El Otro lado del Cielo

Ha‘apai veu


Fui desde Liahona hasta el pueblo con el presidente de la misión. Aunque el barco ya estaba listo para partir hacia Ha’apai, todavía teníamos un rato para charlar, así que volví a preguntarle sobre la posibilidad de tener un compañero, pues me resultaba extraño no tenerlo; me dijo que, debido a las restricciones que ponía el gobierno sobre la cantidad de misioneros proselitistas extranjeros que podían estar en Tonga (cuatro, contándolo a él) y como necesitaban que la mayoría de los jóvenes tonganos sanos trabajaran en la construcción, yo tendría que trabajar solo. Me aseguró que estaría bien y me recordó que mis consejeros me ayudarían y harían las veces de compañeros.

También me explicó un poco más en cuanto a mi nueva área: era un lugar más desarrollado y más poblado que Niuatoputapu, con pueblos más grandes, algunas tiendas y mejores medios de transporte y comunicación; dijo que en las islas de Ha’apai había aproximadamente treinta misioneros locales (la mayoría de ellos matrimonios), pero él no sabía exactamente dónde se encontraban ni cómo se llamaban. Me dijo que, apenas tuviera consejeros, recorriéramos las islas y viéramos dónde estaba y cómo se encontraba cada uno de los misioneros; también me aconsejó que llamara para ser misioneros a tantos miembros locales como pudiera; en caso de que necesitara más, debía avisarle y él intentaría hacer lo que estuviera a su alcance, aunque no estaba seguro de cuánto podría ayudarme. «Si usted es listo —agregó—, buscará ayuda a nivel local».

Le pregunté qué hacía con la presidencia del distrito. «Simplemente dígales que quedan relevados y que usted se hará cargo —contestó—. De todos modos, están totalmente desorganizados, así que no tiene porqué tener ningún problema; en caso de que lo tuviera, envíeme un telegrama y yo les confirmaré que usted queda a cargo». (No tuve ningún problema. Los miembros estaban ansiosos porque alguien nuevo se hiciera cargo de todo.)

Básicamente lo que me dijo fue que me las arreglara solo y que no debía molestarlo a menos que fuera absolutamente necesario, ya que él tenía muchísimo que hacer en Tongatapu, como dirigir la escuela principal de la Iglesia, coordinar los proyectos de construcción y encargarse de diferentes asuntos oficiales allí.

Me dio algunas listas y me dijo que les echara un vistazo más tarde. Subí al barco y justo antes de zarpar, me dijo: «Trabaje arduamente. El Señor lo bendecirá. Tendrá muchísimo para hacer». Jamás se pronunciaron palabras más ciertas que aquellas.

Sentía que el presidente de la misión confiaba en mí y esperaba estar a la altura de sus expectativas. Las listas que me había entregado eran las más nuevas de las doce ramas con sus respectivos presidentes y con los aproximadamente dos mil miembros que había en Ha‘apai. Al mirarlas, me preguntaba quiénes serían esas personas, dónde estarían y qué aspecto tendrían. Me llené de una emoción repentina; estaba ansioso por comenzar con mi asignación.

Cuando llegué a Pangai, la capital de Ha’apai, me recibió un grupo grande de miembros y misioneros. No sólo funcionaba el telégrafo, sino que además algunas de las personas habían estado en la conferencia que se había llevado a cabo en Liahona y habían escuchado que yo iba allí como presidente del distrito. El presidente anterior había desaparecido. Los miembros me mostraron la capilla y la casa de los misioneros, que se encontraba junto a ésta: un edificio rectangular de aproximadamente seis metros de ancho por doce de largo; no tenía salones ni oficinas, solo un salón principal lleno de bancos, y parecía encontrarse en buen estado.

La casa de los misioneros era una historia aparte: era una casa blanca, al estilo de las grandes plantaciones pero más pequeña que la capilla, con techo de chapa ondulada roja y un porche en el frente. Tenía una sala de estar justo en el medio con dos paredes a cada lado que servían para dividirla en habitaciones independientes. El lado derecho era para dormir y el lado izquierdo para cocinar (aunque yo nunca preparé nada porque los miembros siempre me llevaban comida). La casa había sido construida alrededor de 1910 y estaba en estado deplorable; tenía gran parte del techo completamente oxidado y una porción considerable de las paredes y de los pisos ya no existía por causa de las termitas.

No me llevó mucho darme cuenta de que el estado de las relaciones entre los miembros era prácticamente el mismo que el estado de aquella casa: estaban enojados unos con otros y había muchos conflictos personales y familiares. La frase «Ha‘apai veu» básicamente significa «Ha‘apai en caos», ¡y así era como estaba!

A modo de explicación debo decir que la gente de Ela’apai vive en diecisiete islas aisladas unas de las otras. Algunas están relativamente cerca de otras y algunas están muy alejadas; hay que recorrer grandes distancias en velero para llegar a cualquier parte de Ha‘apai y el solo hecho de mantenerse con vida requiere mucho esfuerzo. Por lo general, los oriundos de ese lugar son los más agresivos de Tonga; muchos líderes, tanto políticos como de la Iglesia, son de EIa‘apai, aunque muchos se han mudado a Tongatapu u otros lugares. La gente de Ela’apai presenta la misma característica que los provenientes de pequeñas comunidades agrícolas que se van a vivir a la ciudad: llegan a las zonas más grandes con una firme ética de trabajo, la cual los impulsa casi automáticamente.

En Ha’apai había muchos hombres y mujeres de carácter fuerte. Varios hombres se habían turnado para ser presidentes del distrito: cuando el integrante de una familia en particular pasaba a ser el presidente, muchos miembros de otras familias no participaban; después, cuando alguien de otra familia ocupaba esa posición, el primer grupo se quedaba en su casa. Era un lío.

La Iglesia no crecía mucho debido al exceso de diferencias personales y a la poca unidad que había. Aunque los miembros eran buenas personas, ¡simplemente no se toleraban unos a otros! En esas circunstancias, creo que era razonable que una persona de afuera ocupara el lugar de presidente del distrito. Si bien era muy poco lo que yo sabía en cuanto a la parte administrativa de la Iglesia y no tenía conocimiento de lo implicaba el llamamiento, estaba dispuesto a intentarlo.

Repasé mentalmente lo que el presidente me había pedido que hiciera: primero, establecer orden en la Iglesia; segundo, poner en funcionamiento la obra misional; y tercero, abrir una escuela. No sabía bien por dónde empezar, pero recordé que él me había aconsejado que consiguiera dos buenos consejeros lo antes posible. Durante los días que siguieron, conocí a la mayoría de los miembros que vivían cerca de donde yo me encontraba y me sentí muy a gusto con algunos de ellos.

Cuando pregunté cómo visitaríamos a los miembros que vivían en otras islas, me dijeron que la misión contaba con un velero de ocho metros y medio (que había sido un ballenero), pero las sogas y las velas ya no servían, el casco estaba lleno de agujeros y además, en ese momento, se encontraba varado en la playa; al escuchar esto, en seguida tuve una impresión muy clara: «Para visitar a otros miembros y misioneros, necesitamos un bote; por ende, al menos uno de los consejeros debe ser un buen capitán, que pueda repararlo y al mismo tiempo pilotarlo». Esto redujo un poco mis opciones para elegir.

Después de algunos días y de mucha oración, ya sabía quiénes debían ser mis consejeros; hablé con los dos y con sus respectivas esposas y les informé del llamamiento. El Espíritu se lo había hecho saber de antemano y ambos aceptaron de buena gana.

Cuando me reuní con ellos por primera vez, les pregunté: «¿Qué problemas hay?», a lo cual me miraron y contestaron: «Mencione el que se le ocurra y de seguro lo tenemos». En aquella época, el presidente del distrito estaba a cargo de todos los miembros y misioneros. Mis consejeros eran casados y tenían su familia, por lo que debían pasar bastante tiempo en su hogar así como trabajar para mantenerlo. Los dos eran hombres fuertes y fieles, cada uno con una buena esposa y familia, y ambos ya habían estado en presidencias. Hablamos de cómo repararíamos el velero, cómo restableceríamos el orden en la Iglesia, cómo ayudaríamos a los misioneros a llevar a cabo la obra y cómo abriríamos la escuela, tal como el presidente de la misión había pedido.

Sentimos que debíamos hacerlo oficial, así que convocamos a una conferencia de distrito a la cual asistieron bastantes personas. Les dije a los miembros que el presidente de la misión me había pedido que fuera el nuevo presidente del distrito y que me gustaría que aquellos dos hombres fueran mis consejeros; les pregunté si estaban de acuerdo y todos asintieron. Mientras seguíamos con la reunión, alguien preguntó si no debíamos relevar a la presidencia anterior del distrito. Yo no estaba seguro de cómo se hacía eso ni tampoco sabía quiénes eran los consejeros, así que me puse de pie y dije: «Todos los que estén a favor de relevar a la presidencia anterior del distrito, manifiéstenlo levantando las manos». Todos se pusieron de pie y levantaron las dos manos. Esperaba que así ya fuera oficial; lo fuera o no, ese no parecía ser el asunto más apremiante en aquel momento; sabía que teníamos muchísimo que hacer, ya habíamos emprendido nuestra labor y no había vuelta atrás.

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