La prédica en el circuito
Recorríamos el circuito para predicar. Muchas de las islas estaban separadas por distancias que requerían seis u ocho horas de viaje, lo cual variaba según como estuviera el tiempo, así que si salíamos temprano por la mañana, podíamos llegar a media tarde a la siguiente isla. Cuando llegábamos, anclábamos el velero, desembarcábamos y repartíamos folletos: la serie Rayos de luz viviente y El testimonio de José Smith, los únicos que se habían traducido al tongano. La mayoría de las islas tenían entre cincuenta y cien familias, y unas cuantas estaban habitadas por varios cientos de familias. Entregábamos un folleto en cada casa, les pedíamos que lo leyeran y los invitábamos a una reunión que tendríamos esa noche; por lo general, la mayor parte de la población iba a nuestra po malanga. En un principio, como iba tanta gente, yo pensaba que estaban interesados en la Iglesia; pero, con el tiempo, me di cuenta de que la mayoría iban porque no tenían nada que hacer y escuchar a un palangi hablando su idioma era algo diferente. En algunas de las islas hacía mucho tiempo que la gente no veía un palangi; muchos de los niños jamás habían visto a uno, aunque la mayoría de los padres sí.
Casi siempre nos reuníamos al aire libre, bajo los árboles, o en la plaza del pueblo. Cuando llovía, hacíamos la reunión en una escuela o en el edificio de otra iglesia, si el maestro o el ministro lo permitían. Una vez reunidos, cantábamos una canción, ofrecíamos una oración y yo comenzaba a hablar. Las personas que asistían prestaban atención y eran bastante respetuosas.
Como no estaba seguro de cuándo regresaría a una isla en particular, consideraba que tenía la responsabilidad de decirles a los que habían acudido a la reunión lo que sentía en cuanto al Evangelio. Normalmente, dábamos entre siete y ocho charlas en otros tantos días; sin embargo, en esas ocasiones me empeñaba en tratar los puntos principales de todas ellas en una sola noche puesto que a la mañana siguiente íbamos a partir hacia otra isla.
A menudo hablaba durante dos o tres horas seguidas y no era extraño que se me cansara la voz y me quedara ronco de hablar tan fuerte durante tanto tiempo; a veces me dolía tanto la garganta que me corrían las lágrimas. De vez en cuando, el público también derramaba lágrimas: por lo general, las mías eran resultado de mi garganta dolorida; tengo la esperanza de que las de ellos fueran resultado de los testimonios que se habían expresado y de las verdades que habían llegado a su corazón.
En algunas oportunidades en que me dolía demasiado la garganta, les pedía a quienes me hubieran acompañado que dijeran algo mientras yo bebía agua de coco. Una de las razones por las cuales no podía dejar la reunión completamente en sus manos y ni siquiera recurrir mucho a ellos, era que el público había ido para oír hablar a un palangi (no sé por qué. pero eso es lo que preferían). Otra razón era que, a pesar de que mis compañeros sabían mucho de las Escrituras y eran grandes predicadores, su método de enseñanza consistía en echar abajo a las personas y sus creencias. No obstante las veces que les explicara que no debían ofender a la gente sino más bien exponer la verdad con sencillez, claridad y amor, no podían hacerlo; parecía que algo los impelía a desacreditarlos y a llamarlos al arrepentimiento enérgicamente diciéndoles que eran mentirosos, tramposos y ladrones, que pertenecían a la iglesia del diablo y que todos se irían al infierno si no se bautizaban. Naturalmente, eso hacía que los oyentes perdieran el interés y que no progresáramos mucho; aquella era la razón principal por la cual recurría a ellos para aclarar algún punto específico o para que dieran su testimonio, y luego volvía a hacerme cargo de la reunión.
Recuerdo una noche en particular en la que sentía que estábamos progresando; por las miradas del público, uno se daba cuenta de que algunas personas estaban bastante interesadas. Estaba a punto de terminar con mi testimonio, pero tenía la garganta tan mal que no podía continuar y sentí que debía dar fin a ese concepto en particular y testificar de su veracidad. Oré con todo mi corazón pidiendo al Señor que me ayudara. Recuerdo haber sentido algo parecido a una voz que me decía: «Está bien; si tienes el deseo de dar tu testimonio, te daré la fuerza que necesitas»; y pude terminar. Tuvimos muchas experiencias espirituales en esas reuniones, entre las cuales se cuentan la postergación de lluvia, el hecho de que algunas personas que habrían interrumpido se quedaran calladas, el poder expresar mi testimonio usando las palabras apropiadas y el presenciar cómo recibían un testimonio algunas buenas personas.
Cuando llegábamos al final de estas reuniones, anunciaba que canta-ríamos un último himno y que ofreceríamos la última oración, después de lo cual podían hacer preguntas o regresar a su hogar; además, les pedía que estudiaran más los folletos, que oraran acerca de lo que habían escuchado aquella noche y que, si sentían que era lo correcto y recibían la confirmación del Espíritu (y les testificaba que la recibirían), estaríamos junto a nuestro velero la mañana siguiente antes de partir para otra isla, a fin de bautizar a cualquiera que realmente creyera. En muy raras ocasiones aparecía alguien, pero de vez en cuando llegaba alguna persona que nos decía: «Quiero que me bauticen».
Después de bautizarlos, nos preguntaban: «¿Y ahora qué hacemos?» A los que vivían en una isla donde había una rama los enviábamos a hablar con el presidente; donde no había rama, les dejábamos un Libro de Mormón y unos folletos y les decíamos: «Estudíenlos; volveremos dentro de uno o dos meses y les diremos qué más deben hacer». Por lo general, eran fieles y no teníamos que preocuparnos de que fueran a apartarse del camino.
En aquella época se perseguía mucho a la Iglesia y las palabras «menos activo» y «futuro élder» ni siquiera existían; había unas cuantas personas que no eran activas, pero no muchas. La presión social para que no se unieran a la Iglesia era tan fuerte que, una vez que se comprometían y se convertían, por lo general eran buenos miembros y se mantenían fieles.
Un mes o un mes y medio después volvíamos y, si había otros familiares o amigos que estuvieran interesados, lo que muchas veces sucedía, les enseñábamos y los bautizábamos. Una vez que había unas cuantas familias de miembros, llamábamos a un matrimonio a la misión para que fuera a esa isla y el hombre prestara servicio como presidente de la rama y ayudara a las familias nuevas. Si la primera familia de conversos se mantenía fiel, y en la mayoría de los casos era así, a menudo llamábamos a la pareja como misioneros para que él fuera presidente de rama en alguna otra isla; de este modo, aprendían rápido la doctrina y la manera de dirigir la Iglesia. La mayoría de ellos llegaron a ser miembros fuertes de la Iglesia. Así, poco a poco, fueron creándose ramas.
Cuando las ramas tenían bastantes miembros, pedíamos a los de las islas cercanas que fueran y los ayudaran a construir una capilla. Si bautizábamos a alguien que viviera en una isla muy pequeña o alejada del resto, pedíamos a los miembros de otros lugares que tuvieran asuntos que atender allí que visitaran a esa persona, vieran cómo estaba, la fortalecieran y le ayudaran; supongo que algo parecido a lo que hacen los maestros orientadores.
Mientras recorríamos aquellos circuitos predicando, casi siempre dormíamos en el piso de alguna casa, o en la tierra bajo un árbol. Por lo general, alguien nos prestaba una almohada de madera y una tela de tapa que era muy abrigada para usar como cobija. Me acostumbré a dormir en el suelo y a usar almohadas de madera y la tela de tapa como reemplazo de la ropa de cama.
Nunca llevábamos eso ni alimentos con nosotros, sino que dependíamos de la bondad de las personas; yo les decía que lo único que llevábamos era el Espíritu del Señor y nuestro testimonio. Ellos casi siempre nos trataban bien. Los únicos objetos materiales que llevábamos eran las Escrituras, una muda de ropa y algunos folletos; generalmente, alguien se ofrecía a lavarnos la ropa y siempre encontrábamos personas que estuvieran dispuestas a dejarnos usar una tina para darnos un baño o a ayudarnos de otras maneras. La mayor parte de las veces nos daban comida y algo para beber.
A la mañana siguiente, después de bautizar a quien nos estuviera esperando, navegábamos hasta la próxima isla, llegábamos cerca de media tarde y comenzábamos el ciclo de nuevo. Repetíamos ese procedimiento día tras día, semana tras semana y mes tras mes. Algunos de los Santos de los Últimos Días más fuertes de Tonga se unieron a la Iglesia en esa época en que recorríamos los circuitos para predicar.
























