El Otro lado del Cielo

El principio


Naci y me crié en Idaho Falls, Idaho. Me parecía que conocía a todas las personas del pueblo y estaba seguro de que todos conocían a mi padre. Crecí en medio de la Gran Depresión, así que calculo que éramos tan pobres como el resto de la gente, pero no pensábamos ni hablábamos de ello.

Idaho Falls era un pueblo rodeado principalmente de granjas donde todos trabajaban arduamente y parecía que toda la gente tenía suficiente para comer; nadie nos decía que debíamos esforzarnos en el trabajo y no derrochar: simplemente eso era lo que hacíamos, porque era lo que todo el mundo hacía. Usábamos la misma ropa casi todos los días, y en casi todas las comidas comíamos algo hecho con papas. íbamos a la escuela y jugábamos a «policías y ladrones», a las escondidas y otros juegos parecidos, y disfrutábamos muchísimo de nuestra familia y amigos.

Después que se desató la Segunda Guerra Mundial, las cosas comenzaron a cambiar. Recuerdo que cuando tenía alrededor de cinco años, una noche me tapé hasta la cabeza con las cobijas, tratando de quedar bien escondido bajo las mantas mientras el vendedor de diarios vociferaba: «¡Extra! ¡Extra! ¡Guerra en Europa! ¡Aviones alemanes están bombardeando Polonia!». Yo no sabía qué era exactamente lo que significaba, pero presentía que algo malo estaba sucediendo.

Cursaba el segundo año de la escuela primaria cuando bombardearon Pearl Harbor. Ese domingo fuimos a la casa de un tío que tenía hijos que estaban en la marina de guerra, en Hawai. Todos estaban pegados a la radio y algunos lloraban. Yo no entendía mucho, pero, una vez más, sentí que pasaba algo muy desagradable.

Las memorias que tengo de la guerra tienen que ver con el patriotismo y el racionamiento. Recuerdo una noche en que mi padre anunció: «¿A que no se imaginan lo que tenemos para la cena? ¡Mantequilla fresca!». Me acuerdo de los trágicos titulares, del gemido de las sirenas y de las instrucciones que nos daban en la escuela para caso de bombardeo aéreo; en las películas y por la radio trataban de persuadirnos a odiar a los japoneses y a los alemanes. Yo nunca lo logré, ya que muchos de nuestros vecinos eran japoneses; eran buenos granjeros y conocía a sus hijos de la escuela y la Iglesia; eran personas decentes. Más tarde, llegaron algunos prisioneros de guerra alemanes para trabajar en las carreteras que estaban cerca del pueblo. A mí me parecían jóvenes muy buenos.

Los niños jugábamos a la guerra y éramos soldados, pilotos o capitanes de fragata. Uno de los árboles de nuestro patio tenía una rama que era perfecta para un piloto y su copiloto, una para un artillero, otra para un bombardero y otros puestos más. A nosotros siempre nos atacaban durante los bombardeos, pero siempre llegábamos a salvo a la base, aunque a duras penas.

Eran los tiempos del Capitán Medianoche, de los vaqueros Tom Mix y Gene Autry (el «vaquero cantor»), del Llanero Solitario y muchas otras estrellas de series famosas de la radio. Yo estaba embelesado con La Sombra, que decía: «¿Quién conoce el mal que se esconde en el alma humana?». ¡Yo estaba seguro de que La Sombra lo sabía! Me moría de ganas de llegar a casa para escuchar el siguiente episodio por la radio. La televisión no existía.

Recuerdo cuando miraba las ondas de calor que ascendían desde los radiadores y desdibujaban levemente la vista que ofrecía la ventana del tercer piso de la vieja escuela primaria East Side. A menudo, miraba a través de ellas y me preguntaba qué habría más allá.

Papá era el obispo de nuestro barrio y mamá tocaba el órgano los domingos; íbamos todos juntos a la iglesia.

Fue una linda época y un buen lugar para criarse. Todos trabajaban arduamente, todos eran patriotas y todos amaban a su familia; nadie tenía mucho, pero todos disfrutaban de lo que tenían. Recuerdo un día en que volvía de la escuela y llevaba puestos mis pantalones de pana preferidos, que usaba prácticamente todos los días, y escuché a dos señoras susurrar que «el pobrecito niño de los Groberg sólo tiene un par de pantalones para ponerse». Una vez que las hube pasado, me di vuelta y les grité: «¡Los uso porque me gustan! ¡Me los hizo mi mamá!». Estaba diciendo la verdad y jamás se me había ocurrido pensar que quizá fueran los únicos que tenía.

Cuando tenía seis años, asistí a la ceremonia en la cual colocaron la piedra angular del Templo de Idaho Falls y le sostuve el sombrero al presidente McKay mientras papá sacaba una foto. ¡Llevaba puestos mis pantalones de pana!

Estaba en el quinto año de la escuela primaria cuando la directora, la señorita Bunker, convocó a toda la escuela para que saliera y, de pie, prestáramos atención mientras ella bajaba la bandera a media asta. Ya ha-bíamos hecho lo mismo cuando falleció Franklin D. Roosevelt, Presidente de los Estados Unidos de América; pero aquel día fue un acto mucho más solemne; nos pidió a todos que inclináramos la cabeza mientras ella nos explicaba algo de una bomba atómica, de miles de personas que habían muerto y del comienzo de una nueva era. Aunque me resultaba confuso, sentí claramente que las cosas iban a cambiar.

La guerra terminó, pero la siguieron la guerra fría, la Cortina de Hierro y la guerra de Corea: hubo nuevas victorias y nuevos enemigos.

La época de la escuela secundaria fue muy emocionante: restaurantes que nos llevaban la comida al automóvil, autocines, exámenes, deportes, bailes, citas, viajes con la banda, el trabajo y la posibilidad de manejar un auto, lo cual, en Idaho, era legal a partir de los catorce años. Yo tocaba el piano, la trompeta y la trompa. No estoy seguro de que me gustara o de hasta qué punto lo hacía porque mis padres querían que lo hiciera, pero me alegra que se aseguraran de que perseverara.

Recuerdo que una vez no quería ir a la clase de piano y me puse un sapo en el bolsillo; cuando el sapo croó, la profesora de piano me hizo llevarlo afuera y soltarlo; yo pensaba que me mandaría de regreso a mi casa, en cambio, me hizo volver y seguir con la lección después de lavarme las manos.

Tuve varios trabajos, entre ellos fui vendedor en una ferretería, hice encuestas, trabajé en granjas, hice tareas de jardín, recogí papas, escarbé con una azada y trabajé cortando la parte superior de las remolachas azucareras. Trabajábamos en la granja de bienestar de la Iglesia, recolectábamos las ofrendas de ayuno y les entregábamos pedidos a «los pobres».

Yo era el mayor de siete hermanos y tenía dos hermanas mayores y dos menores. La música era una parte muy importante de nuestra vida, al igual que lo eran la escuela, la Iglesia, la diversión, el trabajo y las excursiones de verano en las que visitábamos parientes. Fuimos de vacaciones a Utah, California, el parque Yellowstone y otros lugares. En 1952, me gradué en la escuela secundaria Idaho Falls.

La universidad era el siguiente paso. Las viejas habitaciones del ejército de la Universidad Brigham Young, sumadas a la clase de ROTC [sigla en inglés para Cuerpo de Entrenamiento de los Oficiales de Reserva], me dieron una pequeña muestra de lo que seria la vida militar. En mi primera cita conocí a una joven de California llamada Jean Sabin, una cita a ciegas que habían arreglado mi hermana y la hermana de ella; Jean me dejó sumamente intrigado; era hermosa pero no fingida, era amable, evasiva, misteriosa y, sin embargo, agradable. Tuve la sensación de que algún día me casaría con ella. Los dos salíamos en citas con otras personas, pero en muchas ocasiones terminamos volviendo a salir juntos durante los dos años de universidad, antes de que recibiera mi llamamiento para cumplir una misión.

En aquella época, uno tenía que esperar que le tocara su turno, ya que la junta de reclutamiento sólo permitía que dos jóvenes por barrio y por año cumplieran una misión. A pesar de que la guerra de Corea había terminado cuando yo tenía dieciséis años y el llamado a las filas se iba reduciendo de a poco, antes de recibir la aprobación de la junta de reclutamiento para salir a la misión, ya tenía casi veinte años.

Mandé los papeles y me dijeron que recibiría mi llamamiento misional dos o tres semanas más tarde, pero se cumplió el plazo y no llegó ningún llamamiento. Esperé y esperé. Pasaron otras semanas. Al fin, llamé a las

Oficinas Generales de la Iglesia en Salt Lake City y me dijeron que tuviera paciencia. Me preguntaba cuál sería el problema cuando, alrededor de dos meses después, recibí un llamamiento firmado por el presidente David O. McKay para prestar servicio como misionero en Tonga.

¡Estaba muy emocionado! Nunca había escuchado hablar de Tonga y, por lo que sabía, lo mismo podía quedar en África. Poco después, con la ayuda de un atlas y de algunas enciclopedias, me enteré de que está en la Polinesia. Muy ansioso le conté a un pariente mayor, a quien admiraba, acerca de mi llamamiento a Tonga. Él me miró y dijo: «Pero ¿¡cómo!? ¡Un muchacho inteligente como tú! ¿Por qué no te pueden mandar a un lugar civilizado, como Inglaterra?» Quedé alicaído por su actitud; no obstante, me repuse y le contesté: «Voy a ir a Tonga y será el lugar indicado para mí, porque allí es donde el Señor desea que vaya. Sé que el llamamiento es lo que debe ser».

Antes de partir, lo cual sucedió el 17 de agosto de 1954, hubo un aluvión de actividades. Le escribí ajean y le conté de mi llamamiento. El único acuerdo que teníamos era que nos escribiríamos de vez en cuando y veríamos qué sucedía. Una de mis hermanas se casó el día antes de que me fuera; todos fuimos al templo y tuvimos un día completo antes de que yo tomara el tren de medianoche que iba a Salt Lake City, para comenzar la misión.

En Salt Lake City, teníamos una capacitación de tres días para misioneros nuevos; después de eso, tomamos un tren que iba a Los Ángeles.Viajé con otros seis élderes: tres iban a Australia, tres a Nueva Zelanda y yo a Tonga.

En la estación de trenes de Los Ángeles, nos encontramos con el presidente de la Misión de California, quien nos llevó a la casa de la misión, al lado del templo casi terminado de Los Ángeles; allí comimos algo y descansamos un rato; luego, nos llevó al puerto Wilmington, donde pusimos nuestras maletas a bordo del SS Ventura para la travesía hasta Pago Pago, Samoa estadounidense.

El barco tenía que zarpar a las dos de la madrugada pero, a medianoche, hubo una huelga no sindical causada por un conflicto laboral. El presidente de la misión nos dijo que tendríamos que esperar algunos días hasta que las cosas se calmaran.

La situación no se calmó y la travesía se pospuso indefinidamente, por lo cual el presidente nos dio asignaciones para trabajar en varias partes del sur de California, con misioneros que ya se encontraban allí. A mí se me asignó el distrito Orange y vivía en Whittier. Todo el condado de Orange estaba a nuestro cargo. Todavía quedaban muchísimas arboledas de naranjos y los pueblos se diferenciaban bien unos de otros. Me tocó un gran compañero, que se aseguraba de que trabajáramos arduamente.

Durante las pocas semanas que estuvimos juntos entregamos folletos, bautizamos a varias familias y a otras personas, y tuvimos muchas experiencias especiales de las cuales mencionaré dos.

Un día, recibimos una llamada de una funeraria preguntándonos si podríamos dirigir el servicio de un hombre que «había sido mormón». Mi compañero dijo que sí y nos indicaron el camino hacia la casa de la hermana del hombre que había fallecido, para que nos diera un poco más de información acerca de él; la hermana también «había sido mormona»; era una persona mayor y no gozaba de buena salud. Nos contó que ella y su hermano se habían mudado de Utah a California muchos años atrás, que el hermano se había casado, pero al poco tiempo se divorció y no tuvo hijos. Ella nunca se había casado. Con el tiempo, los dos se mudaron a la misma casa mientras ambos ejercían sus respectivas profesiones.

Nos dijo que eran los únicos hijos y que sus padres ya habían muerto. Nos contó un poco de la vida de su hermano, y luego nos preguntó si podríamos dirigir también su funeral cuando ella muriera. Le dimos el número telefónico de la casa de la misión y le aseguramos que alguien de la Iglesia lo haría.

Entonces miró a lo lejos y, suspirando, dijo: «Calculo que aquí es donde termina todo. Mis padres eran buenas personas; no sé por qué nosotros nos rebelamos. Ahora lamento que hayamos dejado la Iglesia. Cuando uno llega a la edad que tengo yo, se da cuenta de cuán importante es la Iglesia; pero el mundo y su dinero, sus encantos y poder resultan sumamente atrayentes. ¡Ojalá hubiera escuchado a mis padres! Aquí es donde termina todo. Supongo que es el fin de nuestra familia. Es triste».

Intentamos instarla a que volviera a la Iglesia, pero ella cambió de tema y dijo que debíamos ir a la funeraria. Dirigimos el funeral lo mejor que pudimos con lo que sabíamos. Aparte del hombre que había muerto, había seis personas: dos misioneros, dos empleados de la funeraria, la hermana y una de las mujeres que ella conocía de su trabajo.

Cuando terminamos, fui a estrecharle la mano; me agradeció, y entonces me dijo: «Mira, hazles caso a tus padres. Ellos saben más de lo que tú crees. Adiós». Aquello tuvo una influencia profunda y duradera en mí.

La otra experiencia tuvo lugar mientras golpeábamos puertas. En ésa me tocaba a mí hablar. Un hombre de mediana edad abrió la puerta y nos preguntó qué deseábamos.

—Somos ministros del Evangelio y tenemos un mensaje para usted —dije yo.

—Pasen —contestó él—. Soy el reverendo Miller. Acaban de elegirme para ser ministro de una iglesia nueva que van a construir en Beverly Elills. Un grupo de inversores está construyendo una capilla hermosa; han estado escuchando a varios predicadores de esta zona ¡y me eligieron a mí! Me darán un cierto porcentaje de las colectas. Si digo lo que esas personas quieren escuchar, estoy seguro de que me va a ir bastante bien.

¿No les parece genial? A propósito, ¿cuánto ganan ustedes muchachos?

Era la primera vez que hablaba personalmente con alguien que había optado por predicar como un buen medio para ganar dinero y no salía de mi asombro; nunca se me había ocurrido la idea de modificar lo que uno enseña para obtener más dinero. Pensé en cuán agradecidos debemos estar por tener doctrinas correctas para que las personas se pongan a la altura de ellas, en vez de poner las doctrinas a la altura de los caprichos de la gente.

—¿Cómo se llama su iglesia? —le pregunté.

—¡Ah! Todavía no lo han decidido, pero estoy seguro de que ya se les va a ocurrir algo bueno. Son hombres astutos, inversores inteligentes—. Yo estaba fascinado, ya que se trataba de una idea totalmente nueva para mí.

—¿Y le pagan por los sermones? —le pregunté, casi sin pensarlo.

—¡Por supuesto! —dijo, con tono de incredulidad—. ¿Por qué otra razón habría uno de predicar? Uno tiene que ganarse la vida. Dicho sea de paso, nunca respondieron a mi pregunta. ¿Cuánto les pagan a ustedes y para qué iglesia trabajan?

Le dije que no nos pagaban y que éramos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

—Nunca oí hablar de esa iglesia —dijo él—. ¿En qué lugar están?

—Quizá haya escuchado que nos llaman «mormones» —dije.

—¡Ah! ¿Ustedes son misioneros mormones?

Vi que se le iluminaba el rostro, como a un gato que está listo para devorar a dos ratones indefensos. Durante la media hora que siguió, eso fue más o menos lo que sucedió; abrió las Escrituras y nos paseó por todos lados. No pudimos contestarle casi nada.

Finalmente cerró el libro, se puso de pie y dijo: «¡Ay, muchachos!, esto no tiene nada de divertido; ustedes no saben nada».

Por poco le di la razón. Entonces, de repente, me invadió un fuerte sentimiento y le dije:

—Señor Miller, reconozco que no conocemos la Biblia tan bien como usted, pero hay algo que yo sé y que usted no sabe.

—¿Qué sabes tú que yo no sepa? —preguntó, mirándome con una sonrisa un tanto despectiva.

—Sé que la Iglesia a la que pertenezco, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es la verdadera Iglesia de Dios sobre la tierra y que tiene la autoridad de Su sacerdocio. Sé que José Smith fue un Profeta de Dios. Y sé que tenemos un Profeta viviente en la actualidad. Usted no sabe eso.

—José Smith fue un profeta falso —, replicó.

—Usted no sabe eso —dije yo.

—Te lo acabo de decir —contestó él.

—Lo dijo con palabras —le respondí—, pero no lo sabe. Yo sé que él fue un Profeta verdadero y usted no puede negarlo. —La única forma en que yo habría podido decir eso era por medio del Espíritu del Señor, porque no tenía la valentía suficiente para hacerlo por mi cuenta—. Le doy mi testimonio de que la Iglesia a la que pertenezco es verdadera y que José Smith es un Profeta verdadero de Dios. Y ahora lo desafío a usted a que dé testimonio de que su iglesia es verdadera y que el fundador de su iglesia es un verdadero profeta de Dios.

Se quedó de pie por un momento y nos miró. Seguía con la Biblia en la mano, la miró, miró al piso y volvió a mirarnos a nosotros, con un leve movimiento de la cabeza. Volvió a mirar la Biblia, y entonces nos dijo:

—Vamos, muchachos, esto no tiene ninguna gracia. Adiós.

—¿Ve? —dije con delicadeza mientras salía—, no lo puede hacer, ¿o me equivoco? Usted no puede dar testimonio de que su iglesia es verdadera.

No creo que hayamos logrado mucho con respecto a él, pero fue un gran testimonio para mí.

Debo decir que algunas de las mejores personas que conozco predican en otras iglesias. La mayoría son muy sinceras y dan lo mejor de sí para enseñar la verdad; tengo un profundo respeto por ellas. Pero la actitud de aquel hombre era nueva para mí y su filosofía me pareció muy extraña.

Aprendí que una de las cosas que brinda fortaleza a un misionero es dar su testimonio de la misión divina de José Smith. Cuando nos hallamos en lugares y situaciones en los cuales no sabemos bien qué hacer, podemos compartir nuestro testimonio de José Smith. El solo hecho de compartir ese testimonio con sinceridad es como si pusiera en funcionamiento procesos eternos que nos permiten hallar las palabras justas, las ideas correctas y las maneras de actuar apropiadas para cada ocasión.

Seguimos trabajando en nuestra área, desde Santa Fe Springs hasta Laguna Beach, y en todos los lugares entre esos dos puntos; estaba empezando a acostumbrarme a California y disfrutaba muchísimo de la obra. Sabía que estaba cerca de Jean, que vivía en Hollywood Norte, pero nunca la llamé porque iba en contra de las normas de la misión. Los días se convirtieron en semanas. Todos los días llamábamos a la casa de la misión por si había alguna novedad. Finalmente, después de siete semanas, nos dijeron: «El barco sale mañana». Me despedí del distrito de Orange, empaqué algunas cosas y fui a la casa de la misión en Los Ángeles.

La tarde siguiente, el presidente de la misión nos llevó al barco, a mí y a los otros seis misioneros. Por fin abordamos el SS Ventura, listos para hacernos a la mar desde California hasta la Polinesia.

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