«Para bien y para mal»
La isla de Niuatoputapu es relativamente pequeña pero, en esa época, ya había aprendido que siempre había mucho para hacer. A veces, a los misioneros les da la impresión de que ya han golpeado todas las puertas de un área; dudo de que tal cosa sea posible. Pasar un año con setecientas personas, en un área de once kilómetros cuadrados y sólo con un compañero, podría parecer aburrido; sin embargo, siempre había más para hacer de lo que yo lograba con mis labores. Sinceramente, durante el último mes de la misión tanto como durante el primero me parecía que era muchísimo lo que todavía tenía que hacer y aprender.
Si en algún momento los misioneros se desaniman al pensar que los han asignado durante mucho tiempo a un lugar donde vivan muy pocas personas, deberían darse cuenta de que otros ya han pasado por eso antes y han progresado gracias a ello. Sé que siempre hay lecciones para aprender, así como bendiciones que podemos obtener, si tan solo estamos dispuestos a pagar el precio por ellas. Estoy convencido de que en el área más pequeña o en el llamamiento aparentemente más insignificante hay mucho más potencial de lograr más de lo que cualquiera de nosotros podría en otro lugar.
Poco después del funeral de Finau, decidimos ir a la cercana isla de Tafahi, que se encuentra a unos trece kilómetros de distancia y es la única isla hasta la cual la distancia que hay que navegar es razonable. Después de Tafahi, las más cercanas son Samoa, Vava‘u y Fiji, que quedan a varios cientos de kilómetros.
Tafahi es una isla volcánica alta y muy empinada; allí vivían alrededor de ochenta personas. Como no había ningún lugar que fuera naturalmente llano, los habitantes habían tenido que rebanar uno de los costados de la montaña a fin de tener una zona llana donde construir algunas casas y cultivar.
Si bien en Niuatoputapu no había nada mecánico y la gente vivía en comunión con la naturaleza, sin agua corriente ni electricidad y con muy poco contacto con el mundo exterior, la gente de Tafahi estaba aún más apartada y tenía, si es posible, una relación más estrecha con la naturaleza y menos contacto con la civilización, ya que no contaban con telégrafo ni con barcos que llegaran regularmente.
Cuando fuimos navegando, el océano estaba muy picado. Nos acercamos tanto como pudimos a la orilla, esperamos a que las olas más grandes se retiraran, y de un salto nos metimos en el agua y nadamos y caminamos hasta la costa. Quedé impresionado por la fuerza de la gente que vivía allí. Algunas mujeres jóvenes se ponían un yugo al cuello, le amarraban un gran kape (grandes plantas con tubérculos que pesan más de cuarenta kilos cada una) en cada extremo y subían la montaña casi corriendo con ellos a cuestas. Yo apenas podía levantar uno, ¡mucho menos dos!
Poco después de llegar, comenzamos a golpear puertas. Visitamos todas las casas (dieciocho en total), dejamos un folleto en cada una e invitamos a la gente a una reunión que íbamos a tener aquella misma noche. En la última casa, me vino a la mente un pensamiento extraño: «¿Por qué no pones a prueba la profecía de que el nombre de José Smith se conocerá para bien y para mal en todo el mundo?». No sé por qué tuve esa idea, pero así fue.
Reunimos a los seis de la familia, los invitamos a ir a nuestra po malanga (reunión en una casa) de esa noche y les entregamos un folleto. Luego les preguntamos:
—¿Alguna vez oyeron hablar del presidente Eisenhower?
—¿Quién es?
Les expliqué que era el presidente de Estados Unidos.
—¿Dónde queda Estados Unidos?
Intenté explicarles dónde se encontraba, pero no entendían. Preguntaron de qué tamaño era la isla. Yo les contesté que era una isla muy grande que se encontraba a miles de kilómetros, donde vivían millones de personas. Les dije que había muchas personas allí que jamás habían visto el océano y que muchos de los habitantes no se conocían entre sí. No lo podían entender. Entonces les pregunté:
—¿Alguna vez oyeron hablar de un hombre llamado Kruschev?
—¿Quién es?
—Bueno, es el líder de Rusia.
—¿Qué es Rusia?
—Rusia es un país.
Intenté explicarles que era una isla grandísima, incluso más grande que Estados Unidos y que allí había millones de personas. No había manera de que lo entendieran.
—¿Alguna vez oyeron hablar de una persona llamada Charles DeGaulle?
—No, ¿quién es?
—Es el presidente de un país llamado Francia.
—¿Dónde queda Francia?
Una vez más les expliqué, y después les pregunté sobre otros países y otros líderes, pero no podían asimilar la idea de las famosas figuras políticas de la época.
Luego les pregunté acerca de figuras del deporte, estrellas de cine, gente de negocios famosa, la Gran Depresión, la Guerra de Corea y otras cosas. El ejercicio fue inútil, ya que no sabían de ninguna de esas personas ni de los acontecimientos.
No había ningún miembro de la Iglesia en aquella isla, pero sí había otras dos iglesias allí. Respiré hondo y dije: «¿Alguna vez han oído hablar de José Smith?»
Inmediatamente, se les iluminó el rostro; todos me miraron y el padre dijo: «¡No nos hablen de ese profeta falso! ¡En nuestra casa no! Sabemos todo acerca de él. ¡Nuestro ministro nos contó!». Casi no podía creer lo que estaba oyendo. El pasaje de la Perla de Gran Precio resonó en mi mente, en el que dice que el nombre de José «se tomaría… para bien y para mal… entre todo pueblo» (JS—H 1:33). A mi modo de ver, ese era el claro cumplimiento de la profecía.
Estoy convencido de que es muy poco probable encontrar otro lugar más remoto, más desconectado de la civilización moderna que la pequeña isla de Tafahi. Los habitantes no sabían nada de los grandes líderes de aquella época —ni políticos, ni económicos ni de ningún tipo— pero conocían el nombre José Smith. En aquel caso, lo conocían para mal, al menos al principio. Pasé los días siguientes explicando más acerca de la misión del profeta José Smith, y, antes de que nos fuéramos, algunos de ellos conocieron su nombre para bien.
Hicimos algunos amigos en Tafahi y varios de nosotros subimos caminando hasta la cima de la montaña. Mientras ascendíamos, nos encontramos con nubes y neblina, con bosques de bambú y vegetación espesa que se parecía a la de la selva, hasta que finalmente llegamos a la cima. ¡Qué vista! Parecía que desde allí se podía ver absolutamente todo. Se veía océano en cualquier dirección en que uno mirara. La única tierra que se podía divisar era Niuatoputapu, y parecía muy pequeña y muy distante. Me llamó poderosamente la atención el darme cuenta de cuán diferente puede ser nuestra visión según los diferentes lugares desde donde miremos. Me imagino que para Dios esta tierra debe de parecer bastante pequeña.
Durante mi estadía en Tafahi, varios de los hombres de más edad, quienes decían tener la autoridad, realizaron una ceremonia, me nombraron matapule (jefe) y me dieron un nombre oficial: Ngalu ‘o Tafahi (La ola de Tafahi). Sin contar la ocasión en que lo escribí en mi diario, nunca usé el nombre ni volví a referirme a él. Prefería el título de misionero.
Cuando finalmente nos fuimos, el amor que sentía por el profeta José Smith era más grande y mi testimonio de su llamamiento divino era más firme. Con el tiempo, algunas personas de Tafahi se unieron a la Iglesia. Nunca volví a visitar esa isla, pero no he olvidado a la gente, ni la subida a la cima de la montaña, ni la vista espectacular, ni la ceremonia ni el testimonio más profundo que recibí en la última casa al preguntar acerca del profeta José Smith.
























