«Mí isla»
A esa altura ya estaba tan profundamente inmerso en la vida de la isla que sentía que realmente pertenecía a aquel lugar. Había personas que todavía estaban en contra de la Iglesia y de nosotros, pero me parecía que los entendía: a pesar de que veíamos las cosas de manera diferente, ya no eran tan cerrados y me hablaban como si fueran amigos.
Nos invitaban a Feki y a mí a casi todas las ceremonias importantes, incluso reuniones del gobierno, funerales y acontecimientos similares. Cuando uno se sienta entre la gente y pasa horas enteras allí, aprende algo en cuanto a las culturas, las costumbres y las personas; tuve muchas oportunidades de hacerlo.
Algunas de las ocasiones más importantes en que se realizaban grandes reuniones y festines en Tonga eran los funerales, los casamientos, los días festivos y ciertos cumpleaños. En la actualidad las costumbres han cambiado mucho, pero en aquella época los nacimientos casi no se celebraban; sin embargo, si un niño llegaba al año de vida, esa era razón para celebrar y ese pasaba a considerarse el día de su nacimiento. Desde que nacían hasta que cumplían un año, parecía que los bebés no se veían como personas propiamente dichas; era como una prueba para asegurarse de que el niño sobreviviera ese primer año.
Si una persona llegaba a los veintiún años, eso también se consideraba un gran acontecimiento. No había muchas que supieran exactamente cuándo habían nacido pero, por lo general, tomaban como referencia algún acontecimiento (un huracán, una sequía, un barco que se hubiera hundido, una ocasión en que alguien hubiera atrapado un gran pez, una celebración o algo por el estilo) y así tenían una idea aproximada de cuándo habían nacido.
Los funerales eran acontecimientos importantes. En las islas pequeñas, no hay mucho para hacer; se trabaja, se pesca, se duerme. Los acontecimientos fuera de lo común son bien recibidos, y un funeral implica una variante importante en la rutina.
En Tonga no se embalsamaba a las personas que fallecían. La regla era que si alguien moría durante la tarde, había que enterrarlo antes del mediodía del día siguiente; pero si moría antes del mediodía, había que enterrar al difunto antes de la puesta del sol ese mismo día. Hacía tanto calor y había tanta humedad, que el cuerpo comenzaba a descomponerse en cuestión de horas después de la muerte y el olor era muy fuerte una vez que ya habían pasado varias horas.
A pesar de que enterraban a la persona en seguida, a menudo las visitas fúnebres duraban varias semanas; llegaban familiares y amigos de todas partes para estar con la familia, lo que era un gran peso para los deudos de la persona fallecida ya que tenían que proporcionarles alimento y alojamiento. Los visitantes lloraban y se lamentaban y se consolaban unos a otros de un modo normalmente estrepitoso y que se prolongaba mucho tiempo. Me preguntaba si «dejar salir todo» no sería más saludable emocionalmente que intentar mantenerse bajo control, como solemos hacer en nuestra cultura occidental.
Durante los últimos meses, me pidieron que hablara en varios funerales y descubrí que era una excelente oportunidad para explicar algunas de las doctrinas más importantes de la Iglesia. Al principio, algunas personas criticaron el hecho de que predicara «mi doctrina», pero la verdad es tan reconfortante que, con el tiempo, ya no hubo nadie que se quejara, ni siquiera los ministros religiosos. De hecho, muchas personas aceptaban esas verdades, y me enteré de que varios de los predicadores modificaron la parte de sus sermones en que hablaban de lo que sucede cuando morimos, especialmente lo que enseñaban con respecto a los niños recién nacidos.
Aunque por lo general controlaba mis emociones, hubo oportunidades, como el funeral de la bebé de uno de nuestros investigadores, en que sentí que podía acompañar a la familia descargando mi pesar y mi profunda pena, no por la niñita, que estaba bien, sino por los padres, que aún no comprendían. Mientras los miraba, pensaba en su pasado israelita y me preguntaba cómo se sentirían al leer Miqueas 1:8: «Por tanto, lamentaré y aullaré, y andaré despojado y desnudo; haré aullido como de chacales, y lamento como de avestruces».
A veces lloraba de una manera que no sería aceptable en nuestra sociedad y, sin embargo, era completamente aceptable para ellos. A medida que tenía más confianza con la gente, descubrí que lloraba más a menudo. Me daba cuenta de cómo se relacionaban con las personas del Libro de Mormón, especialmente aquellas de las que se habla en 3 Nefi: «He aquí, empezaron a llorar y a gemir otra vez por la pérdida de sus parientes y amigos» (3 Nefi 10:8).
También descubrí que me identificaba mucho más con lo que ellos sentían hacia la «madre tierra» y el «padre sol» y las plantas, los peces y la naturaleza en general; veían la obra de Dios como lo que realmente era. Captaban la parte espiritual de las cosas temporales y sentían que se les había encargado ser cuidadores en vez de explotadores de todo lo que vivía y respiraba, incluso la tierra, el mar, las plantas y los animales. Más importante aún, sentían eso los unos por los otros.
Recordé haber oído hablar de la forma de sentir de los primeros indios americanos en cuanto a estos temas y me di cuenta de que había una relación muy estrecha que no era casual.
Por lo general, las personas gozaban de muy buena salud, con dentadura blanca y derecha, buen cutis, cabello hermoso y cuerpo fuerte. Yo también gocé de buena salud la mayor parte del tiempo. Rara vez teníamos harina, azúcar o cualquier clase de alimentos procesados; no había refrigeración para los alimentos y toda la comida se cocinaba con fuego.
Lamentablemente, se bebía bastante (sobre todo bebidas caseras) y las personas que podían conseguir cigarrillos fumaban. Había una especie de concurso no oficial entre cierto grupo de muchachos mayores y hombres jóvenes que consistía en ver quién podía mantenerse borracho durante la semana entera que va entre Navidad y Año Nuevo. Lo triste es que había muchos co-campeones.
La cultura de Tonga y los tonganos tenían mucho ingenio para idear ceremonias elaboradas que tomaban muchísimo tiempo. En casi todos los acontecimientos importantes, tales como la coronación de un rey o la bienvenida de algún visitante, había una ceremonia de kava que duraba horas, incluso días. Se daban discursos interminables, colmados de palabras floridas pero que no llevaban a ninguna conclusión en particular. En aquella época, me parecía ridículo: hablaban unos, hablaban otros, pero no había ningún cambio en el resultado predeterminado.
En una ocasión, me encontraba ayudando en una de esas ceremonias que parecían eternas. Frustrado, le pregunté a uno de los ancianos que estaba sentado junto a mí:
—¿Por qué demoran tanto? ¿Por qué dedican horas o días para hacer algo que podría terminarse en treinta minutos?
—Bueno —contestó tras pensarlo mucho—, es algo para hacer. Es muy disciplinado y muy largo. Una vez que terminemos con esto, tendremos que pensar en algo más para hacer, así que ¿por qué no hacer esto?
Pensé que eso era tonto. Sin embargo, cuanto más pensaba al respecto, más me daba cuenta de que nuestra cultura no es tan diferente. Los hombres y las mujeres juegan a la canasta por horas, miran telenovelas o pasan tiempo en otras actividades con las que no se logra mucho pero que son algo para hacer; me preguntaba cuánto tiempo de nuestra vida pasamos haciendo esas cosas y, cuanto más lo pensaba, más claro se me hacía que realmente somos como los tonganos, si es que no somos peores. En aquellos días, escribí esto acerca de nuestra sociedad:
La mayoría de las cosas que hacemos no son necesarias.
La mayoría de lo que comemos no es muy bueno para nuestro cuerpo.
La mayor parte de lo que hacemos no es muy importante.
La mayor parte de lo que guardamos deberíamos darlo a otras personas o tirarlo.
La mayoría de lo que hablamos son temas trillados.
¿Por qué no empleamos mejor nuestro tiempo y recursos?
¿Por qué no nos concentramos más en amar y ayudar a otras personas?
En aquel entonces no tenía una buena respuesta, y ahora tampoco la tengo, pero al menos pensaba en ello.
Supongo que estaba llegando a un punto en que el idioma, las cos-tumbres y actividades de Niuatoputapu me parecían correctos y normales. Por el contrario, mis anteriores palabras y modos de actuar palangi me parecían extraños, artificiosos y, en muchos aspectos, hipócritas y sin sentido.
Todavía tenía que hacer ajustes, pero a menudo, al caminar hacia otra aldea y pasar junto a algún árbol o roca que me eran familiares, al encontrarme con un caballo o con una persona conocida, al pasar por una casa que conocía u oír un sonido o voz familiar, sentía: Este es mi idioma; esta es mi gente; esta es mi isla.
























