El Otro lado del Cielo

El niño y el árbol de mangos


Al poco tiempo de habernos mudado, recibí una gran lección en cuanto a la fe de los tonganos. Esto fue lo que sucedió un día: hacía calor, los mangos estaban maduros y la vida avanzaba lentamente. Feki y yo acabábamos de regresar de hacer visitas cuando, de repente, oímos unos gritos y nos dimos cuenta de que había ocurrido algo fuera de lo común.

El ruido de una pequeña multitud se estaba acercando a nuestra casa. Justo cuando salimos para ver qué sucedía, uno de los miembros, su familia y otras personas iban llegando a nuestra fale.

El padre cargaba el cuerpo aparentemente sin vida de su pequeño de diez años, envuelto en un gran tupenu (trozo de tela). Al bajar al niño de sus hombros y ponerlo en mis brazos, me dijo: «Se cayó desde lo alto de un árbol de mangos y se golpeó la cabeza y la espalda contra las raíces. Tómelo, haga que se ponga bien y tráigamelo de vuelta».

Miré al niño exánime y contesté: «Pero, ¡está muerto! ¿Qué puedo hacer yo? ». El padre simplemente me miró y respondió:

—Si está muerto o no, yo no lo sé. Lo que sí sé es que quiero que vuelva a estar bien y usted tiene el poder para lograrlo.

—La vida proviene de Dios —le expliqué—. Si Dios ha permitido que su vida se vaya, deberíamos resignarnos.

—He hablado con Dios —me respondió—. En este momento, deseo que mi hijo regrese a mí más de lo que Dios desea que vuelva a Él. Sánelo. No es nada malo.

Yo no sabía las palabras que debía usar en tongano para darle una bendición a su hijo y estaba tratando de encontrar una manera de salir de esa situación incómoda; nunca había experimentado personalmente ese tipo de fiel determinación y lo único que deseaba en aquel momento era irme de allí, pero la mirada esperanzada del padre, la madre, los hermanos y los amigos era tan intensa que me sentí sumamente presionado para hacer algo.

«Tenemos que encontrar al presidente de la rama», dije, en un intento por hacer tiempo; apenas lo había dicho, apareció el presidente, que estaba trabajando en el jardín, había escuchado el alboroto y acudió a ver qué sucedía.

Feki le explicó rápidamente la situación. Prácticamente aterrorizado, le dije:

—Usted es el presidente de la rama; ésta es su responsabilidad. — Intenté entregarle al niño, pero él me contestó:

—No, téngalo. Me voy a bañar, a asearme y ponerme mi ropa de domingo. Luego, le daremos una bendición y ya veremos cuál es la voluntad de Dios.

Yo no podía creerlo y me quejé:

—El niño está muerto o muriéndose y ¿usted quiere asearse primero?— Él me miró con compasión (y quizá un poco de desdén por mi falta de fe) y contestó:

—El dar una bendición a alguien es un acto sagrado. No voy a dirigirme a Dios todo sudado y con la ropa sucia.

Tuve la sensación de estar esperando durante horas, aunque probablemente haya sido menos de diez minutos. Todos estaban serenos y tranquilos, pero a mí el corazón me latía con una fuerza tremenda. El niño no se movía. Finalmente, el presidente de la rama regresó vestido con ropa blanca y limpia y con una botella de aceite de oliva. Feki, que era presbítero, me ayudó con las palabras en tongano para que ungiera al niño, y el presidente selló la unción y lo bendijo.

Aunque no entendí todas las palabras de la bendición, entendí lo que el presidente me dijo cuando terminó: «Tome al niño. Ore. Ejercite la fe y se hará según la voluntad de Dios, la fe de sus padres y su fe».

Durante todo aquel tiempo, no había percibido un solo latido ni respiración ni ningún movimiento en el niño; sentí desesperación cuando todos los ojos se volvieron a mí. La lógica de mis pensamientos me inducía a decirles: «Caven la tumba; este niño está muerto. ¡No me obliguen a hacer esto!».

Sin embargo, la fe de los tonganos me llevó a entrar en nuestra casa con Feki, cargando el cuerpo exánime del pequeño. Era casi de noche. Cerramos la puerta, bajamos las persianas y nos quedamos sentados, en una especie de estupor pensando en las últimas palabras del padre: «Nos quedaremos aquí esperando todo el tiempo que sea necesario. Sólo le pido que me devuelva a mi hijo con vida y buena salud». Lo acosté en el piso, envuelto en su tupenu. No se notaba absolutamente ningún movimiento.

He estado asustado en muchas ocasiones, como en choques automovilísticos, algunas veces en que estuve a punto de ahogarme, exámenes académicos y situaciones similares; pero no estoy seguro de haber estado nunca más asustado que en aquel momento. Se trataba de una vida; se trataba de la fe. Se trataba nada más y nada menos que del poder del sacerdocio. Y ahí sólo estábamos yo, mi compañero, un cuerpo aparentemente sin vida y… Dios.

Oré cómo nunca había orado: «Ayúdame a salir de ésta. ¿Qué debo hacer?» Derramé lágrimas: lágrimas de tristeza por la familia y el niño y también lágrimas de temor. ¿Qué podía hacer? Mi fe sencillamente no era bastante fuerte. Feki se había sentado en un rincón, esperando en silencio.

Poco a poco, la neblina de mi desesperación mental comenzó a disiparse y esto es lo que empecé a sentir: Esta es la obra de Dios. Yo me encuentro en Su misión. El presidente de la rama posee el sacerdocio; yo también lo poseo. Esas personas tienen fe. Dios no nos abandonaría sin darnos la solución. Esa gente puede entender y no será tan terrible. De alguna manera, la situación se solucionará.

Luego reflexioné: Dios vive y nos ama, Jesús vive y nos ama; Él sanó a los enfermos y devolvió la vida a los muertos. En el momento en que mi mente captó ese pensamiento, comenzó a aparecer una luz; el temor empezó a desvanecerse. La fe empezó a motivar mis oraciones.

Cuanto más fervientemente oraba, más brillante era la luz. Ya no pensaba: «¿Cómo salgo de esta situación?», sino «¿Cuál es la voluntad de Dios? ¿Qué debo hacer? Lo haré, sea lo que sea». Me sentía mucho mejor. Todavía temblaba, pero la luz y el valor estaban reemplazando a la oscuridad y el temor.

El tiempo pasaba; de pronto, tuve una impresión apenas perceptible: «Hazle respiración artificial». Esperé, pero la impresión permaneció. La única respiración artificial que recordaba era la que había aprendido cuando era Boy Scout y nos enseñaban a empujar la parte posterior de la caja torácica, diciendo: «Sale el aire malo, entra el aire bueno». Parecía tonto, pero sentí que debía intentarlo. Ni siquiera pensé en el daño que podía causarle si tenía algún hueso roto. Lo coloqué boca abajo, le puse la cabeza hacia un costado y los brazos formando ángulos rectos. Sentí en su cuerpo el desfallecimiento y el frío de la muerte, pero también sentí el calor y el poder de la fe que parecían estar penetrando las mismísimas paredes de nuestra casa.

No recordaba exactamente qué hacer, excepto presionar la espalda y decir: «Sale el aire malo», luego soltar y decir: «Entra el aire bueno», y eso fue lo que hice. Durante varios minutos fue aumentando mi esperanza, pero, a medida que pasaba el tiempo y no sucedía nada, aquel sentimiento oscuro de temor empezó a invadirme otra vez. «¡No! —dije—. ¡Vete de aquí! ¡No puedes estar aquí; no con la fe que tienen ellos!»

De repente, sentí un pequeño movimiento. ¿Habría sido alguno de mis músculos? Silencio. Más respiración artificial. Otro movimiento. No soy yo, pensé. Luego, otro movimiento, y otro más definido. Debía de haber pasado una hora desde que lo habían puesto en mis brazos sin ninguna señal de vida. Más respiración artificial. Un movimiento más fuerte; entonces, de pronto, unas violentas arcadas y un aluvión de vómito con gran cantidad de trozos de mango a medio digerir y jugos gástricos se desparramó por el suelo; salía y salía; parecía mucho más de lo que podía retener un niño pequeño.

El olor era terrible, y sin embargo, era dulce, porque ¿qué era eso que noté cuando se le pasaron las arcadas? ¿Pequeños vestigios de respiración? ¿Leves movimientos ascendentes y descendentes de la espalda? ¿Era posible?

El fiel Feki salió de su rincón y, con un trapo, un balde y agua, comenzó a limpiar lo que se había ensuciado.

La noche siguió su curso. Por momentos, me parecía que respiraba con normalidad; en otros, pensaba que me estaba engañando a mí mismo. Las oraciones continuaron ascendiendo durante toda la noche. La lucha entre la luz de la fe y la oscuridad del temor también continuó. Finalmente, comenzaron a verse las primeras luces del amanecer. Aún no se notaba ningún movimiento continuo. No obstante, a medida que la luz del día fue convirtiéndose en realidad y la oscuridad fue desvaneciéndose, del mismo modo la luz de la fe comenzó a reinar y la oscuridad del temor a desaparecer.

No había duda de que el niño estaba respirando y la zona del corazón estaba tibia. No pensábamos en comer ni en beber nada, sólo en ayunar y orar y en el sostén espiritual de la fe que nos ayudaba a seguir adelante. Durante el correr del día, escuchamos a la familia que seguía afuera, pero en ningún momento se quejaron ni nos hicieron preguntas. Se limitaron a esperar, orar y creer.

Una vez más, llegó el crepúsculo; la luz iba desapareciendo y la leve cobertura de la oscuridad envolvía nuestra pequeña fale, pero entonces no llegó acompañada del temor, sino de una dulce seguridad de que todo estaría bien.

Las oraciones continuaron, pero se ofrecieron con más fe durante la segunda noche. Seguimos administrándole un constante mili mili (acción de frotar y masajear la espalda). Por fin, al volver la luz de la segunda mañana, el niño movió un poco la cabeza, se oyó un suave gemido y notamos un leve movimiento de los párpados. Al filtrarse los primeros rayos de sol a través de las rendijas de las hojas de cocotero y extenderse por el piso hasta el rostro del niño, como movidos por un resorte, sus ojos se abrieron; miró a su alrededor un momento, aún sin moverse, y sencillamente preguntó: «¿Oku ou ‘ife?» («¿Dónde estoy?»).

Luego, volvió a cerrar los ojos por un instante; y volvió a abrirlos. Movió la cabeza; se puso de espaldas y después de costado. Intentó levantarse, pero no pudo. Estaba demasiado débil para caminar, ¡pero estaba vivo! Lo tomé en brazos y lo llevé afuera, donde estaban sus padres. Cuando Feki abrió la puerta, la familia entera estaba esperando de pie. Me limité a devolver el niño a su padre y decirle: «He’e, ko ho foha. Kuo sai» («Aquí está su hijo. Está bien»).

Con lágrimas de gratitud, me agradecieron profusamente. Con la mayor sinceridad que he llegado a sentir, les contesté: «Agradézcanle a Dios, no a mí. Él lo sanó. En un sentido eterno, realmente sólo Él puede sanar. Así es el Salvador: es el gran Sanador de toda la humanidad y de todos nuestros problemas. Si tan solo tenemos fe en Él y hacemos lo que Él dice, nos sanará de todos nuestros males». Ellos me escucharon respetuosamente.

Es difícil comprender los sentimientos de aquel momento, profundos y llenos de amor, fe, lágrimas de gozo y del Espíritu de Dios. Feki y yo regresamos a nuestra casa y, después de orar, dormimos, dormimos y dormimos. Nadie nos molestó. ¡Qué dulce es dormir cuando uno ha cumplido con su deber y seguido la voluntad de Dios, fuera lo que fuera que se le haya requerido!

No sé por qué ni cómo sucedió aquel incidente; todo lo que sé es que sucedió. He visto esa misma fe en muchas otras ocasiones, pero sin los mismos resultados. He aprendido que la verdadera fe en Dios no requiere determinados beneficios físicos, sino más bien el deseo sincero de que se haga la voluntad de Dios, sabiendo que Él sabe qué es lo mejor. Debemos hallar un lugar en nuestro corazón y en nuestra vida para la gran fe que se esconde tras la declaración sublime: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42). Cuando entendemos Su voluntad por medio de la fe, no existen más preguntas ni problemas, ya que, incluso si la Suya es diferente de la nuestra al orar, nuestra voluntad se convierte en Su voluntad.

En aquella y en otras situaciones similares que viví en Tonga, me sentía más como espectador que como participante activo. Sentía como si estuviera de pie en la orilla de un imponente río mirando pasar la poderosa corriente de fe. Ese río de fe era como un torrente incomprensible que veía y sentía, pero que no podía llegar a comprender de dónde venía ni hacia dónde se dirigía; de todos modos, cada parte de mi ser sentía su fuerza, belleza y poder. ¡Era grandioso!

Unos días después, el niño ya estaba corriendo por todos lados y trepando árboles de mango otra vez.

No se armó un gran revuelo entre la gente de Niuatoputapu, aun cuando todos se enteraron de lo que había sucedido. Al menos en apariencia, no había habido muchos cambios. Se nos abrieron algunas otras puertas; pero, aunque la mayoría seguían cerradas, sentí un cambio sutil en el ambiente.

Dondequiera que fuésemos, oíamos pequeños susurros, tanto buenos como malos. Las personas ya no nos daban la espalda con tanta brusquedad; nos hicieron más preguntas; algunos nos escucharon y unos cuantos se bautizaron. Las oportunidades de enseñar y de compartir nuestro testimonio aumentaron un poco, y la obra de Dios y la edificación de Su reino empezaron a avanzar.

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