El Otro lado del Cielo

El tercer testimonio


Después que el presidente de la misión se fue, sentí un deseo renovado de esforzarme aún más en nuestra labor. Seguíamos probando métodos diferentes para llegar a las personas y hablarles del Evangelio; algunos funcionaban y otros no. Un día, mientras estábamos planificando, le dije a Feki: «Algo que efectivamente debemos hacer es compartir nuestro testimonio con todas las personas de la isla». Él estuvo de acuerdo. No sabíamos por cuánto tiempo nos quedaríamos allí, pero nos fijamos la meta de compartir nuestro testimonio con al menos tres personas por día. Aunque no era una gran meta, era mejor que lo que habíamos estado haciendo; y, aún más importante, si lo hacíamos, en pocos meses todas las personas de la isla habrían escuchado nuestro testimonio.

Durante varias semanas cumplimos la meta, pero una noche, mientras estábamos volviendo a casa desde Hihifo bordeando la costa, me di cuenta de algo.

—Feki —dije—, solo hemos compartido nuestro testimonio con dos personas hoy y habíamos acordado que lo compartiríamos con tres.

—Bueno —contestó—, pero es muy tarde ahora. No podemos volver y, cuando lleguemos a Vaipoa, ya van a estar todos durmiendo.

A pesar de que estábamos cansados y habíamos trabajado mucho todo el día, seguía sintiendo que estaba mal no cumplir con nuestro acuerdo. Me preguntaba si habría alguna forma en que pudiéramos hablar con otra persona aquella noche.

—Olvídalo. Es muy tarde —comentó Feki—. Hoy solo podremos hacer dos; quizá mañana podamos hacer cuatro.

—Mira, Feki —le dije—, acordamos compartir nuestro testimonio con tres personas. El Señor nos proporcionará a alguien.

—¿A quién? —preguntó—. Ya estarán todos dormidos. —Y seguimos caminando.

Junto al camino por el cual íbamos había un cementerio. Los tonganos eran muy supersticiosos en cuanto a los cementerios; algunos creían que en ellos viven espíritus y demonios que podrían causarles mucho daño. Noté que, a medida que nos íbamos acercando al cementerio, Feki, como era normal, comenzaba a dejar el camino y a meterse en el agua para alejarse del cementerio.

Los tonganos entierran a sus muertos bajo tierra, tal como hacemos nosotros, pero además forman altos montículos de arena encima de la sepultura; decoran el montículo de manera muy bonita, con piedras de colores, flores, esteras, botellas viejas y otras cosas. A medida que va pasando el tiempo, el viento y la Huma alisan los montículos, de tal manera que parecen ser solamente una serie de pequeñas elevaciones, similares a almohadas.

Cuando llegamos al cementerio, Feki ya se había adentrado en el agua. «¿Qué sucede? —lo reprendí—. ¿Les tienes miedo a los demonios?». Entonces se me ocurrió una idea: «Le demostraré que no hay ningún demonio en el cementerio». Así que le dije: «¡Oye, mira!». Entonces salí del camino y fui directo hacia el centro del cementerio. La luna brillaba aquella noche y le propuse: «Permíteme demostrarte que aquí no hay ningún demonio».

Recordé las palabras que Feki había pronunciado antes: «Estarán todos dormidos», y, por un momento, me pareció que debía expresar mi testimonio por tercera vez en el día ¡a aquellos que estaban dormidos bajo la tierra! Sin embargo, tras reflexionar al respecto decidí que, puesto que eso rayaba en lo sacrilego, debía renunciar a esa idea. Me sobrevino un cansancio repentino y decidí recostarme por un momento, para lo cual utilicé una de las leves elevaciones como almohada.

Me daba cuenta de que Feki estaba asustado por él y preocupado por mí, pero aun así me quedé acostado y descansé unos momentos. Justo cuando estaba listo para ponerme de pie, escuché el sonido de los cascos de un caballo y me di cuenta de que se estaba acercando uno. Lo que oía me indicó que el caballo aceleraba al acercarse al cementerio; era obvio que el hombre que lo montaba quería pasar por allí lo más rápidamente que fuera posible.

De repente, se me ocurrió: «Aquí hay alguien con quien hablar», así que me puse de pie de un salto y exclamé: «Espere un minuto, ¡quiero hablar con usted!». ¡Pueden imaginarse el efecto que causó en aquel pobre hombre el que yo me hubiera levantado y salido del cementerio! Aterrorizado, tiró de la rienda y frenó de golpe. El caballo se encabritó y el hombre cayó. Incluso antes de tocar el suelo con los pies, ya los estaba moviendo a toda velocidad. El caballo siguió corriendo por el camino. A pesar de que lo único que yo quería era hablar con él, me di cuenta de que había cometido un gran error ya que era probable que él pensara ¡que había espíritus del más allá saliendo del cementerio para atraparlo!

Lo llamé y le dije: «¡Oiga! Soy yo. ¡Vuelva!». Para ese entonces, conocía a todas las personas de la isla y todos sabían quién era yo así que, cuando el hombre oyó mi voz y se dio cuenta de que simplemente se trataba de mí y no de un espíritu que estuviera persiguiéndolo, dejó de correr.

Al acercarme, me di cuenta de que estaba asustado y enojado conmigo al mismo tiempo. «¿Por qué hizo eso? —me preguntó—. Además, ¿qué estaba haciendo en el cementerio?» Le dije que lo lamentaba e intenté  explicarle que lo había hecho sin pensar. Le pedí a Feki que fuera a buscar el caballo del hombre mientras yo hablaba con él. «Mire —continué—, Feki y yo nos comprometimos a hablar de la Iglesia con tres personas todos los días. Usted es la tercera persona hoy y tenemos que hablar con usted». Él todavía seguía bastante asustado como para no contestarme ni huir, así que me escuchó. Le conté que había viajado miles de kilómetros para darles a él y a otras personas el mensaje más importante que existe: que Dios volvió a aparecer al hombre, levantó profetas vivientes y dio comienzo a la última dispensación del Evangelio. Básicamente lo que hice fue contarle la historia de José Smith y explicarle de qué se trata el Libro de Mormón.

Cuando terminé, Feki ya había regresado con el caballo y el hombre se había tranquilizado. Cuando le entregamos el caballo, parecía estar un poco más enojado que asustado, pero montó y se alejó sin decir mucho más; me preguntaba si no me habría ganado un enemigo. Seguimos caminando hasta casa en silencio. Feki estaba molesto conmigo pero, sin saber por qué, yo me sentía mejor. Flabíamos acordado dar nuestro testimonio a tres personas y lo habíamos hecho. La tercera había sido un tanto fuera de lo común, pero lo habíamos logrado.

Unas semanas más tarde, nos encontrábamos en Falehau, la aldea más pequeña de la isla. Habíamos estado trabajando todo el día, pero sin éxito. Justo cuando acabábamos de emprender el regreso a Vaipoa desanimados oímos una voz de hombre que nos llamaba; nos dimos vuelta y vimos que era el que iba a caballo aquella noche junto al cementerio. «Oh, oh, ¡esto podría tener malas consecuencias!», pensé. Nos pidió que entráramos en su casa. Que yo recordara, era la primera vez que nos invitaban a pasar a una casa en esa aldea; dudamos, pues se nos ocurrió que quizá estuviera pensando en vengarse de alguna manera, pero como parecía sincero, entramos.

Se quedó en silencio un momento y luego dijo: «¿Saben qué? No he podido dormir muy bien durante estas últimas semanas. No dejo de pensar en lo que me dijeron, que hay profetas modernos con autoridad como la que tenía Moisés. Por favor, cuéntenme más de este profeta, José Smith».

¡Qué invitación! Con el correr de los días, les dimos a él y a su familia todas las charlas; aunque no se unió en seguida a la Iglesia, lo hizo un tiempo después. Luego se mudó a otra isla y sirvió en muchos llamamientos importantes. Él y su familia se sellaron en el templo y han sido fieles en la Iglesia.

Aprendí que cuando actuamos de acuerdo con el Espíritu, Él y el poder de Dios se hacen cargo. El Espíritu justifica lo que hayamos hecho; a continuación, el Señor hace los arreglos necesarios a fin de que en futuros sucesos algo que haya comenzado espiritualmente se concrete con éxito de una manera maravillosa.

Aprendí que si nos esforzamos, si nos comprometemos a hacer aquello que valga la pena y si hacemos todo lo que podamos para mantener esos compromisos, el Señor nos ayudará a guardarlos. A veces, Él obra de maneras que a nosotros jamás se nos ocurrirían pero, si somos humildes y obedientes, siempre obtendremos buenos resultados. La verdad puede ser más extraña que la ficción, y a menudo lo es. Yo sé qué Él nos ayuda, sé que pone de Su parte para compensar nuestros débiles esfuerzos y eso lo cambia todo.

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