De cerdos y planchas
Seguimos con nuestras actividades cotidianas. A veces me parecía que nunca sucedía nada nuevo, que la vida era demasiado lenta y que cada día parecía igual que el anterior; llovía o estaba soleado; el viento soplaba fuerte o había calma. La rutina era todos los días la misma: levantarse, bañarse, estudiar las Escrituras, comer, decidir qué lugares visitar, salir, intentar compartir el Evangelio, recibir el rechazo de la mayor parte de la gente, volver a casa, comer, orar y, finalmente, irse a dormir.
Cuando estaba húmedo y frío, no me gustaba salir; cuando hacía calor y estaba pesado, no me gustaba salir. Dado que, por lo general, era lo uno o lo otro, y, de todos modos, la gente no nos escuchaba, casi siempre parecía más fácil quedarnos en casa. De no haber sido por Feki, no sé cuán a menudo hubiera salido; pero Feki hacía que el salir y hacer visitas fuera la constante de todos los días, así que eso era lo que hacíamos.
En seguida me di cuenta de que cada día y cada situación estaban lejos de ser los ideales y que, si permitía que las circunstancias y condiciones gobernaran mis acciones, me limitaría a quedarme sentado sin hacer nada excepto terminar en estado de descomposición. Teníamos que decidir de antemano qué debíamos hacer y luego ponernos en movimiento y llevarlo a cabo sin hacer caso al clima, la apatía ni la oposición. Feki siempre me daba ánimo con una gran sonrisa, pero nunca me obligaba. ¡Cuán agradecido estaba por él!
Al pasar mes tras mes entre setecientas personas, muy pronto aprendí el nombre de todos y la relación que tenían entre sí. Supe que no debía hablar mal de nadie, porque invariablemente el objeto de la conversación estaba emparentado con todos los demás, incluso con la persona con quien estuviera hablando. Entre ellos se peleaban mucho, pero siempre estaban unidos cuando se trataba de asuntos importantes. Y no solo reconocía a todas las personas, sino que además podía diferenciar a todos los animales. Cada caballo, perro, cerdo, cabra e incluso gallina tiene una personalidad y una apariencia particulares, igual que los humanos; si uno vive constantemente con ellos, en seguida aprende a diferenciar esas características. Cualquier persona que tenga una mascota lo sabe.
En Niuatoputapu había muchísimos cerdos; eran un símbolo de riqueza y todos sabían a quién pertenecía cada uno. Robar un cerdo era casi tan grave como robar un caballo durante la colonización del oeste de los Estados Unidos. A fin de que los cerdos no se escaparan y estropearan los huertos, que estaban en las afueras, los cercaban dentro de la aldea.
Uno de los acontecimientos más importantes de la vida de aldea eran los banquetes que se celebraban en ocasiones especiales como nacimientos, muertes, casamientos, cumpleaños y días conmemorativos. Para estos banquetes, se les pedía a ciertas familias que llevaran cerdos. El día anterior al banquete, abrían el portón y dejaban que algunos cerdos corrieran hacia el bosque; entonces, minutos después, un grupo de hombres y niños, armados con palos, piedras y machetes, salían a perseguirlos. No tenían armas de fuego. La caza de cerdos era un gran acontecimiento. Todos estaban al tanto de a qué familia se le había pedido el animal y tenían que tener cuidado de no matar a un cerdo que perteneciera a otra persona; de todos modos, había que atrapar al resto de los cerdos y devolverlos al interior de la aldea.
Si bien yo sabía de estos eventos de caza, por muchas razones nunca había participado. Pasaba el tiempo y los cazadores seguían insistiendo en que los acompañara. Finalmente, me dijeron:
—Si va a comer el cerdo, tiene que ayudar a atraparlo.
Su argumento tenía sentido, así que al fin asentí:
—Está bien; los acompañaré una vez.
Me dieron unas buenas piedras y nos dirigimos al portón.
Abrieron el portón y varios cerdos que habían escogido salieron corriendo hacia el monte. Unos minutos después, los cazadores, con fuertes gritos y exclamaciones de entusiasmo, salieron por el portón y los cerdos supieron que había comenzado la persecución. Participaron en la cacería unos quince hombres y niños. Un rato después, alguien encontró al cerdo que estábamos buscando y, casi por arte de magia, los cazadores se pusieron en posición y formaron un semicírculo alrededor del animal. Flicieron caso omiso del resto y se concentraron en atrapar a ese.
Los cazadores fueron cerrando el círculo de a poco hasta que el cerdo se asustó y salió disparado. Intentaron pegarle con una piedra o un palo; la primera vez, le erraron y se escapó sin haber recibido daño alguno. Durante la caza, mientras rodeaban al cerdo e intentaban golpearlo, había que tener mucho cuidado de no pegarle a alguien que se estuviera acercando en la otra dirección.
Al final volvieron a encontrar al mismo animal y comenzaron a acercársele sigilosamente; el hombre que se hallaba junto a mí señaló al cerdo. De repente, el animal saltó y se dirigió a un pequeño sendero que estaba inmediatamente delante de nosotros; en el sendero había un tronco chico y, precisamente en el momento en que el cerdo saltaba sobre él, los dos lanzamos nuestras piedras.
Mientras todavía estaba en el aire, una de las rocas le dio justo en la cabeza, con lo que cayó al suelo aturdido y sin poder hacer nada más que dar patadas. Resonó un grito de victoria e inmediatamente todo el grupo estaba junto al animal con garrotes y machetes para matarlo. Nunca me sobrepuse por completo a la experiencia de haber visto al cerdo desesperado volando por el aire, ver una piedra que le pegaba en la cabeza y luego verlo caer al suelo indefenso, mientras hombres y niños se apiñaban a su alrededor gritando y dando golpes; ni de ver que le cortaban el pescuezo, que la sangre le salía a chorros y que con ella se le iba la vida. Por suerte, el cerdo murió rápidamente. Lo ataron a un poste largo y, poco después, ya estábamos regresando a la aldea. Todos iban riéndose, dando gritos de victoria y divirtiéndose. Todos, excepto yo. Yo no me sentía nada bien.
El hombre que estaba conmigo no dejaba de mencionar la buena puntería que tenía yo ni de recordar la forma en que mi piedra había alcanzado al cerdo mientras todavía estaba en el aire. Sospecho que mi piedra le erró por completo y que fue la que lanzó aquel hombre la que dio en el blanco, pero él seguía insistiendo en que el logro había sido mío. Con eso comenzó la leyenda de la buena puntería que tenía el misionero mormón para tirar piedras.
Al día siguiente, comimos el cerdo en el gran banquete. La gente de la aldea se aseguró de que me tocaran los dos manjares principales: las orejas y la carne de los costados de la columna, ambos deliciosos.
Me presionaron mucho para que fuera a cazar de nuevo, pero me mantuve firme y me negué a hacerlo. De hecho, me retiré como el campeón en lanzamiento de piedras. Supongo que sabía que nunca podría volver a lograr aquella hazaña (si era cierto que realmente había sido mi piedra), pero principalmente no me gustaba la idea de salir a cazar. Feki era muy buen cazador y él aportó nuestra parte del trabajo en expediciones que se realizaron más adelante. Yo nunca volví a participar en las cacerías.
A medida que pasaba el tiempo, cada vez me preocupaban más los sentimientos de las personas (los cuales abundaban) en lugar de sus posesiones (las cuales escaseaban). Aprendí que todas las personas del mundo, sean cuales sean sus circunstancias, tienen sentimientos profundos. También aprendí que hay una cantidad determinada de «cosas» que pueden ser útiles, pero hay muchísimas que pueden ser dañinas. No sé cómo se encuentra el equilibrio, pero me imagino que la declaración «suficiente para nuestras necesidades» es la mejor norma por la cual regirnos.
En una ocasión, poco después de la llegada de un barco, visité a una señora que era miembro. Se la veía muy preocupada y me pidió que pasara. El problema que tenía era que la familia del esposo, que vivía en Tongatapu, le había comprado una plancha moderna que acababa de llegarle en el barco. Tenía un pequeño tanque de gas en la parte posterior que se podía encender como si fuera una lámpara Coleman; las llamas bajaban entre dos piezas de metal y mantenían caliente la plancha.
Me preguntó qué debía hacer. Si se la quedaba para usarla cuando planchaba, podría usarla por mucho tiempo, pero entonces la gente diría que era egoísta y no tendría amigos. Si se la prestaba a otras personas, en seguida la estropearían y ni ella ni las otras personas tendrían una buena plancha.
Le pregunté qué había usado para planchar hasta el momento. Me mostró su plancha de hierro fundido: tenía una parte hueca para poder colocarle carbón caliente o brasas en la parte descubierta e intentar planchar sin quemarse la mano, ya que hacia arriba salía la misma cantidad de calor que hacia abajo.
Le dije que yo no sabía qué debía hacer. Suponía que la familia le había enviado la plancha con la intención de que la usara, pero ella tendría que hacer lo que considerara mejor. Parecía estar llena de in- certidumbre. Me apenaba no poder ayudarle más, pero no tenía una respuesta terminante para darle.
Unas semanas después, volví a verla. Parecía estar feliz. Le pregunté qué había sucedido y me dijo que durante un tiempo se había sentido muy mal, porque había tratado de usar ella sola la plancha. Pero luego decidió que el planchado era solo una pequeña parte de su vida y, en cambio, la familia y los amigos eran una parte mucho más importante, así que empezó a prestar la plancha y, como era de esperar, al poco tiempo se rompió y se volvió ta‘eaonga (inservible).
Señaló hacia el piso, donde se encontraba la plancha; la estaba usando como peso para sujetar unas esteras. Me explicó: «Una piedra podría cumplir la misma función, igualmente bien, pero, ya que la plancha está aquí, puedo decirles a mis suegros que me resulta útil. Me alegra que se haya roto y que pueda hacer las cosas de la misma manera que los demás. Todos hemos vuelto a ser buenos amigos».
Me pregunté cuál sería la correlación entre el progreso temporal y el egoísmo. No llegué a ninguna conclusión.
























