Los recorridos por el circuito
Una vez que todo comenzó a encaminarse en la dirección correcta con los miembros de Pangai y que la escuela estuvo en marcha, volví mi atención al proselitismo.
Viajábamos de una isla a otra en velero y cuando nos encontrábamos en tierra firme, caminábamos o andábamos a caballo. Había muy pocas lanchas a motor y ningún avión; no teníamos auto ni bicicleta, ni teléfonos ni electricidad, ni agua corriente ni instalaciones de agua dentro de las casas; no nos servía el dinero ni teníamos agendas; sin embargo, teníamos en efecto un gran deseo de predicar, testificar y bautizar.
Si bien nuestros métodos para viajar, predicar y hacer proselitismo eran un poco diferentes de los de hoy en día, el procedimiento era prácticamente el mismo que se ha utilizado a lo largo de las épocas: llevábamos nuestro testimonio a la gente y tratábamos de predicarles y testificarles acerca de lo que sabíamos que era verdad. Las dificultades con las que nos encontrábamos eran básicamente las mismas que enfrentaban todos los misioneros: primero, el viajar desde el lugar donde estábamos hasta donde estuvieran las personas; segundo, exhortarlas a escucharnos; tercero, ayudarles a estudiar y orar sobre lo que les habíamos enseñado; cuarto, ayudarles a darse cuenta de la importancia del bautismo y luego bautizarlas; y quinto, ayudarles a permanecer activas en la Iglesia. Aunque no era sencillo, ¡los resultados del esfuerzo eran maravillosos y valían la pena!
Pasábamos muchísimo tiempo en el velero. Calculo que debo de haber pasado por lo menos seis meses sobre la superficie del océano, yendo de una isla a otra. En la mayor parte de las travesías estaba descompuesto, sobre todo durante los primeros tiempos. A menudo me preguntaba: «Ya que el Señor sabía todo lo que pasaría viajando en embarcaciones pequeñas sobre aguas agitadas, ¿por qué no me bendijo con un estómago más fuerte?».
Me llevó un tiempo ver Su sabiduría en estas cosas. Finalmente, me di cuenta de que si las únicas dificultades físicas que hubiera tenido que superar hubieran sido las inclemencias del tiempo y los peligros que presentaban los arrecifes, las velas rotas y los botes agujereados, entonces el ir hacia donde estaba la gente no hubiera sido tan abrumadoramente difícil; sin embargo, cuando a esto se le sumaba la incomodidad personal de estar descompuesto en cada viaje, tuve que desarrollar un deseo suficientemente fuerte de compartir el Evangelio a fin de vencer dicha incomodidad.
Qué agradecido estoy porque Dios me dio el deseo que necesitaba, ya que sé que no habría podido lograrlo por mi cuenta. Quizá aquí haya un principio que se relaciona con las madres, quienes no solo tienen que enfrentar las incomodidades y los peligros de un parto, sino que además soportan largos períodos de malestar personal a fin de hacer posible que un nuevo espíritu obtenga un cuerpo. Sé que ellas serán doblemente bendecidas.
Durante los primeros viajes por Ha‘apai, siempre estaba terriblemente descompuesto, pero a medida que fue pasando el tiempo, cada vez me sentía un poco mejor o al menos comenzaba a estar más acostumbrado. Cuando los viajes eran muy impetuosos, me descomponía mucho; no obstante, de vez en cuando había algún viaje en el cual no me descomponía en ningún momento. ¡Qué gran bendición! El hecho de que en la mayoría de los viajes me sintiera mal hacía que mi gozo y mi gratitud fueran más significativos cada vez que uno era relativamente tranquilo y sin malestar. Cada tanto, mi felicidad se convertía casi en éxtasis al darme cuenta de que me encontraba en medio de una fuerte tormenta, en una embarcación que giraba, se sacudía y rebotaba por toda la creación, ¡y no estaba descompuesto! Quizá el gozo que me producía sentirme bien me impidiera preocuparme por otros peligros. No estoy seguro de que realmente fuera así, pero sí sé que estaba muy agradecido cuando no me sentía mal.
Al recordar esas experiencias, me doy cuenta de que debía haber estado terriblemente asustado al tener que navegar en aquel mar impre- decible, en un velero diminuto en estado deplorable, con hoyos en el casco, velas viejas que a menudo se rasgaban y sogas que estaban casi completamente estropeadas; pero las preocupaciones por la seguridad y el peligro jamás me cruzaron por la mente, porque esa era la obra de Dios y sabía que Él me protegería. Sabía que parte de mi deber consistía en ir a aquellas islas ya que era donde estaban las personas de las cuales era responsable, y el velero era el único medio que teníamos para llegar hasta allí. Al haber crecido en una comunidad agrícola, en una época en que el telón de fondo era la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, había aprendido que uno debía hacer cualquier cosa que fuera necesaria para cumplir con sus responsabilidades.
En la actualidad, uno de los problemas que trae el preocuparse por la seguridad es que a veces nos hace vacilar en hacer aquello que de lo contrario haríamos. Por supuesto, es bueno contar con mejor información, como el estado y el pronóstico del tiempo, las inspecciones de seguridad y las auditorías; pero a veces me pregunto si no nos llenamos de tantos datos, estadísticas y advertencias de posibles peligros que terminamos haciendo menos de lo que deberíamos. Supongo que todos podríamos encontrar razones valederas para hacer muy poco debido a los problemas que pueda implicar nuestra acción, desde no ir a algún lugar porque quizá haya una tormenta hasta no tomar una decisión de negocios porque existe la probabilidad de una pérdida o una demanda, e incluso el no casarse o no tener hijos por la posibilidad de inconvenientes físicos, mentales, sociales o económicos que esas decisiones puedan acarrear.
Según mi modo de pensar, todo en la vida implica un riesgo, y allí es donde entra la fe: hacemos lo correcto venga lo que venga. Dios nos ayudará, ¡de eso estoy seguro! Tendremos problemas relacionados con la salud o por causa de accidentes, dificultades económicas o familiares; de una manera u otra, tendremos las contrariedades que Dios sabe que necesitamos para progresar de la manera que Él desea. Se me ocurre que, de tanto protegernos, ¡quizá nos quedemos fuera del reino celestial!
Sé que no debemos ser imprudentes ni insensatos: ya hay suficientes maldad y peligros a nuestro alrededor sin que los busquemos. En la misión trataba de no hacer tonterías pero sabía que teníamos que movernos y llevar a cabo muchas cosas, gran parte de las cuales implicaban enfrentarnos con posibles peligros. Comprendía que la vida es riesgosa y que el esforzarse por hacer lo bueno le agrega más riesgos aún; pero también sabía que Dios entendía todo eso y, aun así, deseaba que avanzáramos. Recordé algo sobre un plan y también sobre otro que era contrario y con el que, supuestamente, se evitaban todos los riesgos pero con el terrible precio de no poder progresar. Sabía cuál era el plan que había escogido Dios. Aun en aguas turbulentas, progresamos más si nos esforzamos que si nos quedamos esperando a que pasen los peligros y las incomodidades.
Supongo que el Salvador era consciente del peligro que le esperaba cuando entró en Jerusalén por última vez; pero de todos modos fue. Quizá no haya sabido la magnitud de lo que tenía por delante ni tampoco exactamente cómo lo iba a enfrentar (lean Su oración en Mateo 26:39, en la que dijo «si es posible, pase de mí esta copa» [cursiva agregada]), pero Su fe en Su Padre y Su amor por todo el género humano fue lo que lo motivó cuando, por voluntad propia, dijo que había acabado Sus «preparativos para con los hijos de los hombres» (D. y C. 19:19).
Yo no veía aquellos viajes nuestros como actos de fe, sino más bien como el cumplimiento de un deber; estoy seguro de que no comprendía los peligros que ellos implicaban, y era mejor así. Muchas veces, en esos recorridos la situación era muy peligrosa y, en algunas ocasiones, la vida y la muerte en el mar pendían de un hilo muy débil; pero, simplemente, eso era parte de la vida allá. ¡Qué gran bendición la de saber que Dios no nos abandonaba! Siempre era reconfortante recordar los momentos en que Él había calmado las aguas turbulentas.
Al visitar las islas, nos enteramos de que teníamos misioneros en aproximadamente la mitad de ellas. La mayoría eran matrimonios, por lo general jóvenes y con hijos pequeños; también teníamos algunos eideres y hermanas jóvenes locales que servían como misioneros. Durante aquella época, cuando el presidente de la misión se encontraba con alguien y sentía que esa persona debía cumplir una misión, sencillamente la llamaba y le daba una asignación; y siempre me consultaba antes de trasladar a alguien a mi distrito o llevarlo del mío a otro. Prácticamente todas las personas con las que yo trabajaba eran miembros locales y ¡qué buen trabajo hacían!
El presidente también me autorizó a llamar misioneros. Cuando lla-mábamos a un matrimonio, los asignábamos a una isla en particular para que el esposo fuera el presidente de la rama o uno de los consejeros en la presidencia, y se les pedía que durante unos años vivieran y criaran a su familia allí. En la mayoría de las islas, teníamos un ngouefakafaifekau (una porción de tierra que se le daba a la Iglesia o a los misioneros) a fin de que la usaran para cultivar alimentos. Generalmente, ese terreno no era propiedad de la Iglesia, pero todos daban por entendido que pertenecía a la familia misionera mientras se encontrara prestando servicio en ese lugar.
En caso de que no hubiera una casa especial para los misioneros, la rama se unía para construirles una. Normalmente, la casa y la capilla estaban en el mismo terreno, y a veces, la vivienda también se utilizaba como capilla. Se esperaba que la familia misionera cultivara y cuidara la huerta para su familia; cuando los trasladaban y llegaba una nueva, ya tenían la huerta lista, algo similar a lo que hacían los pioneros que viajaban hacia el oeste, cultivando a su paso la tierra para las personas que llegaran después de ellos. El propósito de ese sistema era dar lugar a un ciclo continuo, en el cual cada familia que viviera en la misma casa cultivara y cosechara en la misma huerta; en la mayoría de los casos, funcionaba.
Cuando decidíamos abrir una isla para la prédica del Evangelio, los misioneros empezaban desde cero; a veces les resultaba difícil establecerse y por eso tratábamos de enviar a las islas nuevas solamente a las familias más fuertes.
En aquella época, las misiones no contaban con dinero para cubrir los gastos de los misioneros, así que las familias misioneras confeccionaban o conseguían su propia ropa, cultivaban sus alimentos y vivían en la casa que había construido la rama. Había un poco de dinero para cubrir los gastos de las estampillas y cosas por el estilo, pero los miembros 1 ocales ayudaban o bien los misioneros trabajaban a fin de obtener lo necesario. Los matrimonios misioneros pasaban por muchas dificultades, pero progresaban espiritualmente; gracias a eso, llegaron a estar entre los miembros más fuertes que he conocido. Con el tiempo, llegamos a tener cuarenta misioneros, entre los cuales contábamos a los maestros de escuela que se encontraban en el Distrito Ha’apai. La mayoría de ellos eran matrimonios con su familia.
Yo daba clases tan a menudo como me era posible pero, por ser responsable de los miembros, de los misioneros y de la escuela, el tiempo que dedicaba a la enseñanza llegó a ser un verdadero problema.
Según los registros del gobierno, era el director de la escuela, así que tenía que pasar allí algo de tiempo; sin embargo, casi siempre delegaba esa responsabilidad en los maestros recién llamados que hubiera enviado el presidente de la misión y, de todos modos, el trabajo que ellos hacían era mucho mejor que el que yo podía hacer. Seguí dando algunas clases de inglés, música, geografía e historia de vez en cuando, pero les asignaba a ellos casi todas las demás; de esa manera, yo podía visitar a los misioneros y las ramas de las otras islas prácticamente todas las semanas durante los viajes para predicar. Por lo general, nos ausentábamos cuatro o cinco días, pero a veces no regresábamos durante varias semanas; los funcionarios del gobierno entendían cuando no podía volver a la escuela por las inclemencias del tiempo o por inconvenientes con el velero.
Tratábamos de tener una agenda fija para visitar las diversas ramas y a todos los misioneros. Llegué a entender bien el ministerio de tiempos anteriores en el cual había jinetes (o predicadores) de circuito. Hasta cierto punto suena interesante, pero implicaba mucho trabajo.
























