Viviendo según el Evangelio

Capítulo 16
ORDENANZAS DEL SACERDOCIO


Bendición de los niños.

«Todo miembro de la Iglesia de Cristo que tenga hijos debe traerlos a los élderes de la Iglesia, quienes les impondrán las manos en el nombre de Jesucristo, y los bendecirán en su nombre» (D. y C. 20:70).

La bendición de un bebé ante la congregación de los santos bajo la dirección del presidente de la rama, por aquellos que poseen el sacerdocio, es una ceremonia sencilla pero emotiva. Si el padre del niño tiene el Sacerdocio Mayor, usualmente es designado por el presidente para pronunciar la bendición.

En esta ceremonia se logran dos cosas: (1) se da a la criatura un nombre por el cual será conocido en los registros de la Iglesia y entre sus semejantes, y (2) se da una bendición al niño. El Salvador estableció el ejemplo de este rito. En el Nuevo Testamento encontramos que también él daba bendiciones a los niños que le eran traídos por sus padres:

“Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reñían a los que los presentaban.
“Y viéndolo Jesús, se enojó, y les dijo: Dejad los niños venir, y no se lo estorbéis; porque de los tales es el reino de Dios.
“De cierto os digo, que el que no recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
“Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía» (Marcos 10:13-16).

Bautismo.

«De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5).

Estas palabras que usó el Salvador para explicar a Nicodemo qué tendría que hacer para ser salvo, deberían convencer a cualquier fiel creyente en el plan del evangelio de la necesidad del bautismo. El mandamiento de bautizarse, como todos los otros mandamientos que Dios nos ha dado, no es ni irrazonable ni arbitrario. Debe haber una buena razón para esta ceremonia porque sabemos que todos los mandamientos de Dios nos fueron dados sólo para lograr nuestro bienestar.

El bautismo por inmersión, la forma aceptada en la Iglesia Cristiana de los últimos días, tanto como en la primitiva, es un símbolo impresionante y significativo. A la vez que sugiere la sepultura de la vida anterior, el lavamiento del pecado y una vida nueva, también conmemora la muerte del Señor por nosotros y su salida de la tumba y vida eterna. Al ser bautizados hacemos convenio con el Señor de que nos hemos arrepentido de nuestros errores y que intentaremos conservar nuestra vida nueva tan pura y limpia como podamos. A su vez el Señor nos perdona nuestros pecados. Además, convenimos en tomar sobre nosotros el nombre de Cristo, el único nombre dado por el cual podemos ser salvos. Así prometemos que el plan del evangelio, dado a nosotros por Jesucristo, será el modelo de vida que vamos a seguir, porque nos damos cuenta que ese plan es el único que nos admitirá en el reino de Dios. Volver a ganar la bendita presencia de nuestro Padre Celestial y de su Hijo Jesucristo es la meta hacia la cual se dirigen todos los verdaderos discípulos de Cristo.

Si somos bautizados correctamente, se nos coloca en posición tal que nos permite recibir el don del Espíritu Santo. Sin la ayuda e inspiración que vienen de esa fuente santa no podríamos llegar a ganar la vida eterna. Aquellos que se prestan a las indicaciones del Espíritu Santo obtienen inevitablemente una comprensión mejor de las posibilidades que tienen para ejercer todas las virtudes cristianas.

El verdadero significado del bautismo fue enseñado efectivamente por Alma a aquellos que se sentían atraídos por la Iglesia. En el Libro de Mormón leemos:

“.  . . Y ya que deseáis entrar en el rebaño de Dios y ser llamados su pueblo, y sobrellevar mutuamente el peso de vuestras cargas para que sean ligeras;
“Sí, y si estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y consolar a los que necesitan consuelo, y ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas, y todo lugar en que estuvieseis, aun hasta la muerte, para que seáis contados con los de la primera resurrección, para que tengáis vida eterna. . .
“Digos ahora que si éste es el deseo de vuestros corazones, ¿qué os impide ser bautizados en el nombre del Señor, como testimonio ante él de que habéis hecho convenio con el de servirle y obedecer sus mandamientos, para que pueda derramar su espíritu más abundantemente sobre vosotros?
“Y cuando el pueblo hubo oído estas palabras, batieron las manos de gozo y exclamaron: Ese es el deseo de nuestros corazones” (Mosíahl 8: 8-11).

En estos últimos días el Señor nos ha hablado nuevamente acerca del significado del bautismo. Destacó para sus hijos la importancia de que en el rito externo se refleja un verdadero renacimiento interior del espíritu.

“Además, por vía de mandamiento a la Iglesia concerniente al bautismo: Todos los que se humillen ante Dios, y deseen bautizarse, y vengan con corazones quebrantados y con espíritus contritos, testificando ante la Iglesia que se han arrepentido verdaderamente de todos sus pecados y que están listos para tomar sobre sí el nombre de Jesucristo, con la determinación de servirle hasta el fin, y verdaderamente manifiestan por sus obras que han recibido el Espíritu de Cristo para la remisión de sus pecados, serán recibidos en su Iglesia por el bautismo” (D. y C. 20:37).

Confirmación.

Todos los hombres pueden gozar del espíritu de Dios, también llamado el Espíritu de Cristo. Todos los seres vivientes reciben sus numerosas bendiciones por medio de ese espíritu. Sin duda, la vida misma viene a nosotros mediante ese espíritu que emana de nuestro Padre Celestial. Permanecerá con el hombre mientras que éste no agravie al Señor.

“Pues he aquí, a todo hombre se da el Espíritu de Cristo, para que pueda distinguir el bien del mal; por tanto, os estoy enseñando la manera de juzgar; porque todo lo que invita a hacer lo bueno y persuade a creer en Cristo, es enviado por el poder y el don de Cristo; y así podréis saber, con un conocimiento perfecto, que es de Dios” (Moroni 7:16).

“. . . La palabra del Señor es verdad; y lo que es verdad, es luz; y lo que es luz, es Espíritu, aun el Espíritu de Jesucristo.
“Y el Espíritu da luz a cada ser que viene al mundo; y el Espíritu ilumina a todo hombre por el mundo, si escucha la voz del Espíritu.
“Y todo aquel que escucha la voz del Espíritu, viene a Dios, aun el Padre” (D. y C. 84:45-47).

Sin embargo, el don del Espíritu Santo es la influencia guiadora que viene a nosotros del tercer personaje de la Trinidad.

“El Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre; así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino que es un personaje de Espíritu. De no ser así, el Espíritu Santo no podría morar en nosotros” (D. y C. 130:22).

La misión especial del Espíritu Santo es dar testimonio del Padre y de su Hijo Jesucristo. Pero este testimonio viene sólo a aquellos que buscan diligentemente a Dios. Es por el poder del Espíritu Santo que Dios revela a sus fieles hijos la verdad de todas las cosas.

Luego de haber sido bautizados, nos colocan las manos sobre la cabeza para conferir el don del Espíritu Santo. Esta imposición de manos por aquellos que tienen la autoridad realmente constituye la segunda parte de la misma ceremonia de la cual el bautismo es la primera. Así comenzamos oficialmente como miembros de la Iglesia de Cristo, y a esto se le llama a menudo confirmación, Después de mostrar fe en Jesucristo, habiéndonos arrepentido de nuestros pecados y bautizado en el agua para testificar al mundo con respecto a estas cosas, el señor nos da este Consolador para que nos conduzca a toda verdad. Los misterios de Dios así llamados, es decir, todo lo que concierne a nuestra relación con nuestro Padre Celestial y todo lo que debemos hacer para volver a su presencia, se comprenden más fácilmente con la orientación de este Santo Espíritu de la promesa. El espíritu de profecía y revelación estará siempre con nosotros si vivimos dignos del compañerismo del Espíritu Santo. Por otra parte, el pecado más grave es negar el testimonio del Espíritu Santo después que uno lo ha conocido.

El Espíritu Santo guía e influye en aquellos que se arrepienten de sus pecados y son bautizados. También, las personas dignas que aún no han sido bautizadas en la Iglesia pueden gozar de la influencia directora del Espíritu Santo. El Señor permite esto para convencer a los sinceros investigadores de la verdad de que Jesús es el Cristo. Cuando éstos se dan cuenta de esta gran verdad, usualmente desean afiliarse a la Iglesia. Todos los miembros, ya sea que haga tiempo que conozcan la verdad o sean recién convertidos, deben atesorar este acercamiento al Espíritu Santo como su posesión más preciosa y ordenar sus vidas de acuerdo con la voluntad expresa de Dios, o perderán esta certeza sagrada. Permanezcamos todos cerca del Señor y de su obra para poder disfrutar siempre de los numerosos dones espirituales que nos da él por medio del poder del Espíritu Santo,

La Santa Cena.

Somos bautizados en el nombre del Señor, como testimonio ante él de que hacemos convenio con él para servirle y guardar sus mandamientos para que pueda derramar su Espíritu más abundantemente sobre nosotros. (Léase Mosíah 18: 10). Sólo una vez efectuamos esta ceremonia, a los ocho años de edad, si nuestros padres son miembros de la Iglesia, o en caso contrario, luego que entendamos la luz de la verdad. Por participar de lo que en la Iglesia es llamado “el sacramento”, tenemos la oportunidad de renovar los convenios que hicimos en las aguas del bautismo.

Un análisis cuidadoso de las oraciones pronunciadas cuando se pasan a la congregación de los santos los emblemas sagrados, junto con el significado y propósito del bautismo tal como se ha explicado en el párrafo precedente, nos ayudará a entender la íntima relación que existe entre el bautismo y el sacramento de la Santa Cena. Antes de pasar el pan, el presbítero o élder repite esta oración:

“Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él; para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y den testimonio ante tí, oh Dios, Padre Eterno, que desean tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y recordarle siempre, y guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre tengan su Espíritu consigo. Amén» (Moroni 4:3).

Y antes de repartir el agua a la congregación:

“Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo te pedimos que bendigas y santifiques este vino (o agua) para las almas de todos los que lo beban, para que lo hagan en memoria de la sangre de tu Hijo, que fue vertida para ellos; para que den testimonio ante tí, oh Dios, Padre Eterno, de que siempre se acuerdan de él, para que tengan su Espíritu consigo. Amén” (Moroni 5:2).

Notemos que esta ordenanza sagrada se hace, ante todo, en memoria de la vida y muerte del Salvador. El pan que es partido y el agua, preparados y bendecidos tal como lo prescribió el propio Salvador, representan su cuerpo herido y su sangre que virtió por nosotros. Nosotros no creemos que el pan y el agua se conviertan realmente en el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios (transubstanciacion), sino que meramente representan y nos recuerdan su cuerpo y sangre. Recordando su sufrimiento, renovamos nuestra fe en el Hijo de Dios, nuestro Redentor.

Segundo, prometemos ante Dios y los demás creyentes que siempre recordaremos al Hijo y guardaremos los mandamientos que él nos ha dado. En efecto, repetimos los mismos convenios que hicimos con nuestro Padre Celestial cuando nos bautizamos.

Las oraciones sobre el pan y el agua en el sacramento de la Santa Cena, dos de las pocas oraciones fijas que tenemos en los servicios de nuestra Iglesia, nos prometen que si guardamos los mandamientos que se nos han dado, siempre tendremos el Espíritu de Cristo con nosotros. Esto constituye virtualmente una repetición de las promesas hechas cuando nos colocaron las manos sobre la cabeza para conferirnos el don del Espíritu Santo.

Ahora veamos lo que dijo el Presidente David O. McKay acerca de la Santa Cena, durante la Conferencia General de octubre de 1929:

“En resumen, entonces, la operación de la ley de causa y efecto es tan constante en el reino espiritual como lo es en el mundo material. Se obedece el principio y se recibe la bendición, y la observancia de toda promesa que se hace en relación con el sacramento de la Santa Cena trae los resultados y bendiciones con tanta seguridad como el sol trae la luz.

“El orden, la reverencia, la atención a las promesas divinas ― la promesa de entrar en el rebaño de Cristo, de apreciar las virtudes mencionadas en el evangelio de Cristo, de recordarlas siempre, de amar al Señor con todo el corazón, y de trabajar, aún a costa del sacrificio propio, por la hermandad del hombre — éstas y todas las virtudes similares están relacionadas con la participación del sacramento. Es bueno reunirse y especialmente renovar nuestros convenios con Dios por medio de este santo Sacramento.

“Oh haznos, Dios, realizar
Supremo sacrificio tal:
El don de Cristo, Rey, Señor,
Que nos salvó de todo mal”.

Todo miembro de la Iglesia debe estudiar cuidadosamente las obligaciones que contrae cuando participa de la Santa Cena, y darse cuenta que, a menos que asista a sus reuniones sacramentales con regularidad, perderá mucha fortaleza y sostén espiritual. No podemos permitirnos perder la ayuda que viene de participar en la reunión más importante de la Iglesia, la reunión sacramental semanal.

En el Libro de Mormón se encuentra una afirmación de Jesucristo con respecto al sacramento;

“Y cuando la multitud comió y fue satisfecha, dijo a los discípulos: He aquí, uno de vosotros será ordenado; y le daré poder para partir pan, y bendecirlo y darlo a los de mi Iglesia, a todos los que crean y se bauticen en mi nombre.
“Y siempre procuraréis hacer esto, tal como yo lo he hecho, así como he partido pan, y lo he bendecido y os lo he dado”. (3 Nefi 18:5,6).

Ordenaciones.

«Creemos que el hombre debe ser llamado de Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad para predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas» (Quinto Artículo de Fe).

Los cuatro libros canónicos de la Iglesia atestiguan que cada vez que el Señor necesitaba a un hombre para una misión particular, lo llamaba formalmente. Las Escrituras muestran que estos llamamientos se hacían usualmente por medio de la imposición de manos por hombres que tenían la autoridad para oficiar en la obra del Señor.

En la actualidad, como en los días pasados, la autoridad de oficiar en el nombre de Dios opera en la Iglesia de Cristo. Este poder fue conferido al profeta José Smith y otros por ordenación de las manos de siervos de Dios que poseyeron dicho poder en dispensaciones anteriores. Cualquier hombre que en la actualidad tiene el derecho de actuar en el nombre del Señor puede seguir la línea de su autoridad para oficiar en las ordenanzas del evangelio hasta la restauración del Santo Sacerdocio a principios del siglo diecinueve. Ningún hombre puede atribuirse el derecho de representar al Señor y su causa sin haber recibido primero ese poder mediante una ordenación bajo las manos de aquellos que poseen el Santo Sacerdocio. (Véase el Capítulo 12, “Autoridad Divina”).

Obra del templo.

Un templo de los santos de los últimos días es un edificio en el cual se administran las más altas ordenanzas del sacerdocio. Estas ordenanzas, que ligan en esta vida y en la venidera, no pueden realizarse fuera de los templos del Señor. Se permite que entren al templo los fieles santos de los últimos días para recibir sus propias investiduras o recibirlas «por poder» a favor de aquellos que murieron sin el evangelio.

Las ordenanzas del templo comprenden el bautismo por los muertos, vicariamente; la imposición de manos para recibir el don del Espíritu Santo por los muertos, vicariamente; las investiduras; el matrimonio en el templo, también llamado matrimonio celestial, que liga por esta vida y por la eternidad; y varias clases de sellamientos. Las investiduras, el matrimonio y las ordenanzas de ligar o sellar se efectúan para las personas vivas o vicariamente por los muertos.

Nadie más que los miembros buenos de la Iglesia, cuya rectitud puede ser garantida por los oficiales que los presiden, pueden ser admitidos en el templo para hacer la obra allí. (El próximo capítulo contiene una discusión más completa de la obra del templo).

Las investiduras y el matrimonio son parte de las ordenanzas del sacerdocio que el evangelio de Jesucristo considera indispensables para ganar la vida eterna.

Unción de los enfermos.

“¿Está alguno enfermo entre vosotros? llame a los ancianos de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará. . .” (Santiago 5:14, 15).

El poder de sanar a los enfermos por medio de la fe en Cristo y la intercesión de las oraciones de los ancianos (élderes) se practicaba con frecuencia en los tiempos del Nuevo Testamento. La mayor parte de los milagros narrados se refiere a la curación de enfermos. En la Iglesia de la actualidad está actuando el mismo poder, y miles testifican que los enfermos que ejercen su fe han sido curados a menudo por medio de la ministración de los élderes de la Iglesia.

No todos los portadores del Sacerdocio de Melquisedec tienen el «don de sanidades» en el mismo grado. Algunos élderes parecen tener en un grado extraordinario la fe necesaria para curar a los enfermos. También los enfermos poseen diferentes grados de fe, así que algunos sanan de sus dolencias más rápidamente que otros. Naturalmente, no se debe esperar que todos los que reciben bendiciones de los élderes sanen de sus enfermedades. Algunos mueren a pesar de habérseles ungido. En estos casos siempre habrá duda de que el enfermo, los élderes o ambos no ejercieron la fe necesaria para producir la curación. No debemos descartar la posibilidad de que tal vez la persona enferma estaba señalada para morir en ese momento.

Todos los seres mortales hemos de morir en algún momento. Sin embargo, el Señor mismo nos ha asegurado que aquellos que mueren después de haber sido bendecidos por los élderes mueren en el Señor, y su muerte será dulce.

También en estos asuntos debemos seguir los consejos de Dios, cuidando de los enfermos entre nosotros, tanto en términos de ejercer nuestros dones espirituales como en usar toda la habilidad y conocimiento médico de que se pueda disponer en el momento. Las instrucciones sobre estos asuntos que encontramos en las Escrituras son bastante detalladas:

“Y los que de entre vosotros estuvieren enfermos, y no tuvieren fe para ser sanados, más creyeren, serán nutridos con toda ternura, con hierbas y alimento sencillo, y esto no de la mano de un enemigo.
“Y los élderes de la Iglesia, dos o más, serán llamados, y orarán por ellos y les impondrán las manos en mi nombre; y si murieren, morirán para mí; y si vivieren, vivirán para mí.
“Viviréis juntos en amor, al grado de que lloraréis por los que mueren, y más particularmente por aquellos que no tienen esperanza de una resurrección gloriosa.
“Y acontecerá que los que mueren en mí, no gustarán de la muerte, porque les será dulce.
“Y los que no murieren en mí, ¡ay de ellos! porque su muerte será amarga.
“Y además, acontecerá que el que tuviere fe en mi para ser sanado, y no estuviere señalado para morir, sanará.
“El que tuviere fe para ver, verá.
“El que tuviere fe para oír, oirá.
“El cojo que tuviere fe para saltar, saltará.
“Y los que no tuvieren fe para hacer estas cosas, más creyeren en mí, tendrán el poder de llegar a ser hijos míos; y en tanto que ellos no violaren mis leyes, soportarás sus debilidades” (D. y C. 42:43-52).

Bendiciones patriarcales.

En los tiempos del Antiguo Testamento, bajo el orden patriarcal, el padre o abuelo más anciano ejercía la autoridad paternal, y por lo tanto, se preocupaba particularmente por el bienestar espiritual de sus hijos, nietos, etc. En esos días se acostumbraba que el patriarca diese a sus descendientes bendiciones formales y les revelase la voluntad de Dios con respecto a ellos. El ejemplo bíblico de estas bendiciones que recordamos del momento es la bendición de Jacob a sus dos nietos, Manasés y Efraín (Véase Génesis 48). Las Doctrinas y Convenios nos informan que en los días de José Smith los miembros de la Iglesia pedían frecuentemente que se les hiciese saber la voluntad de Dios con respecto a ellos. Igualmente en la actualidad, todo fiel santo de los últimos días puede recibir una bendición personal para guiarle y animarle a continuaren los senderos de la rectitud y conocer su linaje. En cada estaca se señalan usualmente uno o más patriarcas para dar tales bendiciones.

Las bendiciones patriarcales han probado ser una fuente de fortaleza y consuelo para numerosos santos de los últimos días, especialmente cuando sus intenciones de vivir de acuerdo con los principios del evangelio parecían estar rodeadas de dificultades extremas. Aunque el Patriarca de la Iglesia o un patriarca de estaca, al bendecir a los hijos de Dios, pueden aludir a sucesos futuros, no debemos pensar que las bendiciones patriarcales son una forma de adivinación de lo futuro. Más bien debemos considerarlas como otra ceremonia que nos acerca más a nuestro Hacedor.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario