La Fuente de un Testimonio

La Fuente de un Testimonio

J. Reuben Clark Jr.

Por el presidente· J. Reuben Clark. Jr.
De la primera presidencia
(Tomado de the Church News 1958)


Me agradaría conversar con vosotros, como dije en una ocasión anterior, hacer de cuenta, más bien, que estoy de visita entre vosotros. Y antes que todo, quisiera añadir mis felicitaciones a las del presidente Wilkinson por lo que habéis realizado en el campo de los deportes. Entonces quisiera añadir mis felicitaciones a las de él por la actuación de esta orquesta sinfónica. Han ejecutado admirablemente un trozo difícil. Cuando entré y los oí afinar y volver a afinar sus instrumentos para deleitarnos tan maravillosamente, no pude sino pensar que si dentro de nosotros pudiera haber una afinidad entre uno y otro durante el resto de mis palabras que pronunciaré, qué bueno sería. Espero y ruego que podamos lograrlo.

Recibí su carta, presidente Wilkinson, y tal vez debo advertirle que quizá me será necesario preguntarle algunas cosas. Pero, para dar principio, quisiera relatar una pequeña historia.

Un día se juntaron dos ancianos.

Uno dijo: “Jaime, hay tres cosas que no puedo recordar.”

Y José preguntó: “¿Cuáles son?”

“No puedo recordar los nombres; no puedo recordar las caras; no puedo recordar… y ahora no puedo recordar lo que no puedo recordar.”

De modo que, prepárese para lo que vaya a suceder, presidente Wilkinson.

En la carta que el presidente me envió, intentó ayudarme, y creo que logró hacerlo.

Primero dijo: “Quizá le interesará una observación que hemos notado concerniente a la forma en que reaccionan nuestros estudiantes con estos discursos. Prefieren mucho más los discursos que no se leen.”

No recuerdo cuando fue la última vez que leí mi discurso aquí, pero creo que no hace mucho y concluyo, por esta observación, que al presidente le pareció tan insípido como a mí.

También me dijo en su carta que “les agrada (a los estudiantes) las experiencias personales del orador”.

No estoy muy seguro de esta última idea. Me desagradaría pensar, presidente Wilkinson, que muchos de nosotros basamos nuestros testimonios en lo que otras personas dicen. No sería bueno que tuviesen que depender de lo que otro hombre dijo, pese a lo famoso o desconocido que haya sido.

Recuerdo haber leído hace algunos años un testimonio que escribió Napoleón concerniente a Dios o concerniente al Salvador, no me acuerdo cuál de los dos. Pero, ¿sabéis vosotros que no me interesa en lo mínimo lo que Napoleón opinaba, ya sea de Dios o del Salvador, en lo que concierne a mi propia creencia? Mi testimonio es lo que yo pienso y lo que yo tengo aquí en el corazón. Eso es lo importante para vosotros y para mí.

He oído una anécdota de un juez holandés, que bien puede ilustrar la posición en que se encuentra el que basa su fe en el testimonio de otros. Este juez tenía delante de él a un hombre acusado de homicidio. El fiscal presentó a seis testigos que vieron al hombre cometer el asesinato. El abogado defensor presentó a seis testigos que no vieron al hombre cometer el asesinato; y el reo quedó libre.

Pues bien, digo yo, supongamos que alguien reúne a media docena de hombres que pueden testificar de la bondad y misericordia y amor de Dios, y entonces encuentra otra media docena de individuos que no pueden testificar de haber recibido las bendiciones de que disfrutaron los otros. ¿Se concluiría por esa investigación que no había Dios?

El punto es este: Obtened vuestro propio testimonio. Quizá, ya que no hay mucho tiempo, daré en esta ocasión mi propio testimonio. En mi concepto, el testimonio procede de dos fuentes. Una es la que yo llamaría la fuente sensible o sensoria: la fuente de los sentidos, el tacto, el olfato, la vista, el oído, etc. y en seguida, el testimonio espiritual que yo tengo y que vosotros tenéis. Y os hablo en esta ocasión según el testimonio espiritual. Os declaro que yo sé que Dios vive. Yo sé que Jesús es el Cristo—lo sé espiritualmente—y es un conocimiento muy superior a cualquier conocimiento sensorio que yo pudiera obtener, porque podría creer que había estado soñando si tuviese una visión, pero no estoy soñando cuando lo siento en mi corazón.

No paséis por alto estos testimonios. Y testifico además que yo sé que Jesús es el Cristo, que murió por nosotros, por vosotros y por mí, y que resucitó por nosotros, por vosotros y por mí. Testifico que se perdió el evangelio, por lo menos se perdió el sacerdocio. Tenían los libros, muchos de ellos—la Biblia— pero no supieron cómo usarlos y los pervirtieron. Pero ahora testifico que el evangelio en su plenitud, cual ha sido revelado hasta hoy, se restauró por medio de José Smith; y por conducto de él y los hombres que se asociaron con él, vino el sacerdocio. Os testifico que este sacerdocio vino de Dios. Os testifico que el sacerdocio, restaurado y conferido de esta manera a José y los que estaban con él, permanece en la Iglesia en la actualidad, y que ha estado con la Iglesia desde su fundación. Vosotros poseéis el sacerdocio y sois aquellos en cuyas manos será confiada la preservación de ese sacerdocio, y esta preservación sólo se puede lograr mediante la justicia de vuestras vidas.

Hay dos testimonios en la Biblia que son de interés para mí. Hay muchos, pero son dos los que deseo mencionar esta mañana. El primero es un incidente que ocurrió entre el centurión y el Salvador, cuando aquél vino a suplicarle que su siervo fuese sanado, y el Señor le dijo que lo sanaría. El centurión contestó que no era digno de que el Señor entrara en su casa, y que todo lo que el Señor tendría que hacer sería decir la palabra y se obedecería su mandato. El centurión dijo que él también tenía hombres bajo su mando y le decía a éste que fuera, e iba; y a este otro ven, y obedecía; y decía a sus siervos haz esto, y era hecho.

Entonces el Señor dijo: “Desierto os digo, que ni aun en Israel he hallado fe tanta.”

Y el otro al que deseo referirme, es una historia hermosa. Es la narración de una mujer sirofenisa, una griega, un gentil. Vino y le pidió al Señor que sanara a su hija, si bien recuerdo. El Señor le contestó que no podía ir, que no había sido enviado a ella, sino únicamente a la casa de Israel.

“Entonces ella vino, y le adoró diciendo: Señor, socórreme.

“Y respondiendo él, dijo: No es bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.”

Entonces ella contestó—la única respuesta a la que el Salvador, hasta donde yo leído, no tuvo que decir: “Sí, Señor, más los perrillos, comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores.”

Esta es la clase de testimonio, la clase de fe, la clase de conocimiento que nosotros debemos buscar.

Ahora debemos pasar al asunto de incidentes personales. Queréis que os relate algunas de las cosas por las que yo he pasado. Pues bien, he presenciado varias manifestaciones espirituales. He ayudado a bendecir y ungir a personas que han sanado de las enfermedades más graves. Sé que estas curaciones pueden efectuarse. Pero creo que éstas son las cosas de las que no debe hablarse mucho; de modo que no diré más.

Deseo citar otro asunto, y mí tiempo casi ha concluido. Presidente Wilkinson, ¿dijo usted que podría tomar unos diez minutos?

Quisiera decir esto: Desearía que leyeseis la razón porque fue creada la tierra y lo que hará por nosotros la vida que hay sobre ella. Esto se encuentra en el Libro de Abrahán, al fin del tercer capítulo. No tomaré el tiempo para leerlo. Se hizo esta tierra a fin de que hubiera un lugar en donde nosotros pudiésemos ser probados, para ver si íbamos a guardar los mandamientos del Señor o no. Por eso es que estamos aquí. Y recordaréis que los pasajes hablan de ciertos estados. No trataré esto tampoco, sino únicamente diré que si guardamos nuestro primer estado, hemos aumentado en gloria. Si no guardamos nuestro primer estado, no recibimos la misma clase de reino que el hombre que obedeció. Supongo que todos nosotros guardamos nuestro primer estado. Estamos aquí en nuestro segundo estado, y si somos fieles, y guardamos todos los mandamientos del Señor, habrá un aumento de gloria en nosotros para siempre jamás.

Además de todo esto, tenemos el derecho del libro albedrío. El Señor jamás obliga a ningún hombre. Podrá sujetarlo a incidentes y circunstancias que en cierta manera lo obligan, como por ejemplo Pablo, pero el Señor jamás fuerza la mente. La mente es soberana en sí misma y hace lo que quiere.

Y también quisiera deciros que si examináis los anales cuidadosamente, descubriréis que en los grandes y críticos momentos de la historia de esta tierra—religiosa o profana—en esos grandes momentos críticos el hombre ha sido colocado en posición tal, que tuvo que determinar su curso por medio del libre albedrío. Así fue con la caída de Adán. Satanás estuvo allí, pero no encuentro donde se diga que el Señor estuvo allí cuando se hizo la trascendental decisión.

Consideremos otras ocasiones. El Salvador, por ejemplo: Cuando fue tentado, estuvo con Satanás cuarenta días y cuarenta noches. El Padre (según las Escrituras) parece haber dejado que el Salvador preparase su propia resistencia. Al fin de las tentaciones, que fueron grandes y fundamentales (convendría que las leyeseis), descendieron ángeles y sirvieron al Salvador, pero (según las Escrituras), el Padre lo dejó para que llevara a cabo su propia lucha.

Así fue en el jardín de Getsemaní, una de las narraciones más importantes y hermosas de la Biblia. El Salvador se retiró para estar a solas. Dejó a sus discípulos para que vigilaran, y se durmieron. Oró de esta manera: “Padre mío, si es posible, pase de mi este vaso; empero no como yo quiero, sino como Tú.” Previamente había dicho que podía llamar legiones de ángeles, si quería. El Padre (según las Escrituras) no estuvo presente allí en el Getsemaní para guiarlo, para animarlo: lo dejó solo para que efectuara su propia batalla.

Y por último, sobre la cruz, jamás olvidaré las palabras que se pronunciaron casi inmediatamente después que se disipó la obscuridad, como a la hora de nona. Estaba allí clavado, sufriendo la muerte más cruel que los romanos conocían, cuando en su agonía exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Según las Escrituras, peleó esa batalla a solas.

Tengo la más completa seguridad de que el Padre estuvo divinamente vigilante y atento en todo momento de la vida terrenal de su Hijo.

Estoy igualmente seguro de que el Espíritu de Dios nunca se ausentó, siempre estuvo disponible. Pero en todo caso obró el libre albedrío. Y por supuesto, todos sabéis el fin.

No creo que podéis esperar, mis hermanos y hermanas, que el Señor mismo esté a vuestro lado para deciros personalmente lo que debéis hacer, día tras día, hora tras hora, durante el transcurso de vuestra vida. Esa no es la manera en que el Señor obra. Sin embargo, el Espíritu Santo estará a vuestro alcance, si vivís justamente y según la prudencia del Señor. Las vías del hombre no son las vías de Dios. Lo que estáis haciendo ahora, si se me permite la expresión, es afinar vuestras almas para tocar la sinfonía de la vida a la cual llevaréis los problemas que vuestro libre albedrío os ayudará a resolver. La destreza con que afinéis determinará vuestra habilidad para tocar y la manera en que actuará vuestra sinfonía en esta grande sinfonía de la vida.

El presidente McKay me suplicó a instaros a que siempre recordéis que estáis representando la Iglesia. Nunca podéis hallaros en ninguna parte donde os veáis libres de esa marca. La marca de la letra escarlata de que solíamos leer (vosotros probablemente no leéis esa clase de literatura en la actualidad) nunca fue tan sobresaliente, tan observable, como lo es en la actualidad el hecho de ser mormón. No podéis esconderlo. Y no hay sino una cosa que puede hacer un mormón, y esto es vivir en la manera en que debe vivir un mormón.

Espero que el Señor esté con vosotros y os bendiga. Espero estar aquí el año entrante con vosotros en esta reunión, por lo menos con algunos de vosotros. Si entendí lo que el presidente dijo, él quiere que todos volváis, los que se han graduado y los que estáis por hacerlo. Supongo que esto depende principalmente de él.

El Señor esté con vosotros durante el tiempo de vuestras vacaciones, y que esté con vosotros siempre; y vivid de tal manera que podáis pedir las bendiciones de Dios y recibirlas, que podáis pedirle su ayuda para que os dirija en el ejercicio de vuestro libre albedrío, a fin de que nada se interponga entre vosotros y la salvación y exaltación, de las cuales sabemos que podemos disfrutar si vivimos de tal modo que las mereceremos. Esta es mi humilde oración, en el nombre de Jesús. Amén.”

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