El Otro lado del Cielo

Con el viento en el rostro


En una típica semana, partíamos en cualquier momento en que pudiera escaparme de la escuela para visitar dos o tres islas alejadas; entonces pedía a uno de mis consejeros o a otro miembro con experiencia que dirigiera la embarcación y conseguíamos algunos miembros que nos acompañaran y nos ayudaran. En la mayoría de las ocasiones, éramos entre tres y cinco personas en el velero, el cual tenía un mástil en el centro, y se necesitaban al menos tres hombres para timonearlo bien: uno al timón, otro que manejara la vela mayor y otro que se encargara del foque.

Aunque llegué a tener bastante experiencia en cada una de esas labores, siempre prefería que fueran tres tonganos los que manejaran el velero; no era por haragán, sino que me sentía mejor con la manera en que ellos lo hacían, ya que tenían mucho más experiencia. Creo que una sola vez me caí al agua, porque no fui suficientemente veloz para salir del paso de la botavara al balancearse ésta de un lado a otro durante una fakahua (maniobra de virada).

Me gustaba manejar el foque porque era más pequeño. Aun así, también tenía sus riesgos, puesto que al moverlo a mano para cambiar el curso del velero, había que vencer la gran fuerza del viento que soplaba en sentido contrario; si uno no tenía cuidado o no había asegurado bien la soga, podía tirarlo por la borda. Todos aprendieron a trabajar arduamente y en equipo; después de todo, su vida dependía de ello. Cuando los vientos eran buenos, el timonel podía manejar el timón y las sogas de la vela mayor al mismo tiempo.

Dudo que haya un sentimiento más emocionante que el que se experimenta al navegar con un buen viento en popa, con la vela mayor extendida (a veces cerca de 90 grados), y sentir el poder de Dios mientras Su viento llena el velamen y lo propulsa a uno para atravesar Su océano. En ocasiones, casi podía verlo sonreír a través de la bóveda celeste; era grandioso sentir Su poder y protección cuando el pequeño barco navegaba a toda vela hacia su destino por el mar azul oscuro.

Cada tanto, cuando el viento era bueno y podía mantener el equilibro, aunque tambaleándome, trepaba por el mástil (de tres y medio a cuatro metros y medio de altura), enganchaba una pierna alrededor de los aros y las sogas, me ponía en una posición relativamente cómoda sobre el pequeño bloque de madera que evitaba que la parte superior de la vela siguiera deslizándose hacia arriba, y me dedicaba a pensar, escuchar y meditar. El mástil se mecía de atrás hacia adelante, casi hasta el punto de adormecerme. El viento silbaba a mi alrededor y me agitaba la ropa; a veces el azul oscuro del océano y el blanco resplandeciente de la espuma se confundían con el azul del cielo y la blancura de las nubes, y me era difícil darme cuenta de dónde estaba en realidad. Era como estar suspendido en el espacio.

El hallarme en la obra de Dios y sentir Su poder y aprobación en el viento, en el mar y en el cielo, me ponía en un estado de ánimo tal que me hacía entender mejor lo que sentían los pastores de la antigüedad al cuidar de su rebaño durante la noche, estudiar las estrellas y conversar íntimamente con Dios. Cuando observaba la proa introducirse en el agua, sentía el poder del viento que nos impulsaba hacia adelante y percibía el movimiento ondulante del mástil, me sentía muy cerca de Dios. Dudo que alguien pueda negarlo o negar Su poder en esas circunstancias.

Me di cuenta de por qué el tema de los primeros himnos de nuestra Iglesia eran los viajes en el mar. Me dan pena las personas que no com-prenden bien de qué hablan los himnos cuando cantan: «Paz, cálmense», «Guíame, oh Salvador», «¡Oh Jesús, mi gran amor!», «Brillan rayos de clemencia», y otros hermosos himnos llenos de significado; hay muchas emociones que tienen que ver con el océano y los viajes marítimos.

He oído hablar acerca de lo que sienten los astronautas cuando ven la tierra como una pequeñísima esfera y perciben la majestad y el poder de Dios. Si avanzamos lo suficiente en el terreno de la tecnología y logramos que bastantes personas viajen al espacio, quizá en algún momento lleguemos a experimentar algunos de los sentimientos importantes de fe que tenían las personas de la antigüedad cuando estudiaban las estrellas y dependían de la ayuda de Dios al encontrarse en Su poderoso océano. Me sentía identificado con el siguiente pasaje de las Escrituras: «Cantad a Jehová un nuevo cántico, su alabanza desde el extremo de la tierra, los que descendéis al mar, y cuanto hay en él, las islas y sus moradores… Den gloria a Jehová, y anuncien sus loores en las islas» (Isaías 42:10, 12).

A veces nos ausentábamos diez días o dos semanas. Tratábamos de regresar los sábados y nunca viajábamos los domingos. Recuerdo varias lecciones que me enseñaron aquellas fieles personas. Siempre orábamos pidiendo protección y éxito, y que nos encontráramos con un mar tranquilo y buen viento que nos llevaran a destino. En una ocasión pedí al Señor que nos bendijera con un buen viento en popa a fin de que pudiéramos llegar a Foa rápidamente. Cuando nos pusimos en marcha, uno de los hombres mayores me dijo:

—Eider Groberg, debe modificar un poco sus oraciones.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Le pidió al Señor viento en popa para llegar rápido a Foa. Si ora para que tengamos un viento en popa que nos empuje hacia Foa, ¿qué les sucederá a los que estén tratando de ir desde Foa hasta Pangai? Son buenas personas y usted está orando en contra de ellos. Limítese a orar por un buen viento, no un viento en popa.

Eso me enseñó algo importante. A veces oramos pidiendo cosas que nos beneficiarán a nosotros, pero que podrían herir a otros; tal vez pidamos un tipo especial de clima o que se le preserve la vida a alguien, pero quizá una respuesta afirmativa a nuestra oración lastime a otra persona. Esa es la razón por la cual debemos orar con fe, porque no podemos tener fe verdadera, de la que da Dios, en algo que no esté de acuerdo con Su voluntad. Si está de acuerdo con Su voluntad, todas las partes se beneficiarán. Aprendí a pedir un buen viento y que llegáramos a destino a salvo, y no necesariamente el viento en popa.

Durante un viaje a Uiha, aprendí otra lección acerca de la paciencia. Elabíamos partido de Pangai cerca del mediodía, con vientos favorables y llegamos a Uiha en unas pocas horas. Pasamos la tarde y la noche trabajando con los misioneros y teníamos algunos compromisos de proselitismo esa misma noche, así que nos quedamos a dormir allí.

Temprano, a la mañana siguiente, estaba ansioso por volver a Pangai, ya que tenía algunas reuniones importantes en la escuela. Nos fuimos de Uiha apenas empezó a amanecer y estaba seguro de que llegaríamos a Pangai temprano por la tarde. Como me había quedado levantado hasta tarde, estaba cansado, así que después de ayudar a ponernos en marcha, me acosté en el bote y me dormí.

Dormí profundamente. Unas horas después, cuando me desperté, divisé una isla no muy alejada; supuse que era la nuestra y tuve la sensación de que habíamos hecho el viaje rápidamente, pues el sol todavía estaba alto en el cielo. Comenté a los demás cuánto me alegraba que estuviéramos cerca de Pangai. El capitán me miró y dijo: «Esa no es Lifuka [la isla en que se encuentra Pangai], sino Uiha [la misma de la habíamos partido]».

Me sorprendí muchísimo e incluso me molesté, por lo que dije: «Pero ¿por qué? Liemos estado navegando varias horas. ¿Qué estuvieron haciendo? ¡Tendríamos que estar mucho más cerca de Pangai!»

El capitán me respondió simplemente que así era. Entonces demostré mi origen palangi diciendo que teníamos que hacer algo para apurarnos porque yo debía llegar pronto a Pangai para ir a una importante reunión.

Cuando terminé, el capitán me miró y, con paciencia, me dijo: «Los vientos no nos han ayudado. ¿A quién culpará de eso? ¿Maldecirá a Dios? ¿O le dirá que El no sabe lo que hace? Él controla los vientos y las corrientes, y estamos en Sus manos. Será mejor que se calme y aprenda a vivir dentro de los límites que Él ha establecido y no intente obligarlo a cumplir con la agenda que usted tenga».

En vez de enojarme, su razonamiento pacífico y correcto tuvo un efecto profundo en mí; pasé el resto del día pensando en las implicaciones de las verdades que aquel hombre había mencionado.

Un tiempo después escribí a mi familia: «Es viernes por la noche aquí y hay una gran luna llena de verano; sopla una suave brisa del Pacífico Sur. Fui caminando hasta la orilla, a una media cuadra de distancia, y no pude evitar sentirme conmovido por la belleza de todo lo que me rodeaba. Con esa brisa y esa hermosa luna, varios barcos deslizándose para entrar en el puerto y las bellas palmeras de coco, el panorama es verdaderamente maravilloso. Realmente me gusta Ha’apai y he aprendido a disfrutar de los viajes por mar. ¡La brisa es tan refrescante y el aire de mar tan limpio! En el océano se encuentra todo tipo de circunstancias: a veces el agua está bastante tranquila y hay buen viento, y me causa una profunda emoción quedarme de pie en la proa de la embarcación, levantar las velas, observar cómo el viento llena las lonas blancas y ver que la quilla comienza a cortar el agua. Es el hombre mo-viéndose con el poder de la naturaleza. Me impresiona cuando nuestras grandes velas se hinchan con esa fuerza y literalmente nos deslizamos por el océano. Nunca me había dado cuenta de la aventura que ofrece el mar. La razón por la cual tantas historias, películas y canciones se refieren a él es lo romántico, misterioso, impredecible, suave, hermoso, violento, furioso que es; muchas veces es como un monstruo que cobra vida mediante algún poder que el hombre no puede comprender. Y el viento, un factor que se ha cuestionado durante mucho tiempo, sus corrientes, sus repentinos cambios de dirección, su fuerza, su debilidad, su imprevisibilidad. A veces, un buen viento y un buen mar nos llevan rápidamente a destino; por otra parte, con un viento en contra y un mar agitado, el viaje podría llevarnos horas e incluso días. Hoy fuimos a un pueblito; al principio, nos acompañó un viento bastante bueno, pero cuando ya nos encontrábamos en medio del océano de repente se detuvo y la vela se abatió y quedó inmóvil anunciándonos que la brisa había cesado. La naturaleza tiene la última palabra. No había máquina que desafiara su supremacía.

«Tranquilos, nos sentamos y el agua azul oscuro del cálido Pacífico nos mecía lentamente; cantamos canciones, contamos historias y entendí más profundamente a qué se deben las costumbres tonganas. Si nosotros viviéramos en circunstancias similares, seríamos iguales. De vez en cuando, alguna brisa que andaba vagando por allí levantaba un poco las velas, nos hacía alzar la vista y luego, burlonamente, se alejaba y se perdía en algún lugar del gran océano. El día pasaba y el sol descendía en el cielo nocturno. De repente, se oyó un sonido casi imperceptible y veloz, y todos los ojos se dirigieron a las velas: un viento, al principio suave, acariciándolas levemente, luego alisando los pliegues y por fin empujando el velero. Todos a cubierta: ¡Fakahua (viren el velamen)! El agua tranquila empezó a producir espuma en la punta filosa de la embarcación.

«Otros días el viento es como un león y azota al velero empujándolo con tal fuerza que llegamos muy pronto a destino. Nos llenamos de orgullo porque pensamos que tenemos los elementos bajo control; sin embargo, cuando el viento decide detenerse, uno no tarda en darse cuenta de que no es nuestro poder lo que lo domina.

«Realmente me encanta este lugar. Me he preguntado cuánto cambiaría nuestra cultura si no tuviéramos máquinas y dependiéramos de la naturaleza para ir a la oficina; a veces lo haríamos en cuarenta y cinco minutos, otras veces nos tardaríamos horas y otras incluso días; nunca podríamos predecirlo. Eso influiría muchísimo en nuestra manera de pensar y de actuar; quizá aprendiéramos a cantar más canciones, a charlar más y a ser más amigables. Siempre hay algo para aprender de todas las personas y de todas las situaciones».

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