El Otro lado del Cielo

El huracán


Después de regresar de Tafahi, seguimos golpeando puertas y tratando de visitar a la gente de Niuatoputapu; sin que supiéramos por qué, parecían menos receptivos que antes. Le pedimos al Señor que les ablandara el corazón y que nos bendijera para que entendiéramos de qué manera podíamos enseñarles mejor. No estoy seguro de que haya una relación directa entre todas estas cosas pero, poco tiempo después, ocurrió algo interesante.

Aunque, en general, Niuatoputapu no tiene mucho relieve, tiene una montaña grande que se eleva de manera un tanto brusca desde las tierras bajas, que constituyen alrededor de dos tercios de la isla, y desciende de manera igualmente brusca hacia el océano, en lo que llamábamos la «parte trasera» de la isla. Los vientos predominantes vienen del sur, o sea, de la parte trasera, donde las olas rompen contra el coral que se eleva abruptamente desde el océano. La montaña detiene el mar revuelto por el viento, hace las veces de barrera y protege el frente de la isla de la mortal espuma salada.

Si uno se dirige hacia el norte desde la montaña, en seguida comienza a descender hacia una gran planicie fértil, bastante llana, y se encuentra con una laguna, la cual, con su arrecife más pequeño, sirve de protección adicional para la tierra de cultivos. Por lo general, la vida transcurre sin problemas: la montaña absorbe la espuma salada y, en la parte que queda protegida, crecen todos los alimentos que la población pueda necesitar.

De todos modos, una vez cada tanto, la naturaleza les juega una mala pasada con un huracán. La mayoría de esas personas conocen los vientos devastadores y las aterradoras olas que suben y bajan más allá de sus límites y que caracterizan a un huracán. Aun así, en las islas pequeñas uno de los elementos más destructivos son los vientos que cambian de dirección y llevan las olas y la espuma salada desde la dirección opuesta hacia la parte desprotegida.

No había ninguna alerta oficial ya que, en esa época y en aquel lugar tan aislado, no llegaba ni el pronóstico del tiempo ni el seguimiento mete-orológico. De todos modos, los ancianos decían que lo sentían venir; no sé si yo lo sentía o simplemente creía en lo que decían otras personas. Había algo en la pesadez y lo agobiante del aire que hacía que todos los animales y los humanos sintieran que algo no andaba bien. Cuando el viento comenzó a soplar desde la dirección opuesta, sobrevino una sutil y apenas perceptible sensación de inquietud. El cielo se puso oscuro y el aire pesado; aunque el viento y la lluvia no eran muchos, el ánimo de la gente se ensombreció y se volvió melancólico. Por instinto, todos buscaron refugio.

De repente, esa sensación agobiante estalló con una furia indescriptible sobre la pequeña isla indefensa: rugían los vientos, rompían las olas y la espuma salada y el mar, con su bramido, invadieron los jardines fértiles y las casas desde la costa hasta el frente de la montaña sin que nada los detuviera en el trayecto.

Los árboles quedaban arrancados de raíz, las casas se venían abajo, los techos volaban y la gente y los animales intentaban esconderse donde podían; los escombros que volaban eran peligrosos. En algún momento, durante el huracán, se produjo un efecto de vacío que hacía que trozos de juncos y briznas del pasto se convirtieran en algo parecido a diminutas lanzas que se enterraban en los árboles y hasta llegaron a matar a animales pequeños. Veía los trozos de techos de hojalata que volaban, partían los árboles pequeños por la mitad y se incrustaban en los troncos gruesos de otros árboles. Intentaba comportarme como si estuviera interesado o tuviera curiosidad, pero debo admitir que también estaba asustado. La furia de la naturaleza y las imágenes y los sonidos de destrucción, sobre todo al compararlos con los plácidos días y noches habituales, lo ponían a uno muy nervioso.

No sé con exactitud cuánto duró el huracán. Llegó durante la tarde, continuó toda la noche y se extendió hasta el día siguiente, o al menos así pareció ser.

Fueron una tarde y una noche aterradoras. Cuando uno está más cerca de la naturaleza, sin la protección de edificios de hormigón y sin haberse preparado con anticipación gracias al pronóstico, las cosas se sienten de un modo diferente. Comprendo mejor la profecía del Libro de Mormón en la que se habla de las tormentas durante la crucifixión de Cristo diciendo que «muchos de los reyes de las islas del mar se verán constreñidos a exclamar por el Espíritu de Dios: ¡El Dios de la naturaleza padece!» (1 Nefi 19:12). Así se sentía.

Los huracanes no empiezan de golpe ni terminan con un último gemido, pero al fin acaban por detenerse. Cuando sentimos que los Ventos habían amainado y que la tormenta había pasado, salimos de nuestros lugares de refugio con una sensación de sobrecogimiento y con gesto de incredulidad a causa de la terrible destrucción que había ante nuestros ojos: Los árboles habían sido arrancados de raíz, no quedaban techos, las casas estaban destruidas, faltaban cercos y, esparcidos por doquier, había escombros provenientes de todas partes. Casi todos los árboles grandes de mango habían caído, los árboles del pan habían caído, así como muchos otros; los pozos estaban contaminados con agua de mar, pero lo peor era que los cultivos se habían estropeado, en su mayor parte a causa de la destructiva agua salada.

Murieron algunos animales y varias personas habían resultado heridas de una u otra manera, pero por lo que llegué a saber, nadie había muerto. ¡Qué imagen lamentable! Los habitantes comenzaron a buscar a los integrantes de su familia, a amigos, a sus animales y otras posesiones. Los hombres volvían de sus huertos con lágrimas en los ojos, para informar la pérdida de la labor de todo el año y la amenaza de una inminente hambruna.

El oficial representante del gobierno convocó a una reunión especial para todos los adultos. En un intento por calmarlos, les dijo: «Ya hemos pasado por esto antes y podemos superarlo una vez más. Ayudémonos entre todos. Recojan el fruto caído de los árboles del pan y arranquen la mayor cantidad de tubérculos de los cultivos antes de que se echen a perder; empiecen a limpiar y a reconstruir. No escondan reservas de alimentos y asegúrense de que las personas ancianas, los pequeños y los enfermos estén bajo cuidado. Alégrense de que nadie haya muerto. Coman con moderación. Racionemos los alimentos que tengamos para que nos duren aproximadamente cuatro semanas. Debe de venir un barco dentro de tres o cuatro semanas, así que estaremos bien». Le pidió a alguien que orara y diera gracias porque habíamos sido preservados y que le pidiera a Dios que nos guiara y protegiera, especialmente durante las semanas siguientes. ¡Fue una maravillosa reunión oficial del gobierno! El creer en Dios y el santificar el día de reposo son partes muy importantes de la constitución y cultura de Tonga.

Empezamos a limpiar y todos nos aseguramos de que los demás tuvieran algo para comer. Había un bellísimo sentimiento de cooperación. Es extraño cómo los desastres sacan a relucir lo mejor (y a veces lo peor) de nosotros.

A pesar de que el viento había tumbado la mayoría de los árboles frutales, estos tenían muchísimos frutos, así que los recogimos y usamos cuanto pudimos. Gran parte de las raíces de los cultivos se habían plantado hacía muy poco tiempo, por lo cual no teníamos mucho para rescatar allí pero, por lo general, la gente no parecía demasiado preocupada, ya que aparentemente la situación exigía más que nada volver a construir y esperar a que llegara el próximo barco. Fue así que la vida, lentamente, volvió a tener la apariencia de siempre. Supongo que la mayoría de ellos se alegraban de no tener muchas posesiones materiales puesto que, de ese modo, ni la naturaleza ni otras personas podían despojarlos de lo que no tenían.

La tormenta había arruinado el telégrafo, así que no podíamos enviar mensajes para pedir ayuda. Por lo general, el barco llegaba aproximadamente cada cuatro semanas y, por eso, se distribuyó una cantidad de alimentos que debía alcanzar alrededor de cinco semanas, «por las dudas». Con aquellas raciones, uno nunca estaría lleno, pero tampoco pasaría hambre.

Lo primero que comimos fue el fruto del árbol del pan, el cual era nuestro alimento básico; también comíamos mangos, naranjas y otras frutas que no durarían mucho una vez que las habíamos arrancado. Todas, menos las que estaban verdes, sabían bien pero no llenaban.

Todos esperábamos que el barco llegara tres semanas más tarde, ya que se había ido de Niuatoputapu hacia Nukualofa varios días antes del huracán. Las dos primeras semanas transcurrieron sin muchos acontecimientos; la tercera semana llegó y pasó sin novedades del barco. Había muchas esperanzas de que llegara durante la cuarta semana pero, cuando esa también transcurrió sin que éste apareciera, percibimos una atmósfera diferente en todas partes. Se parecía a un día nublado: la normal actitud optimista era más moderada y las personas comenzaron a contar historias de tiempos difíciles que habían escuchado cuando eran niños.

Recuerdo que algunos de los hombres de más edad contaban de islas enteras que habían desaparecido por sequías o tormentas que habían estropeado los cultivos. Algunos hablaban de los hoyos que hacían en la tierra para almacenar alimentos; al parecer, en tiempos pasados, los almacenaban por medio de un proceso de fermentación: envolvían ciertos alimentos en hojas y enterraban una gran cantidad, lo suficiente para alimentar a muchas personas durante mucho tiempo. Según los ancianos, se mantenían en buen estado años y años, y había sido el medio por el cual se había salvado la población de muchas islas después de haber sufrido desastres naturales; y se lamentaban de no tener un almacenamiento así en aquel momento. «Dependemos demasiado del mundo exterior, como los barcos y los telégrafos —me dijeron—. Deberíamos ser más autosuficientes».

Cuando llegaba a su fin la quinta semana, la comida se estaba termi-nando y todavía no había noticias del barco. La situación parecía y se sentía bastante nefasta. Aprendí que la actitud determinaba mucho de lo que sucedía: A medida que la gente empezaba a pensar de manera pesimista, todo empeoraba para ellos. Aunque la situación no se prestaba al optimismo, algunas personas de la isla seguían siendo optimistas. Noté una notable división entre los habitantes: algunos se dejaban llevar por la negatividad y la derrota; otros mantenían el optimismo y la fe intactos y seguían adelante. Aquellos que seguían siendo optimistas parecían estar mejor, tanto física como mentalmente.

La sexta semana comenzó con una atmósfera muy desalentadora. Sospecho que algunas personas habrían escondido un poquito de comida aquí y allí, pero hasta eso ya estaría acabándose. Feki y yo habíamos estado comiendo el equivalente a medio fruto de árbol del pan por día cada uno; luego redujimos esa cantidad a una mitad por día entre los dos; luego a una cuarta parte y después, a medida que seguían pasando los días, a una tajada. El líquido también era muy escaso pues había llovido muy poco después del huracán, los pozos seguían salobres y ya habíamos usado casi todos los cocos.

Es extraño lo que nuestro cuerpo comienza a hacer cuando empezamos a sufrir el hambre. Una vez, fuimos al pantano donde tiempo atrás habíamos cortado madera de carpe para nuestra casa; en tan solo unos segundos, tenía la frente llena de mosquitos. En seguida me di una palmada en la frente, quité la mano y le pasé la lengua para comerme los mosquitos. Jamás hubiera pensado que haría eso, pero alguien lo había mencionado y sentí que el cuerpo me decía que quizá encontrara un poco de proteína en esos mosquitos, así que lo probé. Dado que no satisfacía, sólo fui una vez al pantano.

Otra señal interesante que me enviaba el cuerpo era la de quedarme quieto, no moverme mucho: simplemente, sentarme, esperar y relajarme; no iba muy lejos y no hacía gran cosa. Nadie me dijo que me comportara así; automáticamente comencé a hacerlo todo con más lentitud.

A fines de la sexta semana la situación era grave. Había una lluvia ligera, lo cual la aliviaba algo pero, por lo general, las personas estaban sufriendo mucho, porque habían estado sobreviviendo con raciones limitadas por mucho tiempo. A la séptima semana, ya había verdadera desesperación pero también oraciones más fervientes. Nosotros nos quedábamos cerca de nuestra casa y pasábamos mucho tiempo leyendo las Escrituras. El capítulo 11 de Helamán cobró un significado especial para mí; me daba cuenta de que entendía el pedido de Nefi en el versículo 4: «¡Oh Señor!… haya hambre sobre la tierra para [que los de este pueblo recuerden] al Señor su Dios, y tal vez se arrepientan y se vuelvan a ti».

Además, capté la realidad del versículo 7: «Y ocurrió que los del pueblo vieron que estaban a punto de perecer de hambre, y empezaron a acordarse del Señor su Dios». Percibí que la gente era más humilde.

Me preguntaba si viviríamos para ver los mismos acontecimientos que quedaron registrados en los versículos 17 y 18: «Y aconteció que… el Señor apartó su indignación del pueblo e hizo que la lluvia cayera sobre la tierra, de modo que produjo su fruto en la época de su fruto. Y sucedió que produjo su grano en la época de su grano. Y he aquí, el pueblo se regocijó y glorificó a Dios, y se llenó de alegría toda la faz de la tierra».

Durante la séptima semana hubo más lluvia ligera gracias a la cual, aunque no era abundante, hubo agua disponible en cantidades limitadas. La octava semana comenzó con malos presentimientos; nadie se movía mucho; el sol estaba muy fuerte y todos permanecían a la sombra. Sabía que había gente muriendo pero, generalmente, eran las personas de mucha edad o los más pequeños o aquellos que estaban enfermos desde antes y cuyo cuerpo finalmente se había dado por vencido. No creo que nadie haya muerto de lo que técnicamente llamamos inanición, aunque algunos deben de haber estado cerca. Lo más difícil era ver la mirada de hambre de los niños. A las madres se les dificultaba amamantar a sus bebés y por todo se veía sufrimiento y desesperación.

Entendía los sentimientos que Jeremías expresó en Lamentaciones 4:8-9: «Más oscuro que el hollín es su aspecto; no se los reconoce por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo. Más dichosos fueron los muertos a espada que los muertos por el hambre, porque éstos murieron poco a poco por falta de los frutos de la tierra».

Durante la octava semana casi podía escuchar que mi cuerpo me decía: «No te muevas; no hagas nada». No era muy doloroso; sencillamente no sentía mucho. Recuerdo estar sentado en el suelo, con la espalda recostada en el tronco de un árbol que el viento había arrebatado; algunas de las raíces todavía estaban enterradas y tenían unas pocas ramas con hojas que daban sombra. El árbol se encontraba en un ángulo un tanto extraño, pero perfecto para mí. Me quedé allí sentado durante varios días y medité, oré y leí las Escrituras. Cuando uno no tiene mucha comida ni agua, parece que el cuerpo absorbiera prácticamente todo, así que no hay que moverse mucho.

Fue una época muy buena para meditar. El Señor realmente capta nuestra atención en momentos como esos. El permanecer quietos y débiles por varios días deja una profunda impresión. Me pregunto si esa no habrá sido una de las razones por las cuales el Señor permitió que José Smith pasara varios meses en la cárcel. Medité acerca de la declaración del Profeta: «Las cosas de Dios son de profunda importancia, y sólo se pueden descubrir con el tiempo, la experiencia y los pensamientos cuidadosos, reflexivos y solemnes» (Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: José Smith, pág. 281).

Aprendí que debemos dedicar tiempo a meditar. A veces pensamos que las situaciones que nos obligan a hacerlo, como las enfermedades o los desastres naturales, son maldiciones y no vemos las bendiciones en que pueden convertirse si las utilizamos correctamente. ¿Será que en este mundo atareado, de puro trabajar, una de las grandes bendiciones que el Señor nos da sea ponernos en una situación en la que debemos estar tranquilos, sin muchas interrupciones ni presiones exteriores? Quizá entonces estudiemos, meditemos y pensemos en Él, en Su manera de obrar y en Sus propósitos.

Reflexioné acerca del pasaje de las Escrituras que dice: «Quedaos tranquilos y sabed que yo soy Dios» (D. y C. 101:16; Salmos 46:10). Siempre había pensado en ese versículo como la declaración de que debemos procurar Su salvación después de haber hecho todo lo que esté a nuestro alcance. Ahora lo veo más como un mandamiento, o mejor aún, como una invitación y la explicación de una verdad: «Quedaos tranquilos (permanezcan en silencio, desháganse de las presiones externas —vayan al templo, por ejemplo—, no se preocupen de este mundo) y sabed que yo soy Dios». O: «Quédense tranquilos para saber que yo soy Dios y así aprender de Mí y de mi manera de obrar». Si no estamos dispuestos a permanecer tranquilos, es más difícil saber que Él es Dios. Si el propósito de la vida es conocer y amar a Dios, entonces quizás una de las mejores armas de Satanás para evitar que obtengamos ese conocimiento sea mantenernos tan atareados, incluso haciendo cosas buenas, y tan ocupados con compromisos y presiones que ¡nos privemos de la serenidad que se requiere para saber que Dios es Dios!

La novena semana comenzó con muy pocos cambios exteriores; sin embargo, hubo en mí un gran cambio interior. Comencé a decirme o al menos a pensar para mis adentros: «Bueno, quizá mi vida mortal termine aquí». No era en absoluto un sentimiento de pánico; esa etapa ya la había pasado. Era un sentimiento de calma, un sentimiento de tranquilidad, un sentimiento que me decía que en realidad no importaba lo que sucediera porque sabía que todo estaría bien.

Recuerdo haber pensado: «Si llego a morir aquí, mis padres se sentirán tristes durante un tiempo; me mandaron a una misión y esperaban que regresara a casa y a ellos». Esos pensamientos me causaban más tristeza por mis padres que por mí. Pero también recuerdo haber pensado: «Ellos tienen muchísima fe y pueden enfrentar cualquier aflicción».

A esa altura, ya era básicamente piel y huesos. Recuerdo que era consciente de que me sobresalían las costillas, percibía los latidos de mi corazón y el movimiento de los pulmones al respirar y sentía gran asombro por el milagro del cuerpo humano. ¡Qué maravilloso mecanismo preparó el Señor para albergar a un espíritu igualmente maravilloso! La idea de la unión permanente de estos dos elementos, la cual es posible gracias al amor, sufrimiento y resurrección del Salvador, era tan inspiradora y gratificante que cualquier pequeño malestar físico se convertía en nada. ¡Qué gran bendición el saber que todo estará bien! ¡Qué inmensa bendición es la fe! Es lo opuesto al temor; tememos aquello que no comprendemos. Cuando entendemos quién es Dios, quiénes somos nosotros, de qué manera nos ama Él y cuál es Su plan para nosotros, el miedo se evapora.

A veces no estaba seguro de si terminaría de éste o del otro lado del velo, pero eso no era importante; lo único que me importaba era saber que Dios estaba en Su cielo y que Él me conocía y sabía mi situación; Él vería que se había hecho lo correcto ya que, hasta donde yo sabía, había hecho todo lo que estaba a mi alcance.

Recuerdo haber anotado un breve pensamiento que, sin duda alguna, no es original, pero que me vino a la memoria en aquel momento con la fuerza del conocimiento que se recibe directamente: «Lo único importante es cómo te encuentras a la vista de tu Padre Celestial: Si te encuentras como deberías encontrarte, nada más importa; y si no, nada más vale». Me sorprende cuán difícil es aprender esa lección y me sorprende aún más ¡cuán difícil es recordarla!

Sentado allí, cada vez era más consciente de todo lo que tenía que aprender; estaba realmente entusiasmado por seguir obteniendo conoci-miento en el lado del velo que el Señor juzgara más apropiado; ¡ojalá pudiera tener siempre ese entusiasmo por aprender conceptos espirituales! Entendí claramente que lo espiritual es más importante y tiene más poder que lo físico, y que, de hecho, controla todo lo físico. Comprendí que tanto los elementos físicos como los espirituales son necesarios y, efectivamente, son uno cuando se integran y se perfeccionan completamente.

Al día siguiente, mientras me encontraba sentado bajo el árbol, total-mente absorto en mis pensamientos, sentí una mano sobre el hombro; apenas me moví. La mano volvió a darme un golpecito, lentamente me volteé y vi a un hombre mayor.

—Toma —me dijo—. Quiero darte esta lata de dulce. Eres joven. Eres misionero. Tú puedes vivir y hacer el bien. Yo soy un hombre viejo y probablemente muera. No soy una buena persona; soy malo. No tengo derecho a vivir. Toma esta mermelada. Te ayudará.

El hombre estaba demacrado y pálido, pero se notaba que era muy sincero y estaba decidido, así que le agradecí y tomé la lata. Él parecía tener un aura de luz a su alrededor y sentí que me había entregado su vida. La mermelada solo me ayudaría a seguir viviendo un poco más pero en aquel momento cada instante, por insignificante que fuera, era crucial. Es probable que sea exagerado decir que me entregó su vida, pero es muy posible que así fuera.

Dio media vuelta y se alejó. Volví a mirar y me pareció reconocerlo; vagamente recordaba haber tenido algunas conversaciones con él en el pasado y recordaba algunos sentimientos que había tenido.

Sí, finalmente lo recordé; era uno de los «rufianes», al menos según como yo lo veía antes. Sabía de algunas cosas que había hecho y que estaban mal desde cualquier punto de vista; sin embargo, en aquel momento me estaba dando su última y preciada lata de mermelada a mí, que en algunos aspectos era un enemigo al menos de su modo de vida.

Me sobrevino el pensamiento de cuán importante es no juzgar (véase D. y C. 64:8-11). Debemos dejar los juicios al Señor; solo Él conoce todos los hechos. Quizás hayamos tenido algunas experiencias con algunas personas en algún momento, pero solo Dios comprende todas las experiencias con todas las personas en todos los momentos. Solamente Él puede considerar cada aspecto en su contexto adecuado.

Es interesante la forma en que el Señor lo organiza todo. Feki y yo comimos la mermelada sobre rodajas muy delgadas de fruta del árbol del pan durante el resto de ese día y del siguiente. Se podría decir que el Señor envió al hombre con la mermelada para preservarnos la vida físicamente y, en cierto modo, es verdad. Sin embargo, en un sentido más importante, tal vez lo haya enviado para preservar nuestra vida espiritual al recordarnos que no debemos juzgar. Aquella mermelada y la disposición de aquel hombre a dárnosla fue una bendición no solo para nosotros, sino también para el dador. Él no murió de inanición sino que falleció unos meses más tarde por otras razones. Estoy seguro de que quedó mucho más feliz por habernos dado la mermelada que nosotros por recibirla.

El día siguiente comenzó como otra serie de horas húmedas y calurosas que pasaban lentamente; seguíamos consumiéndonos físicamente pero crecíamos en un sentido espiritual, que es más importante. Feki era mucho más fuerte que yo; supongo que estaría acostumbrado a arreglárselas sin comida. Yo continuaba leyendo las Escrituras, pero hasta eso me quitaba las fuerzas. Meditaba e intentaba comprender las relaciones existentes. A menudo dormitaba y a veces no estaba del todo seguro de dónde me encontraba. Con frecuencia hay una línea muy delgada entre el «aquí» y el «allá».

Muchas de las experiencias que tuve no pueden ni deben explicarse con mucho detalle. Sí debo decir que durante esos días, mientras estuve sentado tranquilo, estudiando, orando y meditando, aprendí mucho acerca de quién es Dios, en qué consiste el plan de salvación, quién es el Salvador y cuál es Su misión en ese gran plan. Aprendí algo acerca del porqué y de cómo se creó el mundo, aprendí un poco acerca del amor que nuestro Padre Celestial y Jesús tienen por nosotros y por qué Dios permite que ocurran sucesos que son aparentemente malos. De hecho, aprendí que el mundo fue creado para que se cumplan ciertos propósitos y que todo, incluso el hecho de que nosotros estemos aquí y tengamos albedrío moral, se ha diseñado para cumplir con esos propósitos.

Aprendí mucho acerca de las relaciones: la nuestra con nuestro Padre Celestial y con el Salvador, Su relación con nosotros, la que existe entre nosotros como hijos de Dios, y la importantísima función que tiene el Espíritu Santo de comunicar y confirmar la comprensión correcta de estas relaciones. Aprendí un poco de la relación que tenemos con esta tierra, de la que hay entre la tierra y el sistema solar, de su relación con el universo y de la que existe entre sistemas, universos y estrellas, así como también algo de la forma en que se gobiernan. No entendía mucho, pero sí pude darme cuenta de cuán magnífico es el diseño.

Percibí que estaba aprendiendo más y más pero que cada vez sabía menos; y también que cuanto más sabemos, más nos damos cuenta de que hay pocas cosas que son verdaderamente importantes y que algunas que considerábamos de importancia realmente no lo son. Comprendí que no es mucho lo que debemos saber a fin de cumplir con nuestro objetivo aquí, pero que lo poco que es indispensable saber debemos conocerlo profundamente y muy bien.

Leí y releí los relatos de Abraham y Moisés, y llegué a apreciarlos cada vez más. En mi alma resonaban las palabras de Moisés: «cosa que yo nunca me había imaginado» (Moisés 1:10). Lo único que puedo decir es que éstas son cosas importantes que debemos comprender y que no podemos comprenderlas en su totalidad por medio de teorías del mundo ni de la ingeniería ni de la matemática, aunque esas disciplinas son sin duda válidas y pueden y deben usarse en el contexto apropiado.

Llegué a convencerme de que, al igual que debemos romper los lazos de la fuerza de gravedad a fin de explorar los sitios más remotos del universo, debemos deshacernos de la misma fuerza que nos ata a las preocupaciones del mundo antes de poder captar la realidad de algunas de estas relaciones eternas. Cuando comenzamos a comprender la relación que existe entre la oposición y el progreso, y empezamos a percibir el tipo de progreso que Dios ha diseñado para nosotros y que trata de ayudarnos a alcanzar, solemos dar gracias en vez de quejarnos por los obstáculos que tenemos que superar. Las personas que no pasan por dificultades son, en general, personas que no se desarrollan, ya sea física, mental o espiritualmente.

Pensaba en que, tal como los cohetes espaciales deben vencer la fuerza de gravedad a fin de lanzarse al espacio, nosotros debemos vencer la atracción del mundo a fin de adentrarnos en los reinos eternos del entendimiento. Allí es donde está Dios ¡y eso es lo importante!

Me di cuenta de que, cuando llegamos a vislumbrar estos conceptos aunque solo sea en forma muy limitada, nuestra preocupación por las cosas materiales o del mundo se convierte en algo casi cómico. Pensar que realmente creamos en las mentiras de Satanás, como la de que el poder, la fama y las riquezas del mundo son importantes, es irrisorio o al menos lo sería de no ser tan triste.

Mientras estos pensamientos rondaban mi alma, de a poco fui dándome cuenta de que se escuchaban voces animadas; oía gritar que estaba llegando un barco. Parecía que la atmósfera somnolienta y lánguida que había oprimido a la isla durante tan largo período comenzaba a disiparse, al mismo tiempo que todos empezaban a «despertar». Con la energía renovada que causa la expectativa, la mayoría de las personas comenzaron a moverse en masa hacia la costa, donde pronto iba a llegar el barco que habían divisado.

Los ojos de Feki tenían otra vez su expresión vivaz cuando se acercó y me preguntó si quería ir hasta el barco con él. Aunque creo que ya estaba despierto, le dije: «Gracias, pero esperaré aquí. Estaré bien hasta que tú vuelvas». Varias personas más me preguntaron si quería ir y les di la misma respuesta. Estaba muy cómodo, recostado contra mi árbol.

Recuerdo haberme dado cuenta de que las cosas cambiarían; un capítulo se cerraba y otro se estaba abriendo. Pensé en algunas de las verdades que había aprendido: Si mueres, mueres, y no tiene importancia siempre y cuando hayas hecho lo correcto; lo único que realmente importa es cómo te encuentres a la vista de Dios. Si sientes el amor de Dios y con toda seguridad confías en que Él está cerca, entonces lo demás no es importante. Comprendes que todo lo que estamos haciendo aquí en la tierra tiene que ver con aprender a amar y servir a Dios y a nuestro prójimo. La vida en la tierra es solo un puntito en la eternidad. Aunque la existencia terrenal y lo que ésta abarca es importante en lo que se refiere al progreso, es realmente un estado anómalo y no un estado normal. Creo que entre uno de los mayores dones que podemos recibir se encuentra el de percibir la verdadera relación de todo lo que nos rodea.

Todos los que estaban a mi alrededor se fueron a esperar el barco y poco después me encontré solo de nuevo. Reconocí el jardín, el pozo, las casas; no tenían mal aspecto; de hecho, eran muy bonitos. Pero percibí que tenía deseos de cerrar los ojos, de volver, de comprender mejor esas relaciones eternas. Sin embargo, sentí que me alejaba de todo aquello y que, un poco a regañadientes, volvía a la realidad del cielo, los árboles, la sombra, el agua, la mermelada y el resto de las personas. No sé durante cuánto tiempo me estuve debatiendo entre estas dos realidades antes de escuchar que Feki me decía con emoción: «Llegó el barco y está lleno de comida: harina, azúcar, malanga y bizcochitos crocantes. Traje un poco. ¿No te alegra?».

Tuve que ser sincero y contestar que en realidad no me afectaba mucho. El barco había llegado, así que esa debía de ser la respuesta del Señor y estaba feliz por eso. Feki me dio un trozo de pan con lo último que quedaba de la mermelada. «Toma, cómelo», dijo.

Vacilé. Miré el pan; lo miré a él; miré hacia el cielo, cerré los ojos y escuché que Feki me decía: «Ah, sí. Debemos bendecirlo primero. Yo hago la oración».

Agradeció a Dios la comida, el barco, el habernos preservado la vida y todas las otras bendiciones que habíamos recibido. Yo agregué mi agradecimiento sincero por el nuevo entendimiento que había obtenido, sobre todo el de las relaciones eternas; también pedí ayuda para recordar todo eso y actuar en consecuencia.

Otras personas estaban regresando del barco expresando su gozo. Recuerdo que comí el primer bocado de ma pakupaku (bizcochitos secos), cerré los ojos y lloré. Cuando abrí los ojos, los que estaban a mi alrededor también estaban llorando. Algunos hablaban de cuán bueno era volver a comer y sentir ese inmenso agradecimiento a Dios por salvarnos la vida; pero yo sentía algo más profundo. Jamás diría que el poder comer de nuevo me haya causado tristeza, y estaba contento de que la vida allí continuara como antes; no obstante, sentía melancolía: tenía un sentido sutil de postergación, como cuando la oscuridad finalmente acaba con los colores brillantes de una puesta de sol perfecta y uno se da cuenta de que debe esperar a que llegue otro atardecer para disfrutar tal belleza. Afortunadamente, a la vida se le puede poner color con el recuerdo de ese brillo que, aunque no siempre perceptible, está continuamente a nuestro alcance y puede beneficiarnos, especialmente en tiempos de gran necesidad.

Estoy convencido de que todos pueden tener estos sentimientos, pero para ello deben tomarse el tiempo de reflexionar acerca de quiénes son y a quién pertenecen, dónde se encuentran y de dónde provienen, por qué han venido aquí y adonde pueden ir, y qué tipo de ayuda pueden recibir durante el trayecto. Estoy seguro de que ese entendimiento puede influir en nuestra vida tal como aquel atardecer perfecto que, a pesar de haberse desvanecido mucho tiempo atrás, nunca se va del todo de nuestra memoria y podemos valernos de él al encontrarnos cara a cara con la sordidez y los aspectos desagradables de las pruebas de esta tierra.

Cuando experimentamos estos sentimientos especiales, solemos decir: «Nunca volveré a ser el mismo» pero la realidad es que, por lo general, volvemos a serlo. La fuerza de este mundo es potente y, muy a menudo, volvemos a nuestras antiguas actitudes y maneras de comportamos.

A esa altura, ya se había reunido un grupo bastante grande de amigos y miembros. ¡Qué entusiasmados se los veía por poder llevarme platos de comida caliente! Ofrecimos otra oración de gracias y todos se unieron para comer. Un hombre mayor dijo que no debíamos comer demasiado por uno o dos días. La mayoría de las personas hicieron caso omiso de sus palabras, pero yo sentí que lo que decía era cierto; comí un poco, pero no me uní completamente al grupo que saboreaba con alegría obvia la comida, de la cual en ese momento había en abundancia.

Llegó el anochecer. Miré a Feki y creo que él se daba cuenta de algo de lo que yo estaba sintiendo. Comí otro bocado. Levanté la cabeza y lentamente mastiqué algunas veces. Sentía que cada vez había más oscuridad. Miré por encima de las cabezas del grupo que se encontraba en el círculo y alcancé a ver los últimos rayos del atardecer más hermoso que había visto en mi vida. No pude comer más.

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