Cartas y otros mensajes
El barco de socorro pasó la noche en la isla para salir al día siguiente. Por la mañana, tenía ganas de andar un poco, así que con Feki fuimos caminando despacio hasta el edificio del gobierno en Hihifo para ver si había cartas para nosotros; cuando llegamos, nos dijeron que el barco no había llevado correo sino solamente alimentos y provisiones. Nos explicaron que la misma tormenta que nos había azotado a nosotros se había desplazado hacia el sur y había dejado al barco inutilizado; debido a las reparaciones que hubo que hacerle, ese era el primer viaje que habían podido hacer, pero como llevarían el correo a Nuku’alofa, envié algunas cartas que correspondían a unas diez semanas para asegurar a mis padres y demás personas que me encontraba bien.
Una vez que ese barco se fue, no llegó otro hasta seis semanas después, por lo cual pasaron casi cuatro meses hasta que recibí correspondencia. Aunque no era tan difícil para mí, habían pasado más de tres meses desde la última vez que mis padres habían tenido noticias mías y me imaginaba que estañan preocupados. Sentía pena por ellos pero suponía que, al igual que el Señor me había dejado saber que ellos estaban bien, Él les daría la tranquilidad de que yo también lo estaba.
Cuando llegó el segundo barco después de la tormenta, las consecuencias del huracán ya casi no se sentían ni veían y nosotros estábamos ocupados golpeando puertas y enseñando en toda ocasión y lugar en que podíamos. En el segundo barco, recibí el equivalente a alrededor de cuatro meses de cartas. ¡Fue grandioso! Probablemente no debería haberlo hecho, pero le dije a Feki que me tomaría la tarde libre para leerlas. Hice varias pilas ordenadas cronológicamente de la familia, Jean, la oficina de la misión y los amigos. Era casi como leer un libro, ya que una carta hablaba de un problema, luego la siguiente contaba acerca de otro acontecimiento y cuando llegaba a la última carta, ya se había solucionado la situación. Era fascinante. A veces me preguntaba por qué pasarían tanto tiempo preocupándose por asuntos que de todos modos, por lo general, terminaban bien.
Me daba cuenta de que cada vez estaba más alejado de la vida que se llevaba en mi hogar, porque muchos de los temas de los que me hablaban no me interesaban gran cosa.
Durante varias semanas después del huracán, sentí y comprendí algunas cosas que resultaron ser bendiciones, la mayoría de las cuales no mencionaré; me llegaban principalmente durante las primeras horas de la mañana. Solo daré dos ejemplos.
Una mañana de domingo me desperté temprano con los sentimientos más hermosos y de más serenidad que sea posible imaginar. No recuerdo si fue una voz o si sencillamente supe por una impresión que mi padre había sido ordenado patriarca de nuestra estaca en Idaho Falls. Recuerdo que cuando ofrecí mi oración aquella mañana, dije: «Me alegra que papá sea digno de ser patriarca y agradezco que me hayas dado este entendimiento». Tres meses más tarde, recibí una carta de mi familia que decía: «Adivina qué pasó. El élder Mark E. Petersen entrevistó a tu padre y lo apartó como patriarca». Eso había ocurrido en el momento en el cual tuve aquella impresión.
No sé por qué razón recibí aquel mensaje, pero sentí una profunda reverencia por el llamamiento de patriarca y tuve la impresión de que entre los patriarcas y el cielo existe un vínculo más fuerte de lo que ahora comprendemos. Sentí que más adelante, cuando tengamos una visión más clara, llegaremos a comprender nuestra bendición patriarcal mucho mejor y también que debemos tratar de seguirla más al pie de la letra y estar más agradecidos por ella.
Generalmente experimentaba estos sentimientos al despertarme, temprano por la mañana, cada uno con alguna pequeña diferencia; pero a veces surgían de noche. Todos eran gloriosos y cada uno me infundía sentimientos de amor, paz y belleza difíciles de explicar. Creo que no se pueden describir en términos de esta tierra ya que se sienten por medio del Espíritu y, hasta cierto punto, eso es indescriptible.
El segundo ejemplo tuvo lugar otra mañana temprano. Me vi en una granja con campos y vacas y con extensas pasturas que conducían a una hermosa casa. Era consciente de que algunas personas muy especiales estaban de visita en esa casa, lugar donde vivían mis padres y familiares de otra generación. Había un aura de luz y se sentía un amor que no admiten descripción, que solo pueden experimentarse.
Escuché que alguien decía: «Johnny, ven aquí, quiero que conozcas a alguien». Recorrí las extensas pasturas y entré en la casa; me presentaron a un hombre al que jamás había visto pero que me resultaba conocido, y había allí otras tres personas; estaba seguro de que eran familiares. La persona que hablaba era un hombre mayor, algo canoso, pero con la expresión más amable que uno se pueda imaginar. Me sonrió y me habló diciendo: «Estoy seguro de que has disfrutado el trabajo que has hecho en la granja y otros que has realizado. Es una labor maravillosa. Sin embargo, hay otra obra para hacer, de la que también disfrutarás mucho». Me hizo sentar, me puso las manos sobre la cabeza y me bendijo. Noté que había otras personas alrededor. No oí ninguna palabra, pero sentí que toda la escena se evaporaba y transformaba en un aura de gozo y belleza indescriptibles.
El mensaje principal que recibí fue: «Dondequiera que vayas y sea lo que sea que hagas, habiendo recibido la asignación apropiada, hazlo de todo corazón y con toda tu alma y serás feliz y tendrás gozo en ello. No importa si se trata de familia, trabajo, misiones u otros llamamientos; el gozo proviene de la labor ardua y de la actitud correcta, no del lugar en donde te encuentres ni del tipo de obra o llamamiento». Supe que, si me lo proponía, podría disfrutar de cualquier asignación o de cualquier lugar. Decidí que así sería.
Me alegraba haber pasado por ese período de sentimientos y experiencias especiales, los cuales tenían que ver más que nada con la familia. Sentí sin ninguna duda que lo que importa verdaderamente es la familia. Comprendí que ésta no es necesariamente lo que entendemos por núcleo familiar —madre, padre e hijos— sino la más amplia que incluye varias generaciones: el resto de la familia, clan, parientes, tribu o lo que sea. Supe con certeza que todos nosotros —casados o solteros, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, de piel clara u oscura— formamos parte de esta gran unidad familiar y debemos entenderla y apreciarla mucho más de lo que la apreciamos ahora. Una vez más, sentí que quizá los tonganos comprendan mejor que los occidentales la verdadera naturaleza eterna de la familia.
Al pensar en las muchas personas de nuestra sociedad que anteponen a la familia otras cosas como la propia conveniencia, los estudios, amigos o ciertas circunstancias, no lo podía creer; una de las razones por las cuales estamos aquí es para hacer por otras personas lo que ellas no puedan hacer por sí mismas, tal como las ordenanzas vicarias del templo y el tener hijos. Recuerdo haber pensado: «Si nosotros, los miembros de la Iglesia, postergamos el momento de tener hijos o nos negamos a hacerlo, ¿a dónde los enviará Dios?».
Al considerar las consecuencias eternas de poner lo mundano antes que Dios y la familia, literalmente me estremecí. Me di cuenta de que todos tenemos albedrío moral y nadie, excepto Dios, puede ver el panorama total; sin embargo, también supe que le rendiremos cuentas a Él por nuestras acciones. Si éstas fueron motivadas por el egoísmo, será un momento lamentable para nosotros. Por el contrario, si lo que nos ha motivado es el deseo sincero de ayudar a los demás, será una ocasión feliz fueran cuales fueran los inconvenientes que hayamos tenido.
Llegué a convencerme firmemente de que siempre debemos tener una perspectiva eterna en todo lo que hagamos y digamos, ya que solo al actuar de acuerdo con esa perspectiva podemos hallar seguridad y gozo. Aquellas fueron unas semanas de felicidad y paz por las cuales estoy sumamente agradecido.
























