Doctrina del Evangelio

Capítulo 4

La nobleza más verdadera


La nobleza más verdadera

Al fin y al cabo, el hacer bien las cosas que Dios dispuso que fuesen la suerte común de todo el género humano constituye la nobleza más verdadera. Lograr el éxito como general o estadista. Una es grandeza uni­versal y eterna, la otra es efímera. Es cierto que esta grandeza secundaria puede sumarse a lo que designamos común, pero cuando dicha grandeza secundaria no se agrega a lo que es fundamental, es meramente un honor sin sustancia y se desvanece del bien común y universal en la vida, aun cuando lograr ocupar un lugar en las páginas aisladas de la historia. Nuestra primera preocu­pación, después de todo, nos hace volver a la bella amo­nestación de nuestro Salvador: “Mas buscad primera­mente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).

Nunca debemos desalentarnos en las tareas diarias que Dios ha decretado como la suerte común del hombre. Deben emprenderse los deberes de cada día con un espíritu gozoso, y con el pensamiento y convicción de que nuestra felicidad y bienestar eternos depende de efectuar bien lo que hemos de hacer, lo que Dios nos ha dado como deber. Muchos no son felices porque se imaginan que debieran estar haciendo algo inusual o algo extra­ordinario. Algunas personas prefieren ser la flor de un Árbol y ser vistos con admiración, que ser parte per­manente del mismo y llevar la vida común de su exis­tencia.

No intentemos substituir una vida artificial por la vida verdadera. Verdaderamente feliz es aquel que puede ver y apreciar la belleza con la que Dios ha adornado las cosas comunes de la vida (JI., diciembre de 1905, 40:752,753).

Los padres son responsables de sus hijos

Los padres en Sion tendrán que responder por los actos de sus hijos, no sólo hasta que lleguen a los ocho años de edad, sino tal vez durante toda la vida de sus hijos, si es que desatendieron su deber hacia ellos mien­tras éstos se hallaban bajo su cuidado y orientación, y los padres eran los responsables de ellos (CR., abril de 1910, pág. 6).

Confianza falsa

No permita Dios que haya uno de nosotros tan impru­dente condescendiente, tan irreflexivo y tan superficial en nuestro cariño por nuestros hijos que por temor de ofenderlos, no nos atrevemos a marcarles el alto en un curso errado, en hacer las cosas malas y en su desati­nado amor por las cosas del mundo más que por las cosas de la justicia. Deseo decir esto: Algunos han lle­gado a tener una confianza tan ilimitada en sus hijos, que no creen que es posible que éstos sean desviados o hagan lo malo; no creen que puedan hacer cosas malas, porque les tienen tanta confianza. De ello resulta que los dejan libres, en la mañana, al mediodía y la noche, para que concurran a toda clase de diversiones y entre­tenimientos, frecuentemente acompañados de aquellos que no conocen y no comprenden. Algunos de nuestros hi­jos son tan inocentes, que no sospechan la maldad; y por consiguiente, no están prevenidos y caen en los lazos de la maldad. No me agrada, y me desplace hablar a la ventura, por decirlo así, porque no sé qué me sobre­vendrá en lo futuro. No sé qué aflicciones me esperan en mis hijos o en los hijos de ellos. No puedo decirlo que traerá el porvenir; pero yo sentiría hoy que mi vida había sido un fracaso en parte, si en este momento al­guno de mis hijos repudiase su fidelidad a su padre a su madre y tomara el freno en su propia boca, por decirlo así, para obrar a su gusto en el mundo, sin considera­ción a sus padres (CR., octubre de 1909).

El padre es la autoridad presidente de la familia

No hay autoridad mayor en los asuntos relacionados con la organización familiar, y especialmente cuando pre­side esta organización uno que posee el sacerdocio mayor, que la del padre. Esta autoridad es tradicional, y entre el pueblo de Dios, en todas las dispensaciones, se ha respetado altamente y con frecuencia se ha recalcado en las enseñanzas de los profetas que fueron inspirados de Dios. El orden patriarcal es de origen divino y con­tinuará por tiempo y por la eternidad. De modo que hay una razón particular por la que los hombres, mu­jeres y niños deben entender este orden y esta autoridad en las casas del pueblo de Dios y procurar convertirlas en lo que Dios tuvo por objeto que fuesen, una califi­cación y preparación para la exaltación más alta de sus hijos. En el hogar, la autoridad presidente siempre está investida en el padre, y en todas las cosas del hogar y asuntos de la familia no hay otra autoridad superior. Para ilustrar este principio tal vez sea bastante un sólo ejemplo. En ocasiones sucede que los élderes son lla­mados para ungir a los miembros de una familia. Entre estos élderes puede haber presidente de estaca, apósto­les o aun miembros de la Primera Presidencia de la Iglesia. No es propio que en estas circunstancias el padre se haga a un lado y espere que los élderes dirijan la administración de esta importante ordenanza. El padre está allí; y es su derecho y su deber presidir. Debe de­signar al que ha de administrar el aceite y el que ha de ofrecer la oración, y no debe sentir que por motivo de encontrarse presente alguien de las autoridades presi­dentes de la Iglesia, él queda despojado de su derecho de dirigir la administración de esa bendición del evan­gelio en su hogar. Si el padre está ausente, la madre debe pedir que se haga cargo la autoridad mayor que esté presente. El padre preside en la mesa, en la ora­ción, y da instrucciones generales referentes a su vida familiar, pese a quien esté presente. Se debe enseñar a las esposas e hijos a sentir que se ha establecido el orden patriarcal en el reino de Dios para un propósito sabio y benéfico, y deben sostener al jefe de la casa y alentarlo en el cumplimiento de sus deberes, y hacer cuanto esté en su poder para ayudarlo en el ejercicio de los derechos y privilegios que Dios ha conferido sobre el que está a la cabeza del hogar. Este orden pa­triarcal tiene su divino espíritu y propósito, y los que lo desprecian por este o aquel pretexto no están de acuer­do con el espíritu de las leyes de Dios cual fueron dispuestas para ser reconocidas en el hogar. No es mera­mente asunto de quien pueda ser el más apto; ni tam­poco es enteramente cuestión de quien esté llevando la vida más digna. Es principalmente asunto de ley y orden, y su importancia frecuentemente se ve en el hecho de que la autoridad permanece y es respetada mucho des­pués que un hombre es realmente indigno de ejercerla.

Esta autoridad lleva en sí una responsabilidad, y gra­ve por cierto, así como sus derechos; y los hombres no pueden ser demasiado ejemplares en su vida, ni prepa­rarse con demasiado cuidado para vivir de acuerdo con esta importante regla de conducta ordenada de Dios en la organización familiar. Sobre esta autoridad se basan ciertas promesas y bendiciones, y aquellos que la ob­servan y respetan tienen ciertos derechos a favores divinos, que no pueden tener a menos que respeten y observen las leyes que Dios ha establecido para la re­glamentación y autoridad del hogar. “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da” (Éxodo 20:12), fue una ley fundamental dada a Israel antiguo, y es obligatoria para todo miembro de la Iglesia en la actualidad, porque la ley es eterna…

La necesidad, pues, de organizar el orden patriarcal y autoridad del hogar descansa sobre principios, así co­mo sobre la personas que posee esa autoridad; y entre los Santos de los Últimos Días debe cultivarse cuida­dosamente la disciplina familiar fundada en la ley de los patriarcas, y entonces los padres podrán quitar mu­chas de las dificultades que hoy debilitan su posición en el hogar a causa de hijos indignos.

Los principios aquí expuestos son de mayor impor­tancia de lo que muchos padres hasta ahora les han atribuido, y la desafortunada posición actual en los ho­gares de muchos de los élderes de Israel se debe en forma directa a la falta de estimación de su veracidad (JI., marzo de 1902, 37:146-148).

Deberes de los padres

Ojalá vivan los padres en Israel como deben vivir, traten a sus esposas como deben tratarlas, hagan sus ho­gares lo más cómodo que puedan, alivien las cargas de sus compañeras cuanto puedan, den un ejemplo recto a sus hijos, les enseñen a reunirse con ellos en sus ora­ciones, en la mañana y al anochecer, y al sentarse para tomar sus alimentos, les enseñen a reconocer la miseri­cordia de Dios en darles el alimento que comen y la ropa que visten, y a reconocer la mano de Dios en todas las cosas. Este es nuestro deber, y si no lo hacemos, el Señor no quedará complacida, porque Él lo ha dicho. Él se com­place únicamente con aquellos que reconocen su mano en todas las cosas (CR., octubre de 1909, pág. 9; Doc. y Con. 59:7, 21).

La maternidad es el fundamento del hogar y la nación

La maternidad constituye el fundamento de la felici­dad en el hogar y de la prosperidad en la nación. Dios ha impuesto sobre los hombres y las mujeres obligaciones muy sagradas en lo que respecta a la maternidad, y son obligaciones que no se pueden pasar por alto sin incu­rrir en el desagrado divino. En 1 Timoteo 2:13-15, nos es dicho que “Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo en­gañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engen­drando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia”. ¿Puede salvarse sin tener hijos? Verda­deramente corre un riesgo muy grave si intencionalmente desprecia lo que es un requisito declarado de Dios. ¿Có­mo declarará su inocencia cuando no es inocente? ¿Cómo disculpará su falta cuando está sobre ella?

Por lo general no se niega la cuestión de la obliga­ción de los padres en el asunto de los hijos. Sin embargo, con demasiada frecuencia se excusa la falta de cumpli­miento de dicha obligación.

“La herencia de Jehová —nos es dicho— son los hi­jos”; y también son, según el salmista, “cosas de estima” (Salmos 127:3). ¿Si los hijos son privados de su primo­genitura, cómo podrán ser cosa de estima en las manos del Señor? No son una fuente de debilidad y pobreza a la vida familiar, porque traen consigo ciertas bendi­ciones divinas que contribuyen a la prosperidad del ho­gar y la nación. “Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta” (Salmos 127:4,5).

¿Qué respuesta darán los hombres y mujeres para justificar su conducta que contraviene los mandamientos de Dios? Aquellos cuyos corazones están cerca de las leyes más sagradas de Dios harán grandes sacrificios para cumplirlas sinceramente.

Sin embargo, recientemente ha surgido una condición en nuestra vida social que está pugnando contra los di­vinos requisitos de la maternidad. Hombres y mujeres se defienden con el tremendo aumento en el costo de engendrar hijos. Las cosas esenciales para ser madre, en cuestión de los honorarios del médico, cargos de en­fermeras y cuentas del hospital son tan elevadas, que desalientan a los hombres y a las mujeres cuyos medios son escasos. La carga de estos gastos ciertamente se está haciendo pesada, y si es que van a obstruir el cumpli­miento de los requisitos de Dios, algo debe hacerse, bien sea para eliminarlos o reducirlos, y se debe disponer algún medio que proteja a la familia y al país de la destrucción. Es un problema que bien se merece la atención de nues­tros legisladores, quienes aportan generosamente en asun­tos que son insignificantes, en comparación con la salud, riqueza y prosperidad física de la nación (JI., mayo de 1915, 50:290-291).

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