El viaje hacia el sur
El SS Ventura era un buque de carga que llevaba madera; estaba previsto que hiciera una parada en Samoa estadounidense, donde me tenía que bajar y tomar otro barco hasta Tonga. Salimos de California al caer la noche y me parecía muy emocionante estar, por fin, en alta mar. A veces, el océano estaba un poco agitado, pero, en general, tuvimos un viaje tranquilo. Me gustaba charlar con los otros élderes. Uno de los cocineros intentó convertirme a su religión de meditación, pero yo no podía entenderlo muy bien y él no estaba interesado en la Iglesia, así que, después de eso, nos limitamos a comer y no hablé más con él.
Una mañana, tras doce días sin tener tierra a la vista, aparecieron las montañas de Pago Pago, Samoa estadounidense. ¡Qué emoción sentí por estar en las islas de Polinesia!
Temprano por la mañana entramos al puerto de Pago Pago. Estaba ansioso por saber cómo iba a llegar hasta Tonga y confiaba en que alguien estaría en el muelle para recibirme; miré por todos lados pero al poco rato me di cuenta de que no iba a ir nadie y quedé desilusionado.
La tripulación comenzó a descargar el cargamento. Sacaron mi baúl, lo pusieron en el muelle y me dijeron que allí era lo más lejos que me llevaría mi boleto; traté de explicarles que yo iba a Tonga, pero ellos dijeron que tenían que llevarme sólo hasta Samoa estadounidense, «y, además, nosotros no vamos a Tonga».
Bajé del barco y les pregunté a las personas que estaban en el muelle si sabían de algún barco que fuera a Tonga y si había misioneros mormones por la zona; alguien me dijo que había habido un barco para Tonga, pero que había salido seis semanas atrás. Cuando mencioné a los mormones, varias personas señalaron hacia el otro extremo de la bahía. Seguí esperando a que llegara alguien, pero nadie apareció. Llegó el mediodía y el capitán dijo que el bote se iba. Me había encariñado bastante con los otros seis élderes compañeros de viaje y ellos protestaron diciendo que no debían dejarme solo; sin embargo, el capitán dijo que eso no era problema suyo. Como mi pasaporte era de Estados Unidos, no tenía dificultad para quedarme en Samoa estadounidense, pero me preocupaba no saber a dónde iría ni qué iba a hacer.
La tripulación levantó la plancha, ordenó que desamarraran los cabos y el barco comenzó a alejarse del puerto en dirección a Nueva Zelanda y Australia. Me sentí muy solo. Al hacer adiós con la mano a los élderes, me brotaron algunas lágrimas. El bote comenzó a alejarse cada vez más, hasta que desapareció de mi vista y me quedé solo con mi baúl en el puerto.
Un jovencito samoano que trabajaba en el muelle y hablaba inglés me dijo: «Hay unos mormones que viven al final de la bahía. Si quiere ir a buscarlos, yo le vigilo el baúl». Como estaba seguro de que no me quedaba otra opción, comencé a caminar según las indicaciones que él me había dado; hacía calor y el final de la bahía quedaba muy, muy lejos. Probablemente me haya llevado sólo treinta minutos llegar allí, pero, con el calor, me parecieron horas.
El muchacho me había descrito la casa y me había dicho que estaba al lado de una iglesia. Cuando por fin la encontré, tuve la impresión de que estaba en el lugar correcto. Empecé a golpear la puerta, y oí gritos y discusiones; pensé que quizá me habría equivocado de casa. Escuché que alguien tiraba algo y, entonces, la puerta se abrió estrepitosamente y un hombre salió corriendo. Aparentemente no me vio, porque pasó a mi lado y siguió de largo.
Vacilé, pero decidí volver a golpear de todos modos, ya que la casa respondía a la descripción que me habían dado. Al oír los golpes, oí una voz de mujer que gritaba:
—¡Te dije que no volvieras!
—Señora, sólo estoy buscando a unos misioneros mormones —le expliqué. Se hizo silencio.
La mujer acudió a la puerta y dijo: «¿Quién es usted y qué quiere?». Le expliqué que era misionero mormón y que iba camino a Tonga, pero que nuestro barco había llegado dos meses tarde y yo suponía que había perdido la conexión.
Me miró con incredulidad. «¿Cómo se llama y de dónde es?». (En aquella época, no teníamos placas con el nombre.) Le dije que era el élder Groberg, de Idaho Falls, y que tenía que encontrar la manera de llegar a destino y buscaba un lugar donde quedarme hasta que pudiera irme para Tonga, a lo que me contestó que ella y su esposo eran mormones, pero que no tenían lugar y que no me podía quedar con ellos; y además, que nadie le había dicho que yo iba a ir.
A esa altura, ya era bastante avanzada la tarde y yo no había comido nada desde el desayuno. Le pregunté si tenía algo para comer y me respondió:
—No, no tenemos comida que nos sobre ni lugar para que se quede. ¿Por cuánto tiempo tiene pensado quedarse?
—No lo sé —dije—. Se supone que tengo que conseguir un barco que vaya a Tonga.
—Yo no sé de ningún barco que vaya a Tonga desde aquí — afirmó—. Si usted realmente es misionero y necesita un lugar donde quedarse y algo de comida, vaya hasta el otro lado de la bahía; allí están construyendo una capilla y probablemente pueda trabajar con ellos.
Quizás le den un lugar donde dormir y algo de comer. —Señaló en dirección el puerto y dio un portazo.
En ese momento, me sentí muy desanimado. Tenía sed, calor, hambre y cansancio; todos mis amigos se habían ido y estaba preocupado por mi baúl. Lo único que se me ocurrió fue seguir caminando por la bahía y ver si podía encontrar una capilla en construcción.
Por fin, avanzada la tarde, encontré a un grupo de samoanos jóvenes que estaban transportando arena y haciendo bloques de cemento, y les pregunté si eran mormones; algunos hablaban inglés y me dijeron: «Sí, así es. ¿Y tú quién eres?». Les conté mi historia, les expliqué lo relacionado con el baúl y les pregunté si me podrían dar algo de comer y de tomar.
Ellos fueron muy amables. Uno me dio una banana cocida y otro me dio un coco verde para beber. ¡Ambas cosas estaban deliciosas!
Poco después, llegó en una furgoneta de reparto un hombre que parecía ser el jefe. Los otros, hablando en samoano, le contaron del aprieto en el que me encontraba. El jefe hablaba bien inglés y me dijo: «No sabíamos nada de su llegada, pero le creo. Súbase; iremos a buscar su baúl y lo traeremos aquí; si está dispuesto a trabajar, le daremos comida y una estera para que duerma en la playa con el resto de nosotros». A mí me pareció muy bien.
Regresamos al muelle. El jovencito todavía estaba allí cuidando el baúl; ya hacía rato que había terminado su horario de trabajo, sin embargo, se quedó allí, tal como me había dicho que haría. Desde aquel momento, siempre he tenido gran simpatía hacia los samoanos. Él se alegró de que hubiera encontrado a otros mormones y me dijo que él también era miembro de la Iglesia.
Cuando regresamos al lugar de la construcción, ya estaba oscuro. Habían hecho una fogata en la playa y me dieron un poco más de su comida; también me dieron una estera y una sábana, y me mostraron dónde estaba el excusado y dónde podía bañarme y cambiarme.
Durante los días que siguieron, trabajé cargando arena en baldes, mezclándola con cemento y sacudiendo moldes para hacer bloques. El trabajo era arduo, pero tenía comida, un lugar donde dormir y sentía que estaba entre amigos. Recuerdo haber pensado: «No sabía que la obra misional podía ser así».
Pasados unos días, vino alguien de la hacienda agronómica de la Iglesia en Malaeimi, que estaba en el extremo opuesto de la isla, y me dijo que había oído que yo era misionero proselitista y que me encontraba camino a Tonga; luego agregó que el presidente de la misión de Samoa llegaría dentro de unos días y que pensaba que yo estaría bajo mejor influencia si viviera con él y no con los misioneros de construcción. Le dije que a mí no me importaba, pero, como parecía que él era el encargado, me llevó a la hacienda donde le ayudé a arriar vacas, a echar cocos en carretas y a hacer otros trabajos de agronomía por un par de días.
Poco tiempo después, llegó el presidente de la misión y tuve la oportunidad de hablar con él y explicarle mis circunstancias. Él me dijo: «No hay ningún barco que salga de aquí para Tonga. Venga conmigo a Apia, en Samoa Occidental, donde se encuentra la casa de la misión, y veré qué puedo hacer».
Viajamos en bote hasta Apia, lo cual sólo nos llevó un día. Fuimos a la casa de la misión, un edificio grande, de madera y de dos plantas, estilo colonial alemán, con muchas habitaciones, que me pareció hermosa. El presidente me asignó una habitación y me dijo que iba a averiguar si había alguna manera de que yo pudiera llegar a Tonga.
—Desde aquí, no hay ningún barco que vaya hasta Tonga —me comunicó al día siguiente—. ¿Por qué no se queda aquí?
—Es que mi llamamiento es para Tonga —dije—. Probablemente es allá donde debo ir.
—Bueno, si eso es lo que usted siente, está bien. Déjeme hacer algunas averiguaciones más. Mientras tanto, asegúrese de ser lo más útil que pueda por aquí.
Estuve allí varios días y ayudé en la cocina, lavé platos y trabajé en el jardín.
Poco después, el presidente de la misión se dio cuenta de que yo no tenía mucho que hacer, así que me dio la responsabilidad de mantener limpio su auto, negro y grande. Ninguna de las calles estaba pavimentada, así que cada vez que llevaban el auto a algún lugar volvía cubierto de polvo, y mantenerlo limpio terminó siendo casi un trabajo de tiempo completo. Recuerdo un día en particular, en que tuve que lavar el auto ¡diecisiete veces! Una vez más pensé: «De seguro, esta es una obra misional diferente de aquella en la que supuse que iba a estar».
Unos días más tarde, el presidente de la misión me dijo: «Si va a Fiji, de vez en cuando hay barcos que van de allí a Tonga; acabamos de mandar a dos misioneros el mes pasado a abrir la obra allá y ellos le pueden ayudar. Les enviaré un telegrama para que vayan a recibirlo». Al día siguiente, me puso en un barco que iba a Fiji y me dijo que llegaría en dos o tres días.
Estaba muy entusiasmado por estar en el barco que, supuestamente, me iba a acercar a Tonga. Me tocó un camarote pequeño que estaba muy por debajo de la línea de flotación; allí hacía mucho calor, por lo cual pasaba mucho tiempo en la cubierta, donde corría una brisa. Conocí a una joven isleña que hablaba bien inglés y que era muy amigable; al principio, estaba contento de tener alguien con quien hablar, y le conté lo que estaba haciendo y a dónde me dirigía; pero en seguida quedó claro que ella estaba pensando en algo muy diferente de la religión y, cuando empezó a pedirme que fuera a su camarote, me di cuenta de que la situación iba en la dirección equivocada, así que me disculpé y me quedé en mi camarote el resto de la travesía.
El día anterior a que llegáramos a Suva, Fiji, era domingo. Ya hacía mucho tiempo que estaba solo en mi caluroso camarote, pero no quería volver a la cubierta. ¡Cómo extrañé la capilla ese día! De pronto, se me ocurrió pensar: Eres misionero. Tienes el sacerdocio; puedes tener una reunión de la Iglesia. No sé si fue lo correcto, pero tomé un poco de pan y de agua, un plato, una taza y mis Escrituras, y tuve un «servicio» religioso: Me di a mí mismo una clase de la Escuela Dominical, canté un himno y ofrecí la primera oración de la reunión sacramental; luego, canté un himno sacramental, bendije la Santa Cena y participé de ella. Después di un discurso, canté un último himno y ofrecí la última oración.
¡Me sentí estupendamente! El camarote ya no parecía tan caluroso y yo estaba menos desanimado, porque sentía que Dios había enviado Su Espíritu a aquella pequeña reunión sacramental en alta mar, no muy lejos de Suva, Fiji. Aun así, estaba deseando ver a aquellos dos misioneros la mañana siguiente.
























