Doctrina del Evangelio

Capítulo 7

Adoración en el hogar


Prudencia en dar a los niños

Es causa de gran satisfacción a los padres el poder corresponder a los deseos de sus hijos, pero indudable­mente es crueldad hacia un niño darle todo lo que pide. Prudentemente puede negarse a los niños cosas que aun en sí mismas son inofensivas. Nuestros placeres más fre­cuentemente dependen de la calidad de nuestros deseos que de verlos satisfechos. Se puede colmar a un niño de regalos que le traen poco o ningún placer, sencillamente porque no los desea. De manera que la educación de nuestros deseos es de importancia trascendental a nues­tra felicidad en la vida; y cuando aprendamos que hay una educación para nuestro intelecto, y emprendamos esa educación con prudencia y sabiduría, haremos mucho para aumentar no sólo nuestra felicidad sino nuestra utilidad en el mundo.

Los métodos de Dios para educar nuestros deseos son, desde luego, siempre los más perfectos; y si aquellos que tienen en sus manos la facultad para educar y dirigir los deseos de los niños imitaran lo prudencia que El mani­fiesta, los niños tendrían mayor éxito en combatir las dificultades que afligen a los hombres en todas partes en la lucha por la existencia. ¿Y cuáles son los métodos de Dios? En todo aspecto de la naturaleza se nos ense­ñan las lecciones de la paciencia y de la espera. Quere­mos las cosas mucho antes de recibirlas, y el hecho de que las hemos deseado por largo tiempo se tornan más preciosas aun cuando nos llegan. En la naturaleza tene­mos nuestra temporada de siembra y de siega; y si se enseña a los niños que los deseos que siembran podrán cosecharse con el tiempo, mediante la paciencia y el trabajo, aprenderán a apreciar cuando se realice una meta por largo tiempo esperada. La naturaleza nos resiste y sigue amonestándonos a que esperemos; por cierto, nos vemos compelidos a esperar.

Un hombre tiene mucho mayor capacidad para disfru­tar de aquello que le ha costado un número de años de trabajo, que aquel que recibe como obsequio un objeto similar. Por tanto, es cosa sumamente desafortunada para los niños cuando sus padres debilitan grandemente o casi destruyen por completo la capacidad del niño para gozar de varios de los placeres más sanos de la vida. El niño que recibe todo lo que quiere y cuando lo quiere es realmente digno de lástima, porque carece de la habili­dad para disfrutarlo. Puede haber cien veces más placer en una moneda de plata para un niño, que para otro.

Nuestros deseos son los móviles más poderosos que nos incitan a la energía y nos impulsan a producir y a crear en la vida. Si son débiles, nuestras creaciones probable­mente serán pequeñas e insignificantes. El dinero por el cual un joven tiene que trabajar es de valor en su vida, y tiene una fuerza efectiva para comprar que es superior a la del dinero que se le regala; y lo que se dice de los jóvenes se aplica igualmente a las niñas y señoritas. La joven que gana algo, que trabaja persistente y paciente­mente para tener dinero que puede llamar propio, tiene una capacidad para disfrutar de los objetos de sus de­seos que es muy superior a la de la joven que nunca aprende a ganar dinero. También conoce y aprecia el valor del dinero más que aquella que nunca tuvo que esperar hasta ganarlo. Es un error el que los padres supongan que una hija nunca debe verse obligada a ganar algo. Todo esfuerzo que hacemos hacia la realización de nuestros deseos proporciona fuerza y carácter al hombre y a la mujer. El que edifica una casa disfruta mucho más de su ocupación, que el que la recibe como regalo.

Tan malo es dar sistemáticamente a un niño cuando desea, como negarle todo. Cuando los padres condescen­dientes imaginan que están contribuyendo al placer de la vida de sus hijos dándoles cuanto desean, de hecho están destruyendo la capacidad de sus hijos para disfrutar del cumplimiento de sus deseos, debilitados y pervertidos por el exceso de complacencia. La habilidad para dar pru­dentemente a los niños es efectivamente una aptitud rara, y sólo se adquiere mediante el juicioso y prudente ejer­cicio del más alto sentido de deber que los padres pue­den abrigar por sus hijos. El deber siempre es más pre­ferible que la complacencia (JI, julio de 1903, 38:400).

No impongamos juramentos a los niños

Nos parece una prudencia cuestionable imponer cual­quier clase de juramento a los niños. Nosotros mismos no imponemos juramentos a nuestros hijos, y no vemos motivo para permitir que otros lo hagan. Se pueden dar instrucciones a los niños, amonestándolos a no usar be­bidas alcohólicas o tabaco, si se les impone tal respon­sabilidad, con igual efecto que si les es requerido un juramento. No debe permitirse que un hombre o grupo alguno de gente reúna a nuestros niños con objeto de afiliarse con alguna sociedad de templanza, sin que pri­mero obtengan el consentimiento de los padres o tutores de estos niños, y damos por sentado que no se dará tal consentimiento. También lo damos por hecho que los con­sejos de educación no permitirán que tal se haga regu­larmente en las escuelas públicas sin el permiso de re­ferencia.

Debe entenderse que nosotros, los Santos de los Últimos Días, enseñamos la templanza y la moralidad como parte de nuestra religión, y que nos consideramos com­petentes para hacer esta clase de obra entre nuestros propios hijos sin la ayuda de sociedades de templanza que vienen de afuera (JI, diciembre de 1902, 37:720).

Los niños tienen iguales derechos que los mayores en la casa del Señor

Se debe enseñar a nuestros niños que tienen iguales derechos que sus padres en la casa del Señor, e igual que sus vecinos o cualquier otro (CR, octubre de 1904, pág. 88).

No hipotequéis vuestras casas

Hermanos míos, cuidaos de imponer algún gravamen sobre el techo que cubre la cabeza de vuestras esposas y vuestros hijos. No lo hagáis, no abruméis vuestras tie­rras con hipotecas, porque es de vuestras granjas que obtenéis vuestro alimento y los medios para proporcio­naros vuestra ropa y demás necesidades de la vida. Con­servad vuestras posesiones libres de compromisos.

Liquidad vuestras deudas con toda la rapidez posible, y no os endeudéis más, porque así es la manera en que se cumplirá la promesa de Dios a los miembros de su Iglesia, y llegarán a ser el más rico de todos los pueblos del mundo. Pero esto no se realizará mientras hipotecáis vuestras casas y granjas o contraéis deudas superiores a vuestra habilidad para pagar, con lo que tal vez, vues­tro nombre y crédito caerá en la deshonra porque os habéis sobre-extendido. Un buen lema al respecto es éste: “Nunca extiendas el brazo más allá de lo que puedes recoger” (CR, abril de 1915, pág. 11).

No hay substituto para el hogar

La tendencia cada vez mayor por todo el país, de abandonar el hogar por el hotel y la vida nómada, con BU espíritu continuamente agitado e inquieto, también se manifiesta acá y allá entre los Santos de los Últimos Días. Tal vez no sea inoportuna una palabra de amones­tación en esta oportunidad, a aquellos que se imaginan que hay cierto encanto así como beneficio en recorrer el mundo en busca de placeres y novedades consiguientes al frecuente cambio de domicilio.

No hay substituto para el hogar. Su fundamento es tan antiguo como el mundo, y su misión fue establecida por Dios desde las épocas más remotas. De Abraham nacieron dos razas antiguas representadas en Isaac e Is­mael. Una de ellas edificó casas estables y estimó su tierra como herencia divina. De la otra provinieron los hijos del desierto, y tan intranquilos como las arenas siempre inestables sobre las cuales se plantaban sus tien­das. Desde ese día hasta el tiempo presente el hogar ha sido la característica principal que distingue a las nacio­nes superiores de las inferiores. De modo que el hogar es más que una habitación, es una institución que signi­fica estabilidad y amor en el individuo así como en las naciones.

No puede haber felicidad genuina aparte y separada del hogar, y todo esfuerzo que se hace por santificar y preservar su influencia ennoblece a quienes trabajan y se sacrifican por establecerlo. Los hombres y las mujeres a menudo intentan reemplazar la vida del hogar con algu­na otra clase de vida; quieren hacerse creer que el hogar significa restricción, que la libertad mayor es la oportu­nidad más amplia para ir donde uno quiera. No hay feli­cidad sin servicio, y no hay servicio mayor que el que convierte el hogar en una institución divina y fomenta y preserva la vida familiar.

Quienes esquivan las responsabilidades del hogar ca­recen de un elemento importante del bienestar social. Po­drán entregarse a los placeres sociales, pero éstos son superficiales y resultan en desilusiones más adelante en la vida. Las ocupaciones del hombre a veces lo aleja de su hogar, pero el pensamiento de poder volver a casa siempre es una inspiración que conduce a las buenas obras y la devoción. Cuando la mujer abandona el hogar y sus deberes, el caso es más deplorable. Los malos efectos no se limitan sólo a la madre; se priva a los niños de un derecho sagrado, y su amor queda despojado de su punto de recuperación dentro de los muros del hogar. Las me­morias más perdurables de la niñez son las que se rela­cionan con el hogar, y los recuerdos más estimados de la vejez son aquellos que evocan las asociaciones de la juventud y sus felices contornos.

Debe desalentarse esta disposición entre los miembros de andar errando. Si las comunidades han de emprender el vuelo, dejad ir a los jóvenes y transmítanse los anti­guos hogares de generación en generación; y establézcase el hogar con la idea de que va a ser morada de la fami­lia de una generación a otra, que será un monumento a su fundador y una herencia de todo lo que es sagrado y estimado en la vida del hogar. Sea la meta a la cual hará la peregrinación una posteridad cada vez más nu­merosa. El hogar, un hogar estable y puro, es la más alta garantía de estabilidad social y permanencia en el gobierno.

El Santo de los Últimos Días no tiene la ambición para establecer un hogar y darle permanencia, no tiene un concepto completo del deber sagrado que el evangelio le impone. En ocasiones podrá ser necesario mudar de resi­dencia, pero nunca debe hacerse por causas ligeras o tri­viales, ni para satisfacer un espíritu inquieto. Siempre que se construyan hogares, debe prevalecer en todo momento la idea de permanencia. Muchos de los miembros viven en partes del país que son menos productivas que otras, que poseen pocos atractivos naturales; sin embar­go, aman sus hogares y su ambiente, y los hombres y mujeres más estables de tales comunidades son los últi­mos en abandonarlas. No hay en la riqueza o en la ambi­ción cosa alguna que pueda reemplazar el hogar. Su in- fluencia es una necesidad esencial para la felicidad y bienestar del hombre (JI, marzo de 1903, 38:144-146).

La adoración y oración en el hogar

En el evangelio tenemos la verdad. Si tal es el caso, y doy mi testimonio de que así es, entonces es digno de cada uno de nuestros esfuerzos el que tengamos la ver­dad, cada cual por sí mismo, y comunicarla a nuestros hijos mediante el espíritu y la práctica. Son demasiados los que dejan la orientación espiritual de sus hijos a la ventura o a otros, más bien que así mismos, y piensan que las organizaciones son suficientes para la instruc­ción religiosa. Nuestros cuerpos físicos pronto se extenuarían si les diéramos de comer sólo una vez a la se­mana, o dos, como algunos de nosotros solemos alimen­tar nuestros cuerpos espirituales y religiosos. Nuestros asuntos materiales serían mucho menos prósperos si úni­camente los atendiésemos dos horas a la semana, como algunos parecen hacer con sus asuntos espirituales, espe­cialmente, si aparte de esto nos conformamos, como algu­nos lo hacen en sus asuntos religiosos, con permitir que otros los manejen.

No; al contrario, esto debe hacerse todos los días, y en el hogar, por medio del precepto, la enseñanza y el ejemplo. Hermanos, hay en el hogar demasiado poca de­voción religiosa, amor y temor de Dios; exceso de mun­danería, egoísmo, indiferencia y falta de reverencia en la familia, o jamás existirían estas cosas tan abundante­mente por fuera. De manera que el hogar es lo que necesita reformarse. Procurad hoy, y mañana, efectuar un cambio en nuestro hogar dos veces al día con vuestra fa­milia; llamad a vuestros hijos y a vuestra esposa a que oren con vosotros; pedid una bendición sobre todo ali­mento que comáis. Pasad diez minutos leyendo un capí­tulo de las palabras del Señor en la Biblia, el Libro de Mormón, Doctrinas y Convenios, antes de acostaros o an­tes de salir a vuestro trabajo cotidiano. Alimentad vues­tro ente espiritual en el hogar, así como en lugares pú­blicos. Abunden en vuestras familias el amor y la paz y el Espíritu del Señor, bondad, caridad, sacrificio en bien de otros. Desterrad las palabras ásperas, envidias, odios, el mal hablar, el lenguaje obsceno y las indirectas y blasfemias, y dejad que el Espíritu de Dios se posesione de vuestros corazones. Enseñad a vuestros hijos estas co­sas, con espíritu y poder, apoyados y fortalecidos por la práctica personal; hacedles ver que sois sinceros y que lleváis a la práctica lo que predicáis. No pongáis a vues­tros hijos en manos de especialistas en estas cosas, antes instruidles por vuestro propio precepto y ejemplo en el seno de vuestro propio hogar, y sed vosotros mismos es­pecialistas en la verdad. Sean nuestras reuniones, escue­las y organizaciones el suplemento a nuestras enseñanzas e instrucciones, más bien que nuestros únicos y principa­les maestros. No se extraviaría un niño de cada cien, si el ambiente, el ejemplo e instrucción del hogar concor­dasen con la verdad en el evangelio de Cristo cual se ha revelado y enseñado a los Santos de los Últimos Días. Padres y madres, vosotros sois principalmente los culpa­bles de la infidelidad e indiferencia de vuestros hijos. Podéis remediar el mal mediante la sincera adoración, ejemplo, instrucción y disciplina en el hogar (IE, diciem­bre de 1903, 7:137, 138).

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