los niños. Entonces le será fácil a la maestra de la Escuela Dominical continuar la instrucción del niño bajo la santa influencia de la Escuela Dominical; y el niño será dócil y fácil de guiar, porque se ha establecido el fundamento de una educación co­rrecta en el corazón y la mente del niño en su hogar. La maestra entonces puede ayudar a los niños, criados bajo estas influencias correctas, a rendir respeto y cortesía a los ancianos y los inválidos (CR., abril de 1905, págs. 84, 85).

Debemos servir de ejemplo a nuestras familias

Cuando pienso en nuestras madres, las madres de nues­tros hijos, y comprendo que bajo la inspiración del evan­gelio llevan vidas virtuosas, puras y honorables, son fieles a sus esposos, fieles a sus hijos y a su convicción del evan­gelio, ¡Oh, cómo se llena mi alma de amor puro hacia ellas! ¡Cuán nobles y cuán divinamente entregadas, cuán selectas, cuán deseables y cuán indispensables son para la realización de los propósitos de Dios y el cumplimien­to de sus decretos!

Hermanos míos, ¿podéis maltratar a vuestras esposas, las madres de vuestros hijos? ¿Podéis refrenaros de tra­tarlas con amor y bondad? ¿Podéis refrenaros de hacer su vida lo más cómoda y feliz que sea posible, aligerando sus cargas hasta lo último de vuestra habilidad, haciendo agradable la vida para ellas y para sus hijos en sus ho­gares? ¿Cómo podéis evitarlo? ¿Cómo puede cualquiera refrenarse de sentir un interés intenso en la madre de sus hijos, y también en éstos? Si poseemos el Espíritu de Dios, no podemos obrar de otra manera. Sólo cuando los hombres se apartan del espíritu recto, cuando se des­vían de su deber, es que desatienden o deshonran el alma que les ha sido confiada. Tienen la obligación de honrar a sus esposas e hijos. Hombres inteligentes, negociantes, hombres que se ven constantemente empeñados en los afanes de la vida y tienen que dedicar sus energías y pen­samientos a sus obras y deberes, tal vez no disfruten de tanta asociación con sus familias como quisieran, pero si el espíritu del Señor los acompaña en el cumplimien­to de sus deberes temporales, jamás abandonarán a las madres de sus hijos ni a sus hijos. No dejarán de ense­ñarles los principios de la vida y darles un ejemplo dig­no. No hagáis vosotros mismos cosa alguna respecto de la cual tengáis que decir a vuestro hijo: “No hagas eso.” Vivir de tal manera que podáis decir: “Hijo mío, haz lo que yo hago; sígueme; emula mi ejemplo.” Tal vez es la manera en que deben vivir los padres, cada uno de nosotros; y es una vergüenza, una cosa debilitante y vergonzosa el que miembros alguno de la Iglesia siga un curso que él sabe que no es recto, y que no quiere que sus hijos sigan (CR., abril de 1915, págs. 6, 7).

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