Casamientos y bautismos
Antes de ir a Niuatoputapu, el presidente de la misión me había dicho que no podía bautizar a nadie que estuviera viviendo con una persona del sexo opuesto sin estar legalmente casados (o sea, registrados como pareja en una institución del gobierno). Me dijo que, por ser misionero, me había inscripto como alguien que tenía autoridad para casar a las personas. Él dudaba que tuviera que usarla mucho, pero quería que supiera que estaba autorizado para hacerlo.
Cuando empezamos a enseñar a algunas personas, descubrimos que muchos que se habían casado mediante ceremonias que formaban parte de las costumbres locales nunca habían registrado ese matrimonio. Algunos decían que se habían perdido los papeles, pero, por lo general, se debía sencillamente a que no podían pagarlo. El estipendio que tenían que pagar para registrarlo no era muy alto, pero los honorarios que cobraban los ministros (cerdos, comida y cosas similares) sí lo eran.
Cuando estábamos listos para bautizar a una pareja, nos enteramos de que no estaban legalmente casados. Ellos estaban desesperados por bautizarse, pero no podían pagar los honorarios que les pedía su ministro, los cuales eran más elevados que lo común porque estaban amenazando con irse de su iglesia. Cuando estaba pensando en cómo ayudarles, recordé que el presidente de la misión me había dicho que yo podía casar a las parejas. Algunas personas eran un poco escépticas, pero le preguntamos al oficial encargado y él reiteró que yo estaba inscripto y tenía toda la autoridad para llevar a cabo casamientos.
La pareja estaba ansiosa por estar casada oficialmente para luego bautizarse, pero yo me enfrentaba a un nuevo problema: no tenía ni la menor idea de cómo realizar un casamiento. Sólo había estado en una boda en toda mi vida: la boda de mi hermana en el templo, el día anterior a salir en la misión. No me parecía correcto usar las mismas palabras que se usaban allí, pero las ideas eran buenas. Feki y yo hablamos con varias personas; con la información que nos proporcionaron nuestros investigadores y lo que yo recordaba del templo, armamos algo que nos pareció una buena ceremonia de boda.
Con la autoridad que me daba el gobierno, casé a la pareja y luego los bautizamos. Cuando otras personas se enteraron de que podía casar y que no cobraba nada por los servicios, me llegaron muchos pedidos. Yo les decía que estaba dispuesto a casarlos si escuchaban por lo menos una de las charlas. Calculo que algunas personas se habrán ido a quejar al oficial encargado, ya que él me explicó que yo actuaba como oficial del gobierno y que, por lo tanto, no podía imponer condiciones.
Me imagino que algunos de los ministros también se habrán quejado y, por eso, Feki tuvo que llegar a un acuerdo que ellos consideraron aceptable. Aunque no realizaba muchas ceremonias de matrimonio, eran más las personas que casaba que las que bautizaba en Niuatoputapu. Me hacía sentir bien el ayudar a las personas a casarse «oficialmente», aunque, aparentemente, no había muchos cambios en su vida.
Nuestro primer bautismo fue el de la esposa de un miembro menos activo que vivía en otra aldea. Él no estaba interesado en ir a la Iglesia, pero, cuando nos enteramos de que él era miembro y su esposa no, en seguida supimos qué teníamos que hacer. Gracias a que nos hicimos amigos y tuvimos muchas charlas, progresamos mucho y, poco tiempo después, ella se bautizó y él volvió a activarse.
Hubo otras familias y personas solteras que más tarde se unieron a la Iglesia de manera similar. Es bueno sembrar semillas y también es bueno cosechar: tan bueno que nadie que haya sido un instrumento para enseñar la verdad y haya visto cómo se ilumina la vida de la persona a la que le enseñó y estado en el momento en que sale de las aguas del bautismo puede no darse cuenta de cuán sagrada es esa hermosa ordenanza.
Es maravillosa la forma en que el Señor recompensa el esfuerzo sincero, por muy poco productivo que haya parecido en su momento. Intentábamos llegar a todos y estábamos en buenos términos con casi todas las personas, incluso el magistrado (el oficial más alto del gobierno que había en la isla), que siempre era amable y servicial con nosotros. Sin embargo, la realidad era que la mayoría de las personas con las que podíamos hablar y que estaban dispuestas a escuchar nuestro mensaje y nos aceptaban sin reservas eran aquellas que pertenecían a los grupos marginados de la sociedad. Me hacía pensar en la ocasión en que Alma se apartó de los zoramitas adinerados para hablarles a los que eran pobres, a quienes los ricos echaban de su medio (véase Alma 32:4-8).
Había oportunidades en las que me preguntaba si alguna vez en-contraríamos a una buena familia que realmente quisiera escucharnos; pero, después que algunas de las personas de los sectores marginados se unieron a la Iglesia y mejoraron su vida de manera asombrosa, otros comenzaron a prestar atención y, poco a poco, algunas familias buenas empezaron a demostrar un poco de interés.
Debo reconocer cuán buenas eran algunas de las familias que no eran miembros pero llevaban una vida cristiana y honrada. Aprendí a admirar las enseñanzas de John Wesley y otros de los que se esforzaron por enseñar la verdad de acuerdo con la forma en que la entendían de las Escrituras, que trataron diligentemente de inculcar en sus seguidores una vida disciplinada y una admirable dedicación a Dios. Algunos de los ministros eran muy estrictos en lo concerniente a vivir de acuerdo con su interpretación de las enseñanzas de la Biblia. En muchos aspectos, la forma en que vivían ciertos miembros de esas Iglesias y la forma en que se esperaba que vivieran los de la nuestra no eran muy diferentes. Por supuesto, aquellos ministros no tenían el sacerdocio autorizado por Dios, pero su vida de bondad y servicio y su esfuerzo por vivir de acuerdo con las leyes de Dios que se encontraban en la Biblia me parecían maravillosas, e incluso inspiradoras.
A menudo veía a hombres y mujeres que pasaban horas sentados leyendo y estudiando la Biblia, tratando de absorber sus enseñanzas y convertirlas en parte de su diario vivir. Mucha gente se empeñaba en llevar una vida buena y cristiana, por lo cual lo que nosotros teníamos para ofrecerles en cuanto a la manera de vivir no era muy diferente.
Por supuesto que había muchas diferencias doctrinales y constantemente me esforzaba por recalcarlas; pero aun así, era difícil lograr que nos escucharan. Aprendí que, a fin de mostrarles una diferencia verdadera, debía hablarles de José Smith, de la autoridad del sacerdocio y de los profetas y apóstoles modernos. Esta fue la única manera que encontré de probarles que había una buena razón para que investigaran la Iglesia.
Desarrollé tolerancia por la labor de otras religiones y llegué a sentirme muy agradecido por sus buenas obras. Estoy convencido de que el mundo es un lugar mucho mejor gracias a la infinidad de personas que se esfuerzan tanto por enseñar a otras que deben tener amor, ser bondadosas y llevar una vida buena y virtuosa. Aprendí que Dios bendice a las personas buenas de todo el mundo de acuerdo con la forma en que se afanen por hacer Su voluntad según la entiendan.
Años más tarde, regresé a Tonga como presidente de la misión y me resultó mucho más sencillo que antes lograr que las personas escucharan nuestro mensaje. No se trataba de que los métodos o el mensaje hubieran cambiado, sino de que había fallecido toda una generación de predicadores sólidos y tradicionales y había surgido una nueva generación de predicadores mucho más liberales.
Ese nuevo grupo tenía la tendencia a evitar condenar explícitamente el pecado y a declarar la necesidad de llevar una vida disciplinada. Por el contrario, nuestra doctrina y enseñanzas seguían siendo las mismas de siempre: el pecado era pecado y no debía tolerarse en el más mínimo grado. No se trataba de que nosotros fuéramos mucho mejores que antes, sino que los predicadores modernos de otras religiones, por lo general, desandaban lo andado, la base tan sólida de la época en que yo conocí a sus padres.
Estoy convencido de que, en gran parte, el mundo seguirá así hasta que llegue el momento en que haya solamente unos pocos grupos, o ninguno, dispuestos a pronunciarse en contra del pecado, ya que parece más fácil hundirse en la trasgresión que elevarse por encima de ella. Espero que siempre podamos estar en la avanzada para enseñar la verdad y aferramos a lo que es correcto. Estoy seguro de que podemos. ¡Es nuestro deber!
Pensaba que nuestros bautismos eran experiencias espirituales ma-ravillosas y me encantaba el entorno idílico que los rodeaba. Lo explico.
En un extremo de Niuatoputapu, un pequeño arroyo serpenteaba pacíficamente hasta desembocar en el océano; la fuente del arroyo era un pozo artesiano natural que borboteaba desde unas rocas resguardadas del sol, en una zona densamente arbolada. En cierto punto del curso del arroyo, había una roca grande, alisada por la erosión, que lo desviaba y creaba un hermoso remanso, bastante grande y profundo por lo que resultaba perfecto para los bautismos; quedaba cerca de la aldea, y, sin embargo, estaba oculto por el verde y espeso follaje. Debido a que había sólo un camino que conducía hasta el lugar, había completa privacidad y la densa vegetación que lo rodeaba absorbía los sonidos de la vida cotidiana y convertía al remanso en un sitio de paz y belleza.
Cada vez que íbamos allí para efectuar un bautismo, recordaba la descripción de las aguas de Mormón que se encuentra en el capítulo 18 de Mosíah. No creo que nadie sea capaz de experimentar mayor paz, belleza, amor y unión que lo que sentíamos nosotros allá.
Todavía oigo el canto de los coloridos pájaros que mezclaban sus canciones con el sonido del agua ondulante que se dirigía hacia el mar; todavía veo la luz del sol filtrándose a través de las altas hojas de helécho y percibo el silencio con que se movían lentamente las hermosas palmeras verdes en la calma brisa; todavía huelo el aroma fresco del ambiente y siento el gozo que nos llenaba a todos cuando aquella maravillosa gente fiel hacía el convenio eterno del bautismo en aquel lugar sagrado. La pureza de las ropas blancas que llevaban puestas sólo podía compararse con el profundo gozo que brillaba en sus hermosos rostros tostados al salir de esas aguas sagradas, tras haber enterrado al hombre o a la mujer natural y haberse convertido en nuevas criaturas que se levantaban por la autoridad de Cristo hacia la esperanza de vida eterna que se logra por medio de Él. Cuando se confería el don del Espíritu Santo a los que hacían convenios, todos los presentes tenían en el rostro una sonrisa celestial y todos se daban cuenta de que allí se había realizado algo eternamente bueno.
Me maravillaba el simbolismo de las aguas puras y limpias que provenían de las rocas sólidas y que fluían libremente de una fuente no hecha con mano, pero que, aun así, daba vida a todo lo que tocaba a su paso. Pensé en las aguas vivas que ofrecía Jesús: puras, libres y dadoras de vida.
A pesar de que nuestros bautismos eran pocos y separados en el tiempo, cada uno fue una experiencia maravillosa. ¡Cuánto deseaba bautizar a todos y que sintieran el gozo y la paz que provienen de esas ordenanzas sagradas! Aunque nos esforzábamos mucho, eran muy pocos los que querían escucharnos. De todos modos, no perdimos las esperanzas y continuamos trabajando.
























