El Otro lado del Cielo

Los problemas con las jovencítas


No había nada que nos hiciera más felices que encontrar una buena familia a la cual enseñar. Después que ya llevábamos algún tiempo trabajando con una de esas familias, todo indicaba que estaban dispuestos a escuchar nuestras lecciones; les enseñamos varias veces y parecía que estaban progresando. Me sentía maravillosamente bien, porque existía la posibilidad de que bautizáramos a una familia entera; sin embargo, había algo que me preocupaba.

Desde hacía ya un tiempo me había dado cuenta de que la hija de dieciocho años coqueteaba conmigo y que su familia lo estaba favoreciendo. Había pequeños comentarios, entradas sin razón y salidas repentinas que nos dejaban solos momentáneamente; pero no hice caso de esas cosas y se las atribuí a mi imaginación, así que seguimos visitando a la familia y dándoles las charlas.

Uno de esos días que los misioneros de la actualidad llamarían «día de preparación», nos pusimos de acuerdo en ir a uno de los extremos de la isla para tener una kai tunu (comida al aire libre) con esa familia. Los acontecimientos de ese tipo siempre son muy agradables, así que Feki y yo nos levantamos temprano para ayudar a conseguir la leña, preparar la comida y tener las esteras listas. Luego nos encaminamos hacia la zona del picnic con nuestra familia investigadora.

El lugar se hallaba alejado, al fondo de la isla. El sol estaba muy fuerte, el sendero era angosto y, después de un tiempo, los ocho que formábamos el grupo empezamos a separarnos un poco; de a ratos, los que llevaban la delantera paraban y esperaban a que el resto los alcanzara. Casi siempre tenían cocos verdes para que bebiéramos; no hay nada más agradable durante un día caluroso que el sabor fresco del jugo de coco, bajo la sombra de una hoja de plátano, en una pequeña isla del Pacífico Sur.

Feki era uno de los más rápidos y casi siempre iba mucho más adelante; en cambio, yo estaba entre los más lentos que quedaban casi al final. Habíamos estado caminando bastante tiempo y nos habíamos separado y vuelto a juntar varias veces. La vegetación era muy alta y, al doblar en una curva, llegué a ver la espalda de la persona que iba adelante y estaba dando vuelta a otra curva del camino. Cuando empecé a darme prisa para alcanzarlos, oí que alguien que estaba detrás de mí gritaba pidiendo ayuda. El sendero tenía tantas curvas que no veía a la persona, pero, de todos modos, sabía que había alguien allí y volví para ver si podía ayudar.

—¿Qué sucede? —pregunté antes de llegar.

—¡Ayúdame! —contestó una voz femenina—. ¡Me torcí el tobillo!

Doblé en la curva y, efectivamente, allí estaba la joven de dieciocho años. Había soltado lo que llevaba y estaba sacándose la ropa.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Ella en seguida alzó la vista. Al encontrarse sus hermosos ojos castaños con los míos, contestó: «Ta hola kí he vao», que traducido literalmente sería: «Huyamos y escondámonos en el bosque» pero que en realidad quiere decir «Hagamos el amor».

En aquel momento, no podía creer que me encontrara separado del resto; sin embargo, al recordar ahora la situación, me imagino que probablemente haya habido algo de complicidad, al menos de parte de algunas de las personas del grupo. Me daba cuenta de que estaba atrapado en una situación nada buena y me preguntaba: «¿Qué hago? ¿Cómo salgo de ésta?»

Casi inmediatamente, tuve una impresión. Le dije: «Mira, vuelve a vestirte. Apurémonos para alcanzar al resto. Mientras se cocine la comida, te prometo que hablaremos del matrimonio, la familia y el verdadero significado del amor». Se le iluminaron los ojos. Me di vuelta y comencé a caminar por el sendero. Ella volvió a ponerse la ropa y me siguió sin decir palabra.

Pocos minutos más tarde, alcanzamos a los demás. Nos preguntaron qué había sucedido y ella les dijo que se había lastimado un pie pero que ya estaba bien. Dado que sólo habían pasado unos pocos minutos, nadie comentó nada más. Poco después, llegamos al lugar a donde nos dirigíamos.

Había algunas zonas rocosas y una bajada no muy empinada que llevaba hasta la playa. Todos sabían que los misioneros no debíamos nadar, de acuerdo con las reglas, así que eso no causó ningún problema. Hicimos algunos juegos y nos divertimos con la familia. Luego, mientras el resto comenzaba a preparar la comida, me senté junto a la joven, en un lugar donde todos pudieran vernos, pero bastante alejados para tener una conversación en privado. Durante más o menos una hora hablamos acerca del amor, el matrimonio y la familia, tal como le había prometido. No había planeado lo que habría de decirle: simplemente comencé a hablar y seguí las impresiones del Espíritu.

Le expliqué que todos somos hijos espirituales de nuestro Padre Celestial y que el cuerpo físico que él nos da es un don maravilloso, un templo hermoso creado por él, donde se aloja el espíritu igualmente maravilloso que da vida al cuerpo. Le dije que, dado que nuestro cuerpo fue creado por Dios, en realidad le pertenece a Él y Él sólo nos lo presta. Lo que nos pertenece realmente es nuestro espíritu, y, debido a que estamos disfrutando de un cuerpo que Él nos dio como un don, debemos usarlo de acuerdo con Sus deseos y no profanarlo ni dañarlo intencionalmente. Dado que Él creó nuestro cuerpo, Dios es quien más sabe en cuanto a la manera de aprovecharlo a fin de que obtengamos el gozo y la felicidad más grandes por medio de él. En las Escrituras y mediante Sus profetas encontramos las instrucciones que Él nos da acerca de cómo usarlo.

Le dije que cada cuerpo tiene dentro unas semillas que Dios, su Creador, le colocó, y que parte del potencial divino que tenemos se manifiesta al participar en la creación de otros cuerpos físicos donde se hospedarán otros hijos espirituales de Él cuando vengan a la tierra. Además, le expliqué que esto se lleva a cabo por medio del matrimonio y la familia.

Le hablé del sacerdocio, de los templos y del convenio del matrimonio eterno. Recordé la boda de mi hermana, la cual tuvo lugar un día antes de que me fuera de Idaho Falls, y le expliqué algunas partes de la ceremonia. Le dije que la voluntad de Dios era que todos los hombres y las mujeres se casaran en el templo para que sus familias pudieran estar juntas para siempre. Le expliqué que es Su voluntad que el acto de la procreación tenga lugar solamente después del matrimonio en el templo; de esa manera, Él puede asegurar el gozo y la satisfacción más grandes a aquellos que le obedecen. Cuando es así, Él es un verdadero socio en el triángulo sagrado compuesto por el hombre, la mujer y Dios. Le dije que las personas que no se casaban en el templo podían experimentar felicidad, pero que el gozo y la felicidad más grandes que era posible lograr sólo se obtenían por medio del matrimonio en el templo.

Levantó la mirada con incredulidad y me preguntó:

—¿Quieres decir que la voluntad de Dios es que sigamos siendo vírgenes hasta que nos casemos?

—Sí —le contesté—; y que, una vez que nos hayamos casado, sigamos siendo fieles a nuestro cónyuge durante toda la vida.

—¡Vaya! —comentó sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo es posible que uno logre eso?

—Quizá no puedas hacerlo si lo intentas sola —le respondí—, pero con la ayuda de Dios podemos hacer cualquier cosa, por muy difícil que nos parezca. Recuerda: Dios le estaba hablando a Sarah en cuanto a tener hijos cuando dijo: «¿Elay para Dios alguna cosa difícil?» (véase Génesis 18:14).

Se quedó pensando un largo rato y luego, en voz baja, me preguntó:

—Y ¿qué sucede si ya lo has echado a perder?

—Entonces únete al club de los que necesitan ayuda —respondí.

—¿Al qué?

—Al club de los que necesitan ayuda. Únete al resto de la humanidad; no serías muy diferente de los demás. Todos hemos cometido errores de algún tipo y todos estamos perdidos a no ser que acudamos al Salvador. Si acudes a Él y demuestras tener fe en Él al hacer lo que Él dice, te ayudará mediante el don del arrepentimiento y volverás al camino correcto nuevamente. Esa es la razón principal por la cual he venido a la misión: para enseñar estas verdades y dar testimonio de ellas, especialmente de la fe y el arrepentimiento; y también para bautizar a las personas que crean en estos principios y estén dispuestas a seguirlos.

Que recuerde, nunca le había hablado a nadie en cuanto a estas cosas ni había pensado mucho en ellas, al menos no de esa manera. Sin embargo, mientras hablaba, se abrió mi entendimiento y pude explicar los conceptos del amor, el matrimonio, los templos, nuestro cuerpo, nuestro espíritu, la voluntad de Dios y Su amor por nosotros; y lo hice de tal modo que deseé, más que cualquier otra cosa, ser digno de casarme en el templo algún día. Supe que si me casaba con alguien que tuviera esos mismos deseos, podríamos sentir el amor, el poder y la ayuda de Dios en nuestro matrimonio y en nuestra familia; supe que lo necesitamos a Él como verdadero socio a fin de ser realmente felices; supe que todas las personas necesitan lo mismo y que nadie puede obtener la plenitud de gozo de ninguna otra manera.

Aparentemente, la conversación tuvo un profundo efecto en mí y en la joven. Ella me hizo varias preguntas acerca de cómo sabemos quién es la persona correcta, cuándo es el momento indicado y por qué Dios nos da impulsos tan fuertes si se supone que no debemos usarlos hasta casarnos en el templo.

Yo no tenía muchas respuestas más que la posibilidad de dar mi testimonio de que lo que le había explicado era la voluntad de Dios y que cuanto más cerca estemos de hacer Su voluntad, más feliz será Él y más felices seremos nosotros.

Me preguntó sobre el poder del sacerdocio para sellar por esta vida y por la eternidad, quién tiene ese poder, dónde están los templos y cómo se puede llegar a ellos, y muchas otras cosas.

Le expliqué que pronto habría un templo en Nueva Zelanda y que Dios no privaría a nadie de Sus bendiciones si los deseos de las personas eran correctos. Le prometí que si escuchaba las charlas misionales, oraba, leía el Libro de Mormón, obtenía un testimonio del Evangelio, se arrepentía y se bautizaba y seguía a los líderes de la Iglesia, ella podría ir al templo y tener todas esas bendiciones en el futuro.

En ese momento nos llamaron: «¡Taimi kai!» («¡Hora de comer!»). El llamado hizo estallar la burbuja espiritual en la que me encontraba. De repente, me di cuenta de que me hallaba sobre unas rocas duras, en una pequeña playa de una diminuta isla del Pacífico Sur. Me tomó algunos minutos recordar dónde estaba y qué hacía allí. Entonces me acordé y me di cuenta de que debíamos unirnos a los demás para comer. Habíamos tenido una muy buena charla.

Me fui de aquellas rocas con la firme determinación de seguir la voluntad de Dios y de casarme un día en el templo. El espíritu de paz, confianza y seguridad que había sentido era grandioso. La jovencita debe de haber percibido algunos de esos sentimientos, ya que más tarde se unió a la Iglesia, se casó con un hombre fiel y se sellaron en el templo; con el tiempo llegó a ser la buena madre de varios niños y una fiel esposa que apoyaba a su marido, quien sirvió en muchos cargos. También llegó a ser una buena líder de las varias organizaciones auxiliares y verdaderamente ha dedicado su vida a esforzarse por seguir la voluntad de Dios y edificar Su reino.

Cuánto agradezco a Dios Su ayuda al permitirnos enseñar y comprender Sus verdades, y también al haberme dado la protección que necesitaba contra el mal en algo que podría haber sido tan destructivo.

Todavía me maravillo ante las bendiciones grandiosas que he recibido por haber seguido el espíritu que sentí durante aquella charla sobre unas rocas comunes y corrientes en esa isla remota rodeada por el Océano Pacífico. ¡Cuán bondadoso es Dios!

Después de ese día, no hubo más problemas con aquella jovencita.

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