El Otro lado del Cielo

El Espíritu vivifica


Durante los primeros días, casi todas las noches me reuní con mis consejeros intentando encontrar la manera de cumplir con lo que me había pedido el presidente de la misión: lograr que el distrito fuera unido, ya que aparentemente ese era el problema principal. Como ellos trabajaban, tenía que buscar a otras personas que me ayudaran durante el día, lo cual hacía preguntando a la gente y prestando atención a quiénes iban a la Iglesia regularmente; al poco tiempo ya tenía una lista de varios hombres que podrían acompañarme a hacer visitas. Con ellos y mis consejeros, visitábamos las ramas cercanas donde encontramos muchos problemas; nada funcionaba muy bien, sobre todo porque los miembros se peleaban entre sí. Parecía que los misioneros trabajaban mucho pero prácticamente sin ningún resultado; y, obviamente, aún no habíamos hecho nada con respecto a la escuela. Aunque no estaba seguro de la forma en que debía proceder ni a qué debía dar prioridad, sentía que lo primero que tenía que hacer era trabajar con los miembros y los misioneros, y luego poner manos a la obra para abrir la escuela.

No podía visitar a los misioneros ni las ramas que se encontraban a más distancia porque el velero no se había reparado aún; parecía que nadie estaba dispuesto a ayudar a repararlo. Yo no sabía nada de embarcaciones, así que le dije a uno de mis consejeros que iríamos a visitar las islas más alejadas dos semanas más tarde y que llevaríamos el velero de la Iglesia, por lo que le daba la responsabilidad de lograr que estuviera en condiciones de navegar para ese entonces. Él aceptó la asignación y consiguió a algunas personas que le ayudaran con los arreglos; dos semanas después, el velero estaba listo para navegar.

Sentía el deseo apremiante de visitar en primer lugar a los otros misioneros. Supe que había otro élder palangi en Ha‘apai y sabía dónde se encontraban él y su compañero, pero no sabía cuántos misioneros locales teníamos ni dónde se encontraban; no me habían dado ninguna lista de nombres, sino que simplemente me dijeron que había bastantes misioneros en Ha‘apai, sobre todo matrimonios con familia; todavía ignoraba quiénes eran los otros presidentes de rama y dónde estaba el resto de las capillas.

Puesto que las restricciones de misioneros provenientes de los Estados Unidos eran tan estrictas, la única manera de que la obra misional avanzara era llamar misioneros locales. Los matrimonios eran el grupo más confiable, así que, cuando un hombre y una mujer se casaban y mostraban tener el deseo de permanecer activos, normalmente se los llamaba a una misión de dos años; siempre aceptaban el llamamiento y siempre regresaban más felices y fortalecidos en la fe. En aquella época los líderes no estaban del todo seguros en cuanto a si debían llamar a jóvenes locales a la misión; yo no entendía por qué, ya que Feki no podría haber sido mejor misionero. Sin embargo, después de algunos años, empezaron a llamar a muchos jóvenes, varones y mujeres, para que prestaran servicio en misiones proselitistas de tiempo completo y ellos cumplían muy bien con su asignación.

Me maravillaba ver cómo el Señor convierte en puntos fuertes las supuestas debilidades. Supongo que los enemigos de la Iglesia pensaban que dañarían seriamente nuestra labor al restringir la cantidad de misioneros estadounidenses que podía ir a Tonga; la realidad fue que no podrían habernos ayudado más de lo que nos ayudaron: debido a que los lugareños no contaban con los estadounidenses para la obra misional, tenían que encargarse de eso ellos mismos. ¡Cuánto se fortalecieron por tener que cargar con todo el peso del programa sobre sus hombros!

Una vez que el barco estuvo en condiciones de navegar, empezamos a visitar las islas más alejadas y no fue de mi agrado lo que encontré allí; si es posible, la falta de unidad era peor que en Pangai. Aprendí que cuando los miembros están desorganizados, los misioneros también tienden a estar desorganizados; había discordia entre éstos y los miembros, entre los mismos misioneros y entre los miembros unos con otros.

Intenté resolver las diferencias de la mejor manera que pude pero, después de unas semanas, empecé a preguntarme si en algún momento la Iglesia en Pangai llegaría a ser unida. Parecía que los tres encargos que se nos habían dado —los miembros, los misioneros y la escuela—, en vez de progresar, estaban retrocediendo; me daba la impresión de que todo se venía abajo, incluso la casa y el velero. No se me ocurría qué hacer, excepto seguir haciendo mi mejor esfuerzo por mantener unidas todas las partes.

Lo que más me sorprendía y desanimaba era la mala actitud de los misioneros. Mi experiencia previa con Feki, en Niuatoputapu, había sido muy positiva, ya que había observado su disposición a esforzarse en el trabajo y procurar que fuéramos unidos y dedicados. Me había percatado entonces de que había algunos rencores entre ciertas personas, pero, según recordaba, por lo general duraban poco y se solucionaban con el perdón del Evangelio. En Pangai, sin embargo, había entre la gente enojos que parecían exagerados y persistentes, y no entendía eso.

Cuando encontré compañeros de misión peleándose, matrimonios que no se llevaban bien y misioneros que discutían con los presidentes de rama, se me cayó el alma a los pies. Debido a que todavía no habíamos empezado la escuela, a que mis consejeros cuestionaban algunas de mis acciones diciéndome que yo no entendía y a que el velero no estaba reparado completamente, me daba cuenta de que iba necesitar gran ayuda del cielo. Como no sabía exactamente qué hacer, ayuné y oré mucho, pero parecía que el progreso, aunque valioso, era muy poco.

Recuerdo claramente una noche en particular. Estaba fuera de la casa, caminando solo y meditando en cuanto a qué hacer; era una noche despejada y templada y se sentía una brisa fresca proveniente del mar. En Ha’apai todo está cerca del océano. Era más tarde de lo normal para hacer una caminata de ese tipo. Entonces vi a la hermana de uno de nuestros buenos líderes que iba en bicicleta con uno de los hombres más ricos del pueblo, a pesar de ser casada con otra persona. No podía creer lo que veía: era obvio que estaba completamente enamorada de aquel hombre.

Al día siguiente le pregunté al líder en cuestión acerca de su hermana. Él vaciló y luego me dijo:

—Sí, ha estado saliendo con él. De hecho, está esperando un bebé de él, lo cual es un tanto problemático porque está casada con otra persona y él también es casado; pero es mejor dejar las cosas así.

—¡¿Un tanto problemático?! —estallé—. ¡En esta Iglesia no se puede aceptar eso!

—Bueno —contestó—, pero esa es la situación y usted no puede hacer gran cosa al respecto.

—¡Le aseguro que sí, hay algo que puedo hacer! —le respondí en seguida.

Después, fui a visitar a la madre viuda de la mujer y ¡qué gran sorpresa me llevé! Aunque no estaba a favor de la aventura amorosa, en realidad tampoco estaba en contra, ya que el hombre era una de las personas con más dinero de la isla y ella estaba sacando ventaja de eso. La vida era muy difícil en Ha’apai y, dado que recibía un poco de ayuda del hombre, ¡hacía la vista gorda a los hechos! Si bien me apenaba su situación, me asombró mucho: allí tenía a un supuesto buen líder de la Iglesia y a una hermana que había sido presidenta de la Sociedad de Socorro y ninguno se oponía al amorío porque estaban obteniendo beneficios para sí. Hablamos al respecto, y ella y su hija me dijeron que no las molestara puesto que había mucha gente que hacía lo mismo; me contaron de otro líder importante de la Iglesia que tenía una hija en una situación muy similar: soltera y con hijos. Averigüé y me enteré de que era cierto.

De inmediato convoqué una reunión especial con mis consejeros, les expliqué cuál era la situación y les dije: «Tenemos que ponerle fin a esto».

Con una actitud condescendiente, asintieron pero me dijeron: «Está bien; pero después que haya estado aquí un tiempo, lo comprenderá.

Será mejor que deje las cosas como están». Sobre todo cuando miro en retrospectiva, me doy cuenta de que aquella fue una de esas ocasiones en que sentí claramente la mano del Señor.

—Llevo aquí el tiempo suficiente —les contesté—. Lo que ellas hacen está mal. Volveré a hablarles y les diré que o dejan a esos hombres o se les echará de la Iglesia

—¡Usted no puede hacer eso! ¡Son familias prominentes y destrozará a la Iglesia! —me respondieron ambos.

—Su iniquidad destrozará a la Iglesia si no las detenemos —afirmé.

De todos modos, debía tener en cuenta el consejo de ellos. Sabía que corríamos un riesgo, pero también sabía qué era lo correcto. Después de orar, seguía sintiéndome seguro de lo que debía hacer, así que les dije a mis consejeros que debíamos ir a hablar con las dos mujeres y sus familias y darles la oportunidad de elegir; los dos me dijeron que no con la cabeza; no querían ir, así que fui solo.

«O dejan de hacer lo que están haciendo, lo abandonan por completo, o se les expulsará de la Iglesia», le dije a cada una.

Lo que ellas me respondieron, a su vez, fue: «Usted no puede hacer eso. Mi padre es Fulano de Tal» o «Mi hermano es Mengano».

A lo cual les aseguré: «No solamente puedo, sino que lo haré».

Después, expliqué a mis consejeros lo que había hecho y los dos me dijeron lo mismo:

—Es que no puede hacer eso. Tiene que ser más comprensivo; tiene que ser más amoroso y amable.

—Lo he sido —les respondí—. Les di a ambas dos oportunidades y ninguna de ellas quiso aceptarlas.

Cuando se dieron cuenta de que estaba decidido a hacer algo al respecto, uno de ellos dijo: «Aun así, no puede hacerlo: no tiene la autoridad; tiene que actuar de acuerdo con el manual. ¿Fia leído el Manual General de Instrucciones?».

Tuve que admitir que no lo había leído; de hecho, ni siquiera sabía que existía dicho libro. Sin embargo, sabía qué era lo correcto y no tenía que tener un manual que me lo dijera. Hice a las mujeres una tercera advertencia y les expliqué lo que tenían que hacer. Cuando otra vez se negaron a hacerlo, les dije:

—Bueno, entonces no pertenecerán más a la Iglesia.

—¿Acaso eso significa que estoy excomulgada? —fue la pregunta que me hizo cada una.

—No sé exactamente qué significa esa palabra —respondí—. Lo único que sé es que usted ya no puede ser miembro de la Iglesia.

Ambas volvieron a decirme que no podía hacerles eso, a lo cual les contesté que ya lo había hecho. A continuación, les informé a mis consejeros sobre mi acción y los dos sacudieron la cabeza con desaprobación. En la siguiente reunión de liderazgo, anuncié que aquellas dos mujeres ya no eran miembros de la Iglesia, a lo cual observé muchas expresiones de incredulidad.

Al principio, hubo enojo y rencor entre la gente; parecía que había empeorado una situación que ya era mala de por sí, pero poco después comenzó a ocurrir algo interesante. Hubo varias personas que en voz baja y sin poder creerlo, me preguntaron:

—¿Es verdad que Fulana y Zutana ya no son miembros de la Iglesia?

—Es verdad —les contesté—. Ya no son miembros.

Todos sabían lo que ellas habían hecho así que, cuando realmente se las expulsó de la Iglesia, otros miembros empezaron a mejorar su comportamiento. La funesta predicción de que la gente dejaría de asistir a la Iglesia resultó incorrecta; es más, ocurrió todo lo contrario; la gente empezó a volver a la Iglesia, a confesar sus pecados y pedir perdón. En el correr de pocas semanas, la situación no solo había mejorado, sino que era considerablemente superior, ¡y el Espíritu se sentía más fuerte! Empezó a llevarse a cabo un cambio formidable y todo comenzó a mejorar.

Los misioneros comenzaron a cooperar más con los líderes locales y a ser más serviciales los unos con los otros; los miembros no sólo iban a las reuniones, sino que además empezaron a sonreír y a ser más amables al hablar con los demás. Todavía no había mucho progreso en la organización de la escuela, pero al menos hablábamos más al respecto. La gran oposición continuaba, aunque parecía no tener el mismo efecto que antes y sentíamos que por fin estábamos avanzando.

Uno de los firmes testimonios que tengo en cuanto a hacer lo correcto a pesar de la oposición lo obtuve gracias a que, después de un período de no muchas semanas, comenzó a reinar el orden en el distrito de Ha‘apai. Empecé a aprender una gran lección: «La letra mata, mas el espíritu vivifica» (2 Corintios 3:6). No seguí la letra quizás por no haber tenido un manual de instrucciones, pero sabía lo que el Espíritu me decía que debía hacer; estaba seguro de que el manual me hubiera dicho que hiciera lo mismo que hice puesto que fue escrito bajo la dirección del Espíritu. Aprendí que, si uno sigue la guía del Espíritu y hace lo correcto, le pasa la responsabilidad al Espíritu, y Él vivifica.

Lo que el Espíritu me dijo fue: «Tú hiciste lo que te pedí que hicieras; ahora yo haré mi parte», y así fue: Le dio vida al distrito; les dio vida a los miembros, energías a los misioneros y ablandó el corazón de nuestros enemigos. Aunque no me esforcé más ni hice nada diferente, todo comenzó a cambiar para bien.

Aplicamos bastantes medidas disciplinarias durante los primeros meses; después ya no hubo tantas. No procurábamos encontrar los problemas, pero nos ocupábamos rápidamente de aquellos de los cuales nos enterábamos. Durante muchos años, algunos miembros del distrito se habían salido con la suya a pesar de las cosas malas que hacían sencillamente porque tenían algún parentesco con personas importantes, lo que iba de acuerdo con la tradición tongana de que si uno es de alta alcurnia, puede hacer prácticamente lo que se le antoje. A pesar de esto, cuando los miembros y los líderes comprendieron que el sacerdocio y los principios tienen prioridad sobre la alcurnia y que no podían salirse con la suya cuando se trataba de violar las leyes de Dios, fueran quienes fueran, las cosas comenzaron a mejorar. Después de las excomuniones y de habernos puesto «más estrictos» en general, la obra misional empezó a avanzar con paso firme y tuvimos muchos bautismos. Aunque Ha’apai era el distrito más chico de los siete que había en la misión de Tonga, durante los dos años siguientes la mayoría de los bautismos que hubo en Tonga tuvieron lugar allí. No considero que fuéramos ni mejores ni más inteligentes, pero sí éramos más unidos. Eso fue lo que marcó la diferencia.

Los líderes de otras áreas a menudo nos preguntaban qué programa usábamos para obtener tales resultados; yo no podía decirles, porque no lo sabía. No teníamos ningún programa; sencillamente tratábamos de hacer lo correcto y éramos muy unidos.

Tuvimos muchas capacitaciones con los miembros y los misioneros, y todos trabajábamos juntos; como en muchos casos los misioneros éramos los presidentes de rama, nos resultaba sencillo hacerlo. El material que usábamos para las lecciones eran las Escrituras, ya que era lo único que se había traducido al tongano, aparte de la serie de folletos Rays of Living Light (“Rayos de luz viviente”), de Charles W Penrose. Los misioneros y los miembros leíamos y estudiábamos las Escrituras, memorizábamos muchos pasajes de éstas y tratábamos de hacer lo que en ellas se decía; ese era nuestro programa y esos eran nuestros principios. Todos nos esforzábamos y, poco a poco, se logró la unidad; después de poco tiempo, la unión comenzó a ser muy fuerte.

Aprendí que la unidad brinda paz y su falta acarrea dolor. Cuando hemos experimentado esa paz que viene a causa de ser unidos, siempre la tendremos como una meta que deseamos alcanzar. Llegué a sentir un agradecimiento renovado por el ruego del Señor de «se[r] uno» y si «no sois uno, no sois míos» (D. y C. 38:27). Sé que este principio es verdadero. No se puede ser uno cuando se hace lo malo o se pasa por alto lo malo que hacen otras personas. Yo experimenté el milagro que se produce al ser unidos; es maravilloso. Aprendí que uno no puede comprometer los principios a fin de lograr la unidad, sino que ésta y la paz solo se obtienen como consecuencia de vivir los principios de Dios; no hay otra manera.

Alrededor de treinta y cinco años más tarde, me encontraba en una conferencia en Ha’apai, cuando me percaté de que en la congregación estaban las dos mujeres que habían sido excomulgadas años atrás y quise saber en qué condición se encontraban. A pesar de haber estado en Tonga muchas veces después de la misión, no sé por qué nunca me había enterado de lo que les había sucedido después. Ese día estuvo lleno de banquetes y reuniones, pero esa noche, después que todos se retiraron, no podía dormir; no dejaba de hacerme preguntas sobre aquellas mujeres, así que me levanté y salí. Aunque eran como las dos de la madrugada, en Eia‘apai esa es una hora igual de apropiada para realizar visitas que las dos de la tarde; a la gente no le importa. Para ellos, lo importante es la visita. Además, sabía que era tan probable encontrarlos durmiendo a las dos de la tarde como a las dos de la mañana.

Puesto que siempre había alguien afuera, pregunté a algunas personas y en seguida encontré las casas de ambas mujeres. A pesar de que no habíamos hablado, creo que sentían que era probable que las visitara; al menos parecía que me estaban esperando. Una de ellas me presentó al esposo y a varios de sus ocho hijos; seis de ellos eran ex misioneros y todos se habían casado en el templo.

Ella me dijo que, gracias a haber sido excomulgada, había llegado por primera vez a la siguiente conclusión: «No puedo depender de mi hermano, porque realmente pierdo mi condición de miembro de la Iglesia si no hago lo que debo hacer». Con el tiempo, abandonó el pecado, se arrepintió sinceramente, volvió a bautizarse y más adelante, se casó en el templo. Era muy activa en la Iglesia.

A la otra hermana le había sucedido básicamente lo mismo: había tenido más problemas en su matrimonio, pero se arreglaron para solucionarlos; era activa y sus hijos también lo eran. Uno de ellos prestaba servicio como obispo, y él era precisamente el hijo ilegítimo engendrado durante aquel romance; a pesar de eso, ella y el esposo lo habían «adoptado» cuando volvieron a estar juntos.

Aquello fue una gran lección para mí: si nos arrepentimos y aban-donamos nuestros malos hábitos, el Señor se hace cargo de casi cualquier situación y la endereza. Pensé en las promesas de Ezequiel, y en David y Betsabé. A pesar de lo terrible de sus pecados y de todo lo que perdió David, evidentemente el arrepentimiento fue suficiente para que de esa unión nacieran los antepasados del Salvador. Él nos dice: «No hagan lo malo, porque el precio que hay que pagar es altísimo». Pero por otra parte, también nos dice: «Si hacen algo malo, arrepiéntanse cuanto antes y por completo, y yo les quitaré el pecado».

Pensé en aquel obispo, el fruto de un amorío. No se puede usar en su contra el hecho de que nació fuera de los lazos del matrimonio; hay que seguir al Espíritu. En la Iglesia y en nuestra vida tiene que haber disciplina. La excomunión tiene su lugar. Las dos hermanas me dijeron lo mismo: «La excomunión fue una de las bendiciones más grandes de mi vida». Sé que no pensaban eso años atrás pero, al mirar en retrospectiva, se dieron cuenta de cuán necesario era y la gran bendición que resultó ser para ellas y para su familia.

Al volver a casa aquella noche, me parecía no tocar el suelo de tanta alegría. Noté las mismas nubes, la misma brisa, la misma noche templada de hacía más de treinta años, y mientras flotaba hacia casa, me pareció volver a oír aquellas palabras: «La letra mata, pero el espíritu vivifica». Entonces comprendí qué significa «vivificar». El Espíritu no solo vivificó al distrito treinta y cinco años atrás, sino que además siguió influyendo en aquellas mujeres a través del tiempo de tal modo que años después ellas y sus respectivas familias gozaban de los frutos más dulces del Evangelio. Ambas habían sido también «vivificadas».

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