Tétanos
Teníamos muchos buenos amigos, especialmente entre los jóvenes de nuestra edad; uno de ellos, que se llamaba Finau, demostró interés en escucharnos; tenía veintitantos años y era fuerte. Sus padres se oponían a nosotros y no nos dejaban entrar a la casa. A pesar de que él todavía vivía con ellos, tenía edad suficiente para ser independiente, así que iba seguido a nuestra casa para escuchar las lecciones. Era reverente y atento, y parecía aceptar los principios que le enseñábamos.
Un día, después de una lección, nos invitó a ir de pesca con él, pero le explicamos que, por ser misioneros, no podíamos hacerlo. Eso lo sorprendió, ya que prácticamente todos pescaban o realizaban algún tipo defangota (pescar o cavar en busca de cangrejos pequeños o mariscos en la zona de arrecifes).
Un método popular para pescar durante una noche tranquila consiste en adentrarse en la laguna con un farol y un machete y quedarse allí muy quieto; la luz atrae a los peces y, si uno es rápido, puede atravesar el agua con un cuchillo y atrapar uno. Esa noche, un pez grande se acercó a la luz y él con cuidado levantó el cuchillo; aparentemente, al mismo tiempo que él estaba listo para atacar, algún leve movimiento hizo que el pez huyera, pero la resolución de Finau de atraparlo era tal que, de un golpe, introdujo el machete en el agua detrás de sí en el mismo momento en que el pez salía disparado. Debe de haber levantado el pie ya que le erró al pez, ¡pero se rebanó el talón!
Otras personas que estaban pescando cerca de él respondieron a sus alaridos de dolor y lo llevaron hasta su casa. Debido a que no había prácticamente ninguna instalación hospitalaria en la isla, no había mucho que pudieran hacer. Supongo que una inyección antitetánica habría sido lo apropiado, pero no había nada de eso. Hicieron todo lo posible, pero poco después ya se le había declarado el tétanos.
Al principio, sus padres intentaron echarnos la culpa a nosotros y le decían: «¡Eso es lo que logras por escuchar a esos misioneros mormones!». Él seguía pidiendo que nos llamaran, pero ellos no nos dejaban verlo; en cambio, llamaron a sus propios líderes religiosos para que hicieran algo. Finau seguía empeorando y seguía llamándonos. Cuando los padres se dieron cuenta de que de todos modos moriría, finalmente nos pidieron que fuéramos a verlo tal como él quería. No nos permitieron darle una bendición, pero dijeron que podíamos orar por él, y eso fue lo que hicimos.
Jamás había visto algo así. El tétanos es una enfermedad terrible y pensé: «¡Nadie querría morir de esta manera!». Finau estaba sufriendo convulsiones y sacudiéndose violentamente cuando llegamos. La situación era lamentable. Intenté sostenerlo en mis brazos y hablarle; de vez en cuando, me parecía que me miraba intencionalmente, como queriendo decir algo, pero no estaba seguro. Sentía compasión por él y me daba cuenta de que estaba sufriendo muchísimo con esos espasmos y convulsiones. Tratar de sostenerlo era como tratar de sostener a un toro que se retorciera enfurecido. Intenté tranquilizarlo, pero fue en vano a causa de la mucha fuerza que él tenía.
Lo observé durante esa última fase hasta que murió. Mi testimonio de que hay un espíritu en nuestro cuerpo fue confirmado por partida doble en aquella ocasión: En un momento, había un joven de cuerpo fuerte; al momento siguiente, no había nada. Casi se podía sentir que algo se apartaba del cuerpo y éste quedaba sin vida. Supe que el espíritu había abandonado su cuerpo y supe que el espíritu da vida. De hecho, supe que el espíritu es vida y que ésta no existe sin él, literalmente y en sentido figurado.
Cuando su espíritu se fue, sentí claramente que él estaba agradecido por lo que habíamos hecho. Parecía como si, ya libre, estuviera agradeciéndonos el hecho de haberle enseñado y de haber acudido en su ayuda. Tuve la impresión de algo que provenía de él y nos decía: «No se enojen con mis padres, ellos no entienden; ayúdenles. Ayuden al resto de las personas. Yo estoy bien. Gracias por todo».
Pensaba que la forma en que había muerto era muy cruel, pero a su espíritu no parecía importarle. Me preguntaba por qué a algunas personas les resulta tan difícil morir, mientras que otras se van tan tranquilamente. En aquel entonces no tenía respuestas y ahora tampoco las tengo, pero estoy convencido de que, si miramos nuestra vida en una perspectiva eterna, la forma en que pasamos al otro lado rellena pequeñas grietas, alisa aristas ásperas o contribuye a que logremos más entendimiento.
Cuando los padres se dieron cuenta de que se había ido, comenzaron a llorar, a dar alaridos y rasgar sus vestiduras. Afortunadamente, ya no estaban enojados con nosotros. Estoy seguro de que la influencia de su espíritu los ayudó. Sabían que su hijo ya no estaba y también sabían que él había querido que estuviéramos allí, así que se sentían agradecidos porque hubiéramos ido y hecho lo que estaba a nuestro alcance. Mediante sus lamentos y alaridos por la muerte del hijo, nos agradecieron el haber intentado ayudarles y hasta nos pidieron que fuéramos al funeral.
El servicio funerario se llevó a cabo temprano aquella misma tarde. No me pidieron que hablara, pero me invitaron a sentarme en un lugar importante. Aunque habían presionado a la familia para que nos dijeran que no nos presentáramos en el funeral, ellos conocían los buenos sentimientos que su hijo tenía hacia nosotros y nos invitaron igual.
En uno de los momentos de calma durante el funeral, escuché hablar a dos ancianos que estaban sentados junto a mí; se preguntaban: «¿Cómo puede ser que él tenga tanta suerte de morir tan joven y nosotros tengamos que seguir viviendo y trabajando y sudando y sufriendo dolores? No parece justo. ¿Qué tiene Dios en contra de nosotros?».
Nunca lo había pensado de esa manera. Me di cuenta de cuán diferente es la actitud que tiene la gente de occidente hacia la vida comparada con muchos otros lugares del mundo. Para muchas personas, la vida es dura y el seguir viviendo implica seguir sudando, sufriendo dolores y preguntándose cuándo y cómo llegará el fin. Me di cuenta, más que nunca, que todas las personas de todo el mundo necesitan el Evangelio y una comprensión clara de la vida y de la razón por la que estamos en la tierra. Tienen que saber que la vida es de gran valor, que viene de Dios y que estamos aquí para aprender a obedecer a Dios, amarlo y demostrarle ese amor al ayudar a otras personas.
¡Cuán grande era mi deseo de explicar estas cosas a aquella gente! Pero no me hubieran dejado hacerlo en esos momentos. Aunque eran personas buenas, calculo que su mayor problema era estar «cegados por las artimañas de los hombres» (véase D. y C. 76:75).
La experiencia no había sido agradable, pero aprendí mucho. Tuve un conocimiento certero de la verdadera naturaleza del cuerpo y el espíritu; supe que el cuerpo no tiene poder sin el espíritu y que el espíritu puede expresar sentimientos y transmitir ideas, incluso después de haber abandonado el cuerpo.
El Señor tiene maneras de enseñarnos verdades que muchos nos perdemos al rehusarnos a pasar por algunos de los requisitos «desagra-dables». ¡Cuán agradecido estaba por Finau, sus padres y las grandes lecciones que el Señor me enseñó por medio de ellos! Nosotros seguimos enseñando las verdades del Evangelio cuándo, cómo y a todas las personas que podíamos. Lamentablemente, los padres del joven no se encontraban entre aquellos que estuvieron dispuestos a escuchar.
A pesar de que fue difícil pasar por la muerte de Finau y otras expe-riencias similares, hasta cierto punto empecé a sentir lástima por los que no pasan por ellas. El nacimiento y la muerte son parte de la vida; el envejecimiento y las enfermedades son parte de la vida. En nuestra sociedad moderna, tenemos la tendencia a aislarnos y aislar a nuestros hijos en esas circunstancias; algunas son difíciles de manejar y a menudo no sabemos qué hacer. Recuerdo que en más de una ocasión intenté salir de situaciones incómodas.
En una ocasión, una familia me llamó y me pidió que fuera a prisa porque una mujer tenía muchísimas complicaciones con el parto. Fui, pero con los gritos, la sangre y la naturaleza tan personal del proceso del nacimiento —sumado a que no tenía ni la menor idea de lo que podía hacer—, eché un vistazo y pregunté si les parecía bien que me quedara afuera y orara por ella. Se dieron cuenta de que estaba asustado, así que me dijeron que estaba bien.
¡Y si habré orado! Quería que todo estuviera en orden, no solo por ellos, sino también para no tener que involucrarme más con la mujer y su criatura, a quien le estaba resultando muy difícil llegar aquí. Me pareció que los gritos duraban mucho tiempo, pero finalmente la criatura nació y tanto la madre como la hija estaban bien. ¡Qué agradecido quedé!
Una vez más, recibí un fuerte testimonio de la oración. Si oramos con todo nuestro corazón por aquello que sea correcto, que esté de acuerdo con la voluntad de Dios, se nos concederá tal como lo prometen las Escrituras. La clave, por supuesto, es estar dispuestos a aceptar Su voluntad y pedir solo las cosas que estén de acuerdo con ella; de hecho, no creo que podamos orar con fe a menos que oremos por aquello que se conforme a Su voluntad.
Recuerdo haber pensado en el plan de Dios para esta tierra. Allí estaba yo: un joven que no sabía mucho acerca de la vida y, aun así, me veía envuelto en nacimientos, muertes y enfermedades, en lo que a veces denominamos «la dura existencia». Volví a pensar en cómo nos aislamos y aislamos a nuestros hijos de algunas de esas porciones de la experiencia terrenal; cuando alguien se enferma, lo llevamos al médico o al hospital; la gente por lo general muere en un hospital, en un hogar de ancianos o bajo cuidado profesional. Muchas veces, los integrantes de una familia no experimentan los sentimientos que resultan de participar de toda esa experiencia.
Me apresuro a agregar que no recomiendo volver a las condiciones primitivas de vida; agradezco tener profesionales de la salud, agentes funerarios y otras personas que nos ayuden en nuestra sociedad moderna. Sin embargo, estoy convencido de que perdemos algo de nuestra vivencia terrenal cuando no participamos personalmente, al menos hasta cierto punto, en estas experiencias básicas de la vida. A veces nosotros, o nuestros hijos, vemos que una persona se enferma y la próxima vez que la vemos ya está colocada en un hermoso ataúd; y no nos damos cuenta del trauma ni del dolor sufrido en el ínterin, ni de la realidad de la separación física y espiritual que ha ocurrido.
El hecho de comprender que el espíritu es vida y de sentir la gratitud que proviene del espíritu de una persona que agradece lo que uno está intentando hacer por ella a menudo nos incentiva mucho más a hacer el bien y a ayudar a los demás que lo que lograría cualquier cantidad de sermones. Dudo que queramos volver al estilo de vida de Niuatoputapu, pero considero que si hubiera más personas que se involucraran más en ese tipo de experiencias, se lograría hacer mucho más el bien.
Quizá en nuestra sociedad estemos muy alejados de los aspectos básicos de la vida. Por lo general, los tonganos dan más importancia de la que les damos nosotros a los sentimientos de las personas, a la forma en que actúan e incluso cómo huelen. Parece que pudieran interpretar mejor que nosotros nuestras miradas y nuestros suspiros.
Recuerdo una vez que, mientras caminábamos por un sendero, Feki de repente se detuvo y se puso el dedo índice sobre la boca al mismo tiempo que señalaba con la otra mano hacia un árbol que se encontraba un poco más adelante.
—¿Qué sucede? —susurré.
—Hay alguien detrás de aquel árbol —me respondió con otro susurró—. Acerquémonos con cuidado.
—¿Cómo puedes estar seguro? —pregunté.
—Ah, no lo comprenderías, pero tengamos cuidado.
Cuando nos acercamos, en efecto, había un hombre descansando detrás del árbol; era claro que no quería hacernos daño y seguimos camino. Me imagino que esa capacidad viene de vivir más cerca de la naturaleza de lo que vivimos nosotros.
Recuerdo que muy seguido las personas nos decían: «Parecen ham-brientos o cansados. Les daremos algo de comer. Siéntense y descansen». Poco después, escuchábamos el último cacareo de una gallina antes de morir y al rato, allí estaba: lista para que la comiéramos. Cuando la gente se limita a ir a un negocio y comprar un buen trozo de carne envuelto en plástico o una botella de leche, a menudo no tienen idea de cómo llegó hasta allí. Quizá así deba ser, pero me alegra haber podido sentir y comprender un poco de la otra realidad también.
Aprendí mucho de Finau y su familia. Las expresiones sinceras de ternura y amor, sean cuales sean las circunstancias, en el pasado y en el presente, son muy reales y muy necesarias. La familia de Finau nunca se unió a la Iglesia, pero, a partir de aquel momento, fueron amables con nosotros, nos invitaron a comer y nos ayudaron.
























