Camas blandas
Poco antes del mediodía, llegamos a Nuku‘alofa, en la isla de Tongatapu. La isla realmente parecía grande y ¡era muy diferente de Niuatoputapu! Tenía dos muelles, calles, automóviles, tiendas, luz eléctrica y gente por todas partes. ¡Cuántas cosas! ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta gente! Tenía la mente confusa; hacía un año que me había ido de allí, pero al comparar ese lugar con Niuatoputapu, ¡era tan diferente!
Aunque no sabía qué aspecto tenía el nuevo presidente de la misión, en seguida divisé a un matrimonio estadounidense que parecía amable y que evidentemente nos estaba buscando. Al encontrarnos, me presenté y presenté a Feki; nos preguntaron por nuestras maletas y les respondí que no teníamos ninguna sino que mis posesiones, así como las de mi compañero, estaban envueltas en una estera. El presidente de la misión tenía dos ayudantes que pusieron mi estera en su automóvil y la de Feki en otro; yo quería quedarme un rato y que me dieran una idea de lo que iba a suceder, pero inmediatamente se lo llevaron a él a la misión de construcción en Liahona y casi no tuve tiempo de despedirme; aunque no me parecía justo, porque quería estar con Feki, no pude hacer nada al respecto.
El presidente de la misión y la esposa eran muy buenos. Ella me hacía acordar a mi madre: una mujer cálida y amorosa. Recuerdo que me rodeó con sus brazos y, con lágrimas en los ojos, me dijo: «¡Ay, pobrecito! ¿Cómo lo dejaron en aquella isla durante tanto tiempo?». Por mi parte, no consideraba que hubiera nada que lamentar por haber estado en aquel lugar, ¡había sido grandioso! Sin embargo, no sabía qué decir; de hecho, casi no me salían las palabras en inglés pero ella debe de haber interpretado mi silencio como una demostración de que estaba de acuerdo con lo que había dicho. Después, subimos al auto y fuimos hasta la casa de la misión. Todo —los autos, las calles, las casas de madera, las tiendas y los cables de alta tensión— me parecía muy extraño. Llegamos a la casa de la misión y entramos; ya era mediodía.
La esposa del presidente parecía muy entusiasmada. Mientras ponía la mesa, me dijo que me sentara. La comida consistía en bistec, papas, una salsa hecha con el jugo de la carne, pan, leche, mantequilla y mermelada. «Ya está todo listo», dijo sonriendo. «Sé que disfrutará muchísimo de esta comida que hace tanto que no prueba. ¡Comamos!».
Luego de haber ofrecido una oración, intenté mostrarme feliz y agradecido, pero la verdad era que extrañaba muchísimo a Feki; era la primera vez que nos separábamos en más de un año. Extrañaba el tongano y el inglés me parecía un idioma tan ajeno; extrañaba el sentarme en el piso y comer con las manos; echaba de menos los aromas y sonidos familiares y la gente a la que estaba acostumbrado. Me sentía raro al estar sentado en una silla, con una mesa enfrente, tratando de usar un cuchillo, un tenedor y una cuchara. Me daba la sensación de que los platos y los vasos estaban tan fuera de lugar a la hora de comer. ¡Y esa comida extraña tenía un gusto raro!
Era difícil mantener la conversación; hablaban de cosas que yo no comprendía, como de cuán apenados se sentían por mí y de que ya me encontraba de nuevo en la civilización. Estoy seguro de que eran sinceros, pero a mí no me sonaba convincente. Mi vida no había sido como ellos la describían; había sido feliz en Niuatoputapu; en cambio, en aquel lugar comenzaba a sentirme incómodo, incluso desdichado.
Como se dieron cuenta de que estaba un poco melancólico, me dijeron: «¿Por qué no descansa un rato? Debe de estar agotado después de todo lo que ha pasado. Lo dejaremos solo algunas horas». El presidente de la misión dijo que se iba a unas reuniones en Liahona, pero que volvería para la cena.
Me llevaron a una habitación que tenía una puerta de madera con bisagras y pestillo, ventanas y cortinas; además tenía una cama con un colchón, una almohada y sábanas limpias. Me mostraron un baño interior que tenía una ducha que se abría con un grifo, un lavabo con agua corriente y un espejo; había también un inodoro con una cisterna que soltaba agua al tirar de una cadena y noté que hasta la ventana del baño tenía cortinas que la brisa hacía rozar suavemente.
Antes de dejarme solo me dijeron que descansara, que me relajara, y me aseguraron que todo saldría bien. Me imagino que se preguntarían si estaría bien de la cabeza, porque estaba callado y me quedaba mirando todas aquellas cosas extrañas por largo rato; aunque me parecían conocidas, no estaba del todo seguro de lo que me rodeaba. Me hallaba en una lucha, tratando de volver a unir los dos mundos. Recordaba el bistec y las papas, los colchones, los inodoros y el agua corriente; también las cortinas y las palabras en inglés; sin embargo, me parecían tener poca importancia en ese momento. Me costaba mucho darme cuenta con exactitud del lugar que le correspondía a cada cosa.
Me preguntaba qué tendría que hacer y cuál sería mi nueva asignación. Era difícil estar solo y no era sencillo pensar y sentirme cómodo en aquella atmósfera extraña. Intenté descansar, pero no pude, así que me senté en el piso y comencé a leer el Libro de Mormón en tongano. Me topé con un versículo en el que Jacob se lamenta con estas palabras: «Pues somos un pueblo solitario y solemne, errantes, desterrados de Jerusalén» (Jacob 7:26). Empecé a llorar: sabía lo que había sentido Jacob.
Aquella noche, cenamos y hablamos un rato, y luego me di una ducha y me fui a dormir. Creo que no dormí nada pues me dolía el estómago a causa de la comida diferente, tenía la mente cansada por el idioma extraño, me dolía la espalda por la cama blanda y sentía dolor en todas partes porque extrañaba Niuatoputapu y a Feki.
La mañana siguiente, el presidente de la misión me llamó para tener una entrevista; me dio la asignación de presidente del distrito de Ha’apai, un grupo de alrededor de diecisiete islas que quedaban a uno o dos días de viaje hacia el norte de las oficinas de la misión, y me dijo: «Hay muchos problemas allí, mucha disensión, mucha discordia y falta de armonía. Quiero que vaya y resuelva los conflictos. Estará a cargo de todos los misioneros y de la obra misional, y también de todos los miembros y las ramas. Tendrá que escoger dos buenos consejeros; ore al respecto y, cuando sienta que está inspirado, apártelos y salgan a trabajar. Tenemos pocos misioneros y no creo que pueda darle un compañero pero, si tiene buenos consejeros, todo andará bien. Sus consejeros y otros miembros que estén dispuestos a ayudar pueden servirle de compañeros. Le sugiero que elija para consejeros a dos hombres casados.
«Además, quiero abrir una escuela allí. Hemos comprobado que las escuelas son muy útiles para la obra. No podré ir muy a menudo, pero usted estará bien; el Señor lo bendecirá. Deshágase de la discordia que hay entre ellos; haga lo que sea necesario para que las personas sean unidas; enseñe el Evangelio, edifique la Iglesia, bautice a los que crean; fortalezca las ramas y siga la guía del Espíritu».
Me preguntó si tenía alguna duda y yo negué con la cabeza. Entonces dijo: «El barco que va a Ha’apai sale en un par de días. Ahora tenemos una conferencia en Liahona y me gustaría que fuera y participara». Yo acepté.
Nos preparamos para ir a la conferencia y, antes de que nos fuéramos, la esposa me preguntó si quería algo especial para la cena, ya que estaba deseosa por hacer que mi estadía fuera lo más agradable posible. Creo que ella se daba cuenta de que estaba muy triste. «Si hay algo, lo que sea, que nosotros podamos hacer para que su estadía sea más cómoda, díganos», me dijeron los dos.
Me resultaba difícil, pero ya que me habían preguntado, les contesté amablemente:
—Si realmente puedo elegir, tengo un pedido.
—¿Cuál es? —preguntaron al unísono.
—¿Podría llevarme mis cosas y quedarme con Feki en Liahona hasta que salga el barco que va a Ha’apai?
El presidente se sorprendió y su esposa empezó a llorar. «¿Quiere decir que no le caemos bien?», me dijo sollozando. Intenté explicarles lo mejor posible que mi tristeza no tenía nada que ver con ellos; sencillamente se trataba de que no podía dormir en un colchón blando, no podía comer esa comida, me sentía incómodo hablando en inglés y extrañaba estar con Feki y los tonganos. Me dijeron que los misioneros de construcción solo tenían pequeñas chozas con techo de paja y que las condiciones allí eran muy precarias. Mi respuesta fue que eso me parecía bien. Aunque estoy seguro de que se disgustaron un poco, fueron muy amables y me dijeron que lo pensarían.
Me daba cuenta de que estaban preocupados por mí y por mi salud, eso era evidente. Les aseguré que jamás había gozado de tan buena salud ni había sido tan feliz como durante el tiempo que había estado en Niuatoputapu. Ellos habían oído de la hambruna y otros problemas y dudaban de que fuera así; pero finalmente me creyeron y me dieron permiso para tomar mis cosas; después, nos fuimos todos juntos a la conferencia.
Las reuniones de la conferencia duraron todo el día, pero por la noche me fui caminando hasta las chozas de los misioneros de construcción, busqué a Feki y, entusiasmado, le conté que me habían dado permiso para quedarme con él un par de días, hasta que tuviera que irme a Fla‘apai. Era cierto que las chozas solo tenían techos de paja y estaban levantados de un solo lado y por eso uno tenía que entrar a gatas. Aunque no podía ponerme de pie, ¡ah, qué sensación maravillosa la de tomar con la mano un trozo de taro hervido y saborearlo y chuparme los dedos! ¡Qué fresco y familiar el aroma de las hojas de coco secas y qué hermoso era dormir en el piso sobre una buena estera tejida! La noche siguiente llovió muy fuerte y se mojó todo, a pesar de lo cual me sentía mucho mejor, ya que mi cuerpo y mi mente estaban acostumbrados a eso.
Disfruté mucho de las reuniones de la conferencia y me pidieron que hablara en varias ocasiones. Me resultó agradable conocer a otras personas. La noche anterior a la partida de mi barco alguien llegó con un mensaje para Feki en el que le comunicaban que su madre había fallecido. Estaba enferma y los dos habíamos ido a visitarla el día anterior. Feki se fue de inmediato; yo quise acompañarlo, pero él me dijo: «No, tú te quedas aquí».
Regresó antes de que saliera el sol y ya estaba listo para ir a trabajar. Le pregunté si íbamos al funeral, que se llevaría a cabo ese mismo día, cerca del mediodía, y él me respondió: «No, yo trabajaré en la obra misional de construcción como todos los días y tú irás a tomar el barco que va a Ha‘apai. Eso es lo que mi madre querría que hiciéramos». Nunca lo cuestioné. Su actitud de compromiso absoluto siempre tenía una profunda influencia en mí. Feki me agradeció que hubiera ido a quedarme con él en la escuela y me aseguró que todo andaría bien en ¡Ha‘apai si me esforzaba en mi trabajo y era humilde. Yo le agradecí por su ayuda. Esa fue la última vez que vi a Feki durante mi primera misión; de todos modos, en mi corazón sentía que volveríamos a encontrarnos y sabía que él se mantendría leal y fiel.
Años más tarde, me enteré de que aquel pequeño gesto de irme con los misioneros de construcción, que se debió a que me sentía más cómodo entre ellos, fue uno de los factores que influyó para que los miembros de la isla principal de Tongatapu me aceptaran. Cuando vieron que realmente prefería comer comida tongana, dormir en el piso y estar con la gente de Tonga en vez de quedarme en la casa grande con comida muy elaborada y camas blandas, se dieron cuenta de que el amor que sentía por ellos provenía del corazón y que hacía lo que hacía porque era lo que deseaba y no porque tuviera que hacerlo. Definitivamente, lo que me movía no eran motivos ulteriores, sino más bien el hecho de que me sentía mejor física y anímicamente con ellos. De todos modos aquellos días, aunque pocos, me acercaron a los miembros locales, que empezaron a decir: «El nos entiende; siente lo mismo que nosotros sentimos».
Aprendí que a menos que sintamos del mismo modo que otros sienten, no podemos ser del todo eficientes para satisfacer sus necesidades. A menudo digo que antes de satisfacer las necesidades de otras personas, tenemos que sentirlas. A veces aprendemos otro idioma o acerca de otra cultura y somos capaces de sentir lo que ellos sienten; pero esto no siempre es así. Los sentimientos van mucho más allá del idioma o el conocimiento; el sentir lo que otros sienten es una gran bendición y se logra al sufrir los mismos dolores que ellos, reír con ellos, lamentarnos, regocijarnos y llorar con ellos; sufrir con ellos; maravillarnos, orar y experimentar milagros con ellos y aceptar morir con ellos si fuera necesario.
Creo que el Salvador realmente llegó a sentir lo que otras personas sienten. Las Escrituras nos dicen: «Yo, el Señor, los buscaré» (D. y C. 112:13). Él descendió por debajo de todo a fin dé poder ascender por encima de todo y atraer a Sí a todas las personas. Pienso que esto no se refiere solo al aspecto físico, sino también al emocional, ya que Él ciertamente nos comprende y siente lo que cada uno de nosotros siente. Creo que no es posible sentir aquello que no hayamos experimentado, al menos no completamente.
Me pregunto si algunas de nuestras supuestas pruebas a causa de hijos caprichosos, mala salud o problemas económicos no serán para ayudarnos a sentir lo que de otro modo no sentiríamos. Estoy seguro de que podemos entender y ayudar mejor a las personas cuando hemos pasado por lo mismo que ellas han experimentado. Dios tiene muchísimos hijos, algunos de los cuales actúan de maneras bastante extrañas; sin embargo, Su amor sigue siendo universal.
Aveces, cuando íes decimos a otras personas: «Sé cómo te sientes», ellas dirán para sus adentros: «Sí, seguramente solo lo dices por decir. Nadie sabe lo que siento, y menos tú, porque soy el único que se ha sentido así». Se necesita mucha confianza para abrirse y compartir los verdaderos sentimientos con otras personas, pero es posible hacerlo.
Feki y yo podíamos sentir lo mismo. Mi esposa y yo lo sentimos, y hay otras personas con las que también puedo hacerlo. Sé que el Salvador entiende lo que siento; con Él podemos compartir todos nuestros sentimientos y Él nos ayudará cabalmente.
Mientras me preparaba para la nueva asignación en Ha’apai, rogaba poder entender a las personas que vivían allí tal como había intentado hacer con la gente de Niuatoputapu. Si lo lograba, quizá pudiera cumplir lo que el presidente me había pedido que hiciera.
























