El Otro lado del Cielo

«Prudentes como serpientes,
e inofensivos como palomas»


El golpear puertas era a menudo frustrante. Muy pocas personas estaban dispuestas a escucharnos, y menos aún ansiosas de oír nuestro mensaje. Era bastante normal que pasaran días sin que lográramos entrar en una casa para conversar acerca del Evangelio. Pero, a pesar de eso, por lo general la gente era amable con nosotros, sobre todo cuando tenían la impresión de que teníamos hambre o sed.

Muchos nos decían: «Queremos alimentarlos, pero no queremos escuchar su doctrina. Somos miembros de tal y tal iglesia; nuestros padres y abuelos ya eran miembros y se espera que nosotros sigamos siéndolo. Esta es una isla pequeña y todo el mundo sabe todo de todos los demás. La presión social es mucha, así que, incluso si deseáramos creer en la doctrina de ustedes, probablemente no podríamos cambiar».

Yo sentía un profundo amor y respeto por esa buena gente. Por lo general, eran honrados y francos y no deseaban herir a nadie; por el contrario, querían ayudar a otras personas: Las familias eran muy unidas y, en muchos sentidos, me sentía como si estuviera en mi propio pueblo.

A medida que lograba hablar el idioma con mayor fluidez, más frustrado me sentía por no poder compartir el hermoso mensaje del Evangelio con más personas. Pensaba que debíamos hacer las cosas de otra manera, pero no lograba resolver cómo hacerlo y, mientras tanto, seguíamos saliendo todos los días y buscando oportunidades de enseñar, aunque no parecía que tuviéramos mucho éxito.

Recuerdo un día especial en que una buena familia nos invitó a comer a su casa. Nos dijeron lo habitual: que deseaban alimentarnos pero no querían escuchar las charlas. ¡Era una familia tan agradable! Ya nos habían dado de comer en otras ocasiones y yo sabía que para ello hacían un gran sacrificio. Aquel día en particular, sentí un deseo muy fuerte de compartir con ellos los principios del Evangelio, pero me desanimé cuando nos dijeron que no querían que sus vecinos y amigos nos vieran enseñándoles. Reconocí que para ellos era difícil y me pregunté cómo podíamos superar la dificultad.

De pronto, como si se hubiera encendido una luz, se me ocurrió algo y les dije: «Me doy cuenta de cuál es el problema que tienen. Ustedes han sido muy buenos y nos gustaría dejar una bendición sobre esta casa.

¿Les parece bien que lo hagamos al bendecir los alimentos?». Me contestaron que estaba bien.

Cuando nos sirvieron la comida, todos inclinamos la cabeza y yo di una oración. Le di gracias a Dios por los alimentos, por aquella familia y le pedí que los bendijera con todo lo que necesitaran. Le expresé agradecimiento por el profeta José Smith, por la Primera Visión, por el Libro de Mormón y por el sacerdocio, el cual se encontraba nuevamente sobre la tierra. Le agradecí el contar en esta época con la autoridad para bautizar a todos aquellos que tuvieran fe en Jesús, que se arrepintieran sinceramente de sus pecados, a fin de ser limpios y recibir el don del Espíritu Santo para que los guiara por el resto de su vida como miembros de la verdadera Iglesia de Jesucristo en estos últimos días. Le agradecí el sacrificio expiatorio de Jesucristo y la oportunidad que tienen Sus verdaderos discípulos de renovar el convenio bautismal todas las semanas al participar de la Santa Cena; y así sucesivamente.

Calculo que esa bendición debe de haber durado más o menos treinta minutos, pero a nadie le importó, excepto por el hecho de que la comida se había enfriado. Sabíamos que los vecinos estaban mirando, pero ellos no se preocuparon demasiado ya que era costumbre que los ministros religiosos oraran durante largo tiempo. Cuando terminé, me sentí satisfecho. Me daba cuenta de que la familia estaba conmovida por lo que había escuchado y sentido.

Seguimos usando ese método unas semanas más para enseñar algunos principios y, durante ese período, varias familias se interesaron. Sin embargo, después de un tiempo, se corrió la voz y las personas que no eran miembros ya no nos imitaban tan seguido a comer en su casa; pero cuando nos invitaban, la familia nos decía que querían ofrecer la bendición en lugar de nosotros.

Otra experiencia que era común cuando golpeábamos puertas era encontrarnos con algún hombre que estuviera trabajando en el huerto y escucharlo decir que estaba demasiado ocupado para hablar con nosotros, ya que tenía que trabajar con la azada o plantar muchísimas hileras antes de que llegara el inspector de huertos. Eso me causaba aún más frustración, porque él podía estar diciendo la verdad y no queríamos causarle problemas; pero me daba la sensación de que, apenas nos fuéramos, lo más probable era que volviera a dormir o se fuera a una fiesta de kava y se olvidara por completo del huerto.

Debo explicar de qué se trataban las inspecciones de jardines, las cuales eran una parte importante de la vida de aldea: Como no había almacenes en la isla, no se podía comprar alimentos y, dado que todos tenían la necesidad de comer, el gobierno había emitido un decreto que decía que cada familia tenía que tener un huerto suficientemente grande para su grupo familiar, y un poco extra; había empleados del gobierno que se encargaban de inspeccionar esos huertos regularmente. Si uno no cumplía con lo establecido, primero, se advertía al padre de familia, luego se le ponía una multa y, si no plantaba más, se lo mandaba a la cárcel. La base era que si no tenían un huerto bastante grande para alimentar a los suyos, entonces seguramente estarían robando alimentos del de otra persona.

Lo relacionado con el encarcelamiento era muy interesante. La cárcel consistía en un pequeño barracón rodeado de un par de alambres de púa bajos, sobre los cuales se podía pasar fácilmente. En la isla todos se conocían y no había ningún lugar donde esconderse, así que nadie intentaba escaparse. De hecho, el jefe de la policía advertía a los prisioneros que si no regresaban de sus labores antes de la puesta del sol, cerraría la entrada por lo que se quedarían fuera de la prisión y no se les daría comida esa noche. ¡Nadie se demoraba en regresar!

Supe de muy pocas personas que fueron a la cárcel. Algunos eran haraganes y les gustaba estar presos para que los alimentaran y les dieran un lugar donde dormir. Me imagino que todas las sociedades tienen grupos de gente que trabaja y gente que no trabaja, algunos que acatan las leyes y otros que las quebrantan, de líderes y de seguidores, de personas dignas de confianza y de otras que no lo son.

Recuerdo un día en que, mientras golpeábamos puertas, un hombre nos dijo que tenía que trabajar en el huerto y terminar otras tres hileras, por lo cual no podía escucharnos. Ya me estaba exasperando cuando de repente se me ocurrió algo y propuse: «Esas tres hileras le llevarán un rato largo. ¿Tiene dos azadas más? Nosotros le ayudaremos y podrá terminar mucho más rápido».

Nos dedicó una mirada socarrona, se encogió de hombros y dijo: «Está bien; si quieren…». Después nos dio una azada a cada uno; me di cuenta de que Feki estaba sorprendido, aunque contento. Empezamos a trabajar con él. Cuando llegamos a una parte del terreno en donde no podían escucharnos los vecinos ni los amigos, el hombre nos preguntó:

—¿Por qué hacen esto?

—Porque lo apreciamos y tenemos un mensaje de mucho valor para compartir con usted —contesté.

—Está bien. Escucharé siempre y cuando sigamos trabajando. No quiero que los vecinos sospechen.

A menudo trabajábamos por varias horas con los hombres en su huerto, pero me sentía tranquilo, ya que nos proporcionaba un buen momento para hablar. Casi siempre que ayudábamos a las personas en sus terrenos podíamos presentarles las partes principales de nuestro mensaje. Cuando no podíamos compartir el mensaje, igualmente trabajábamos hasta terminar lo que habíamos dicho que haríamos.

En otras ocasiones, los encontrábamos colocando paja en sus techos o paredes y nos decían que estaban demasiado ocupados para hablar con nosotros. Muchas veces nos ofrecíamos para ayudarles. En la mayoría de los casos en que trabajábamos con ellos, teníamos la oportunidad de darles parte de nuestro mensaje, pero, incluso cuando no podíamos hacerlo, nos quedábamos y les ayudábamos hasta que el trabajo estuviera terminado. Aprendí que si uno deja de ayudar cuando las personas no quieren escucharlo, no sólo se pierden oportunidades futuras sino que además se pierde el Espíritu. Uno debe tener el deseo sincero de ayudar y debe permitir que el Espíritu lo guíe, cosa que siempre sucederá. Recordaba a Amón, quien sirvió al rey hasta que las circunstancias fueron tales que éste estaba preparado para escucharlo.

A pesar de que las personas eran amorosas y amables, la mayoría se resistían a nuestro mensaje. Fueron necesarios mucho ingenio, mucho trabajo arduo y mucha guía del Espíritu para llegar hasta ellos pero, con el tiempo, comenzó a surtir efecto. De una u otra manera, el Señor abre el camino para que las personas buenas y honradas escuchen el mensaje de Su Evangelio.

Con el tiempo y muchísimo esfuerzo, encontramos algunas familias dispuestas a escucharnos. A esa altura, la mayoría de nuestros contactos eran familias en las que no todos eran miembros u otras que habían tenido algún contacto previo con la Iglesia. Normalmente, bautizábamos al cónyuge que no era miembro y el que lo era se activaba.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario