«Uno… dos… »
Tras mucho esfuerzo, otra familia importante por fin accedió a escucharnos. ¡Qué emocionados nos quedamos! La familia parecía ser sincera y nos invitó a volver varias veces. Me imagino que eso debe de haberle molestado a su ministro, ya que, probablemente, ellos hacían buenas contribuciones a su iglesia. Cuando le dimos la cuarta charla a la familia, ellos tenían muchísimas preguntas, así que nos quedamos y hablamos hasta tarde esa noche. Cuando terminamos, el padre dijo: «Nos gustaría que se quedaran esta noche». Había notado que la familia se había puesto un tanto inquieta hacia el final de la charla y me preguntaba a qué se debería, pero pensé que sólo estaban meditando sobre nuestro mensaje.
—Gracias —respondí—, pero tenemos que volver a nuestra casa.
Todavía me preocupaba dormir en la casa de otras personas. La nuestra quedaba como a tres kilómetros, del otro lado de la jungla, entre las dos aldeas; la de aquella familia estaba justo en el extremo de esa vasta zona de bosques, y el angosto sendero que la atravesaba hasta llegar a nuestra vivienda se hallaba justo detrás de la casa de ellos. Ya habíamos usado ese camino muchas veces en otras ocasiones y estaba seguro de que no tendríamos problemas.
—Realmente nos gustaría que se quedaran esta noche —insistió el padre—. Creo que deberían hacerlo.
Vi que hasta mi compañero asentía a modo de aprobación. Pero yo había dado la lección y estaba a cargo, así que, con un poco de obstinación, repetí:
—No. Tenemos que irnos. El quedarnos fuera de casa va en contra de las normas de la misión.
No estaba seguro de que fuera así, pero me pareció que era una buena manera de terminar la conversación.
Volvieron a pedirnos varias veces que nos quedáramos y pensé que quizás estuviera por suceder algo malo; sin embargo, como no fue una impresión clara, dejé de lado el asunto y nos fuimos. A pesar de que me sentía un poco incómodo, estaba tranquilo porque confiaba en que Dios nos protegería en caso de que surgiera alguna dificultad. Apenas salimos al exterior y comenzamos a caminar hacia nuestra casa, tuve un mal presentimiento; no se trataba de que hubiera oído nada sino más bien de una sensación que me causaba escalofríos. Quería regresar a la casa de la que acababamos de salir, pero, tal como a menudo hacen los jóvenes impulsivos, decidí seguir adelante como habíamos dicho que haríamos. ¡Qué tontos somos a veces!
Cuando ya habíamos recorrido unos cien metros, de detrás de los árboles emergió un grupo de ocho hombres jóvenes y fuertes; estaban un poco borrachos y tenían en las manos piedras, palos, botellas rotas y rocas. Formaron un semicírculo frente a nosotros y comenzaron a cerrarlo acercándose cada vez más a donde estábamos. Nos dábamos cuenta de la dificultad que enfrentábamos, ya que era obvio que estaban empeñados en hacernos daño. Cuando comenzaron a acercarse, mi compañero, como una gallina que cuida de sus polluelos, me empujó detrás de él y me dijo:
—Escucha bien lo que haremos: voy a contar hasta tres. Cuando diga «tres», voy a gritar con todas mis fuerzas y me abalanzaré sobre ellos desde el medio. Apenas lo haga, te darás vuelta y correrás lo más rápido que puedas por el sendero y a través del monte camino a casa. Está oscuro, y por un rato no se darán cuenta de lo que sucede porque yo sacudiré los puños gritando a todo pulmón. Cuando se den cuenta de que soy sólo uno, ya estarás a medio camino de Vaipoa. Es seguro que llegarás bien a casa.
—No puedo hacer eso —le dije (aunque quería hacerlo).
—Mira —contestó él—, yo soy mayor y tengo más experiencia. Haz lo que te he dicho. No tiene sentido que los dos salgamos heridos. No me escuchaste cuando estábamos en la casa, pero mejor que ahora sí me escuches.
Comenzó a contar: «Uno… dos…». Me quedé helado por el miedo y la incertidumbre. ¿Qué debo hacer? Precisamente en ese momento, desde el arbusto que se encontraba detrás de nosotros, donde comenzaba el sendero, se abalanzó con estrépito el hombre al que más temía toda la gente de la isla; era el más rudo de todos.
Lo primero que pensé fue: «¡Estamos perdidos! Nos cerraron el paso por delante y por detrás».
Aquel hombre robusto y bruto pasó a nuestro lado y se detuvo a mitad de camino entre nosotros y los agresores; él también estaba un poco embriagado. Fulminó con la mirada a los ocho hombres y exclamó: «¡Los mormones son míos! Yo me ocuparé de ellos. Si alguien los toca sin avisarme, ¡tendrá que vérselas conmigo!».
Al igual que le pasaría a un cubito de mantequilla si lo pusieran en una sartén caliente, el grupo de jóvenes rápidamente desapareció y se escabulleron en la oscuridad tan rápido como habían aparecido.
Apenas desaparecieron, el hombre nos dijo que comenzáramos a caminar por el sendero que conducía a nuestra aldea. Él se puso detrás de nosotros; yo podía oírlo y hasta olerlo. Pensé: «Cuando lleguemos a algún lugar desolado, seguramente ‘se encargará bien’ de nosotros».
Me daba cuenta de que era lo bastante grande y fuerte para hacerlo. Seguimos caminando y él no se movió de detrás de nosotros. Yo estaba asustado y me preguntaba en qué momento recibiríamos el primer golpe; no me atrevía a correr ni a mirar hacia atrás. Llevaba una oración ferviente en mi corazón, con la cual contrarrestaba un poco el miedo que tenía. A cada paso que dábamos, estábamos un poco más cerca de Vaipoa. Finalmente, salimos del bosque y llegamos a las afueras de nuestra aldea. Aún no había sucedido nada. El corazón todavía me latía aceleradamente, pero junté el coraje para darme vuelta y enfrentar a nuestro temible acompañante; él se limitó a gruñir y nos indicó que debíamos dirigirnos hacia nuestra casa.
En ese momento, empecé a respirar un poco más tranquilo. Cuando llegamos a casa, finalmente me di cuenta de que estábamos a salvo. Habían sido tres largos kilómetros, pero ¡qué aliviado que me sentía! La caminata le había quitado algunos de los efectos del alcohol a nuestro nuevo amigo y parecía más dispuesto a hablar. Aunque estábamos solos y ya había pasado gran parte de la noche, reunimos el coraje para preguntarle:
—¿Por qué hizo eso? ¿Por qué nos protegió y nos ayudó?
—Bueno —empezó a explicarnos —, una persona que quería que se largaran de aquí nos reunió y nos dio algo de bebida casera gratis. Nos dio a entender que quería que nos ocupáramos de los misioneros mormones y nos aseguráramos de que no volvieran al pueblo. Nos dijo: «Los mormones son mala gente». Cuando escuché eso, algo comenzó a removerse dentro de mí. Estaba bastante borracho, pero no completamente alcoholizado y algo comenzó a molestarme. Pensé: «¿Mala gente los mormones? No, son buenos. Aquí hay un error».
Y a continuación, nos contó la siguiente historia: «Nunca conocí a mis verdaderos padres. Me criaron unos parientes en Niuatoputapu y, cuando tenía alrededor de diez años, me mandaron a Vava‘u (otra isla de Tonga). Estoy seguro de que causaba problemas allí, porque los otros se las agarraban conmigo muy a menudo y yo también peleaba para defenderme. Parecía que nadie me quería. No iba a la escuela, así que no sabía leer ni escribir.
»En Vava‘u, andaba de un lugar a otro. Un día, estaba holgazaneando en la calle y se me acercaron dos jóvenes de camisa blanca y corbata; me preguntaron por qué no estaba en la escuela y les dije que en realidad no vivía allí y que mi familia no tenía bastante dinero para mandarme a estudiar. Me preguntaron si me gustaría ir a la escuela de ellos y les respondí que no tenía dinero, pero me dijeron que eso no importaba, que fuera de todos modos. Así que fui con ellos. Me enseñaron un poco de inglés e incluso me dejaron quedarme con ellos y me alimentaron. Me enseñaron a escribir mi nombre, a leer un poco y fueron amables conmigo. Todos los demás me maltrataban; en cambio, ellos no lo hacían. Me demostraban amor y se preocupaban por mí, algo que no había sentido muchas veces durante mi vida.
»Después de unas semanas de ir a la escuela, me llevaron al océano, me metieron bajo el agua y dijeron: ‘Ahora eres mormón’. Yo no sabía qué significaba eso exactamente, pero me sentí bien al respecto; me caían bien aquellos dos jóvenes y parecía que yo también a ellos.
»Poco después de eso, tuve que regresar a Niuatoputapu. Cuando llegué aquí, no tuve más contacto con la Iglesia, ya que no había misioneros acá y tampoco sabía de ningún miembro; así que me olvidé del asunto por varios años. La gente empezó a buscar pleito conmigo otra vez y no me llevó mucho para convertirme en un verdadero peleador. Pero esta noche, cuando dijeron: ‘Los mormones son mala gente. Encárguense de los misioneros y asegúrense de que no vuelvan’, recordé todo: yo soy mormón. Los misioneros mormones no son mala gente, son buenas personas; ellos me querían y me ayudaron. Me pregunté qué debía hacer, y entonces se me ocurrió: ‘Me quedaré sentado junto a la casa y los protegeré. Los ayudaré, tal como aquellos dos jóvenes de camisa blanca y corbata me ayudaron a mí’. Y eso fue lo que hice».
¡Cuánto agradecimiento sentí por aquellos dos élderes que habían estado en Vava‘u veinte años atrás! Y cuán agradecido estaba a Dios por llevar esos buenos sentimientos a la memoria de nuestro protector. Ojalá pudiera decir que volvió a ser un miembro activo, pero no fue así; siguió bebiendo y haciendo otras cosas malas. Sin embargo, no tuvimos más problemas con aquellos hombres ni con ninguna otra persona porque todos sabían que estábamos bajo su protección.
A medida que iba pasando el tiempo, la disposición de los demás hacia nosotros era cada vez mejor. A pesar de que nuestro protector murió en un accidente inesperado unos meses más tarde, a esa altura ya nos habíamos integrado tan bien a la comunidad de la isla que no tuvimos más dificultades de esa naturaleza.
Muchas veces me pregunto qué hubiera sucedido si veinte años antes aquellos dos misioneros no le hubieran demostrado amor a aquel niño. Ni siquiera sé sus nombres ni nada acerca de ellos, excepto que demostraron amor y bondad a un pequeño huérfano a quien otras personas maltrataban. Estoy seguro de que el cariño y la amabilidad que le mostraron fue a parar a algún tipo de banco de bondad eterno y esos fondos fueron retirados veinte años después, con ricos intereses, para ayudarnos y salvarnos del daño y, sin necesidad de forzar mucho la imaginación, probablemente para salvarnos también la vida.
Aprendí cuán importante es que constantemente realicemos depósitos en ese eterno banco de bondad, no solo para nosotros, sino también para otras personas. Ningún acto de bondad se pierde, sino que queda allí depositado y disponible, con intereses extra, para que nosotros u otras personas lo retiremos en momentos de necesidad. Me preguntaba si el universo entero no se mantendrá en equilibrio gracias a los depósitos y extracciones de actos de bondad. Quizá toda la bondad disponible para retirar y bendecirnos sea el total de bondad depositado por todos nosotros cuando bendecimos la vida de otras personas. Tenía sentido, sobre todo al caer en la cuenta de que el mayor depositante es el Salvador. Seguramente Sus depósitos superarán a todos los demás, pero aun así sigo pensando que Él desea que seamos Sus socios en este gran programa de depósitos de bondad. Aunque no es mucho lo que sé, sí sé que debemos ser más bondadosos.
Cuando comencé a esforzarme por cultivar la cualidad de la amabilidad, en seguida descubrí que era imprescindible deshacerme del enojo, la maldad y los malos pensamientos. Además descubrí que, a medida que lo hacía, la paz y el gozo que inundaban mi vida valían cualquier esfuerzo que hubiera hecho.
No fue sencillo pero, con el tiempo, aprendí que dondequiera que nos encontremos, cualesquiera sean nuestros antecedentes y cualquiera que sea la situación, si tenemos el deseo de ser amables, el Salvador nos ayudará a actuar como Él lo haría y a sentir lo mismo que Él sentiría en circunstancias similares. ¡Qué gran bendición!
Mientras pensaba acerca de esto, tomé la decisión de tratar de ser más bondadoso con los demás. Me pareció que debía comenzar por aquellos ocho jóvenes que estaban empeñados en causarnos daño y también las personas que los habían incitado a hacerlo. Fue difícil, ya que ellos se sentían avergonzados y yo estaba un tanto enojado; de todos modos, poco a poco, cultivamos una buena amistad. Uno de los ocho se unió a la Iglesia más adelante. Aprendí que el ser amable rinde sus frutos, no solo por lo que hace en la vida de los demás, sino también por el efecto que tiene en nuestra propia vida.
























