El Otro lado del Cielo

«Ko e Maama e»


Al viajar en velero semana tras semana, mes tras mes y de una isla a otra, aprendimos a confiar en los vientos y las corrientes de las aguas, que por lo general eran favorables, y especialmente en el amor de nuestro Padre Celestial. Fue una época gloriosa, repleta de las dificultades normales del mareo de navegar o de la calma que nos impedía avanzar, de situaciones extrañas, de comidas diferentes y costumbres inusuales. Pero, sobre todo, fue una época de estar espiritualmente cerca de nuestro Padre Celestial, cuyo amor y bondad opacaban cualquier dolor o problema temporal a tal grado que hacía que éstos se perdieran en la nada.

En una ocasión, nos avisaron que había un misionero muy enfermo en una isla bastante alejada; el tiempo estaba amenazador, pero nos sentíamos responsables de su bienestar. Después de orar, partimos para averiguar más en cuanto a su condición. La mar extremadamente agitada enlenteció nuestro progreso y no llegamos hasta muy avanzada la tarde. El misionero estaba realmente muy enfermo. Después de orar fervientemente, le dimos una bendición del sacerdocio durante la cual tuve la fuerte impresión de que debíamos llevarlo al hospital de la isla principal ¡y hacerlo inmediatamente!

El tiempo había empeorado hasta tal punto que se había convertido en un pequeño vendaval; el mar rugía, las nubes eran espesas, soplaba un viento fortísimo, ya era tarde y el sol se escondía rápidamente, lo cual era indicio de la noche larga y oscura que teníamos por delante. Sin embargo, la impresión había sido clara: «¡Váyanse de inmediato!», y ya habíamos aprendido a obedecer los dictados del Espíritu, siempre importantes.

Muchas personas de la isla expresaron preocupación; hablamos bastante sobre la oscuridad, la tormenta y el tremendo arrecife que dejaba un pasaje muy angosto hacia el puerto donde teníamos que entrar. Algunos hallaron razones para quedarse, pero poco después nos embarcamos ocho personas entre las que se incluían el misionero enfermo, un capitán con mucha experiencia y un presidente de distrito bastante preocupado. Y así comenzó aquella travesía inspirada por el Espíritu.

Apenas nos internamos en el mar abierto, nos pareció que la intensidad de la tormenta era siete veces mayor. El pequeño vendaval se convirtió en una gran tempestad. Al hundirse el sol detrás del horizonte provocando oscuridad y desánimo, sentí que mi espíritu también se hundía en la oscuridad de la duda y el temor. Las densas nubes y la lluvia torrencial incrementaban la negrura de nuestro universo, que ya era oscuro de por sí. No había estrellas; no había luna; no había solaz, solo confusión en el mar, y en cuerpo, mente y espíritu. Mientras avanzábamos con extrema dificultad a través de aquella noche temible, sentí espiritualmente gran empatia por aquel padre de un muchacho enfermo, del cual se habla en el Nuevo Testamento, que exclamó: «Creo; ayuda mi incredulidad» (Marcos 9:24). Y el Señor lo hizo, y lo hace, y lo hará. Sé eso sin ninguna duda.

Mientras dábamos vueltas y nos zarandeábamos y nos acercábamos cada vez más al arrecife, nuestros ojos buscaban la luz que indicaba el paso: la única entrada para regresar a casa. ¿Dónde estaba? Parecía que la negrura de la noche iba en aumento; la ferocidad de los elementos que rugían a nuestro alrededor parecía no tener límites; la lluvia nos azotaba la cara y nos lastimaba los ojos, que en vano buscaban la luz que prometía vida.

¡De repente, oí el aterrador sonido de las olas que rompían contra el arrecife tratando de devorarlo! Estábamos cerca, demasiado cerca. ¿Y dónde estaba la luz? A menos que fuéramos muy precisos y lográramos entrar exactamente por el paso, nos estrellaríamos en el arrecife, el monstruo de mil dientes que nos haría trizas. Parecía que todos los elementos se empeñaban salvajemente en destruirnos y, aunque forzábamos la vista tratando de vencer la negrura, no divisábamos la luz.

Algunos empezaron a gimotear, otros a lamentarse y llorar e incluso uno o dos a gritar histéricamente. En medio del pánico, mientras los demás rogaban que viráramos a la izquierda o a la derecha, mientras la violencia de los elementos trataba de obligarnos a abandonar la vida y la esperanza, miré al capitán: al penetrar sus ojos la densa oscuridad que tenía delante, vi en su rostro la calma, la expresión imperecedera de la sabiduría y la experiencia. Serenamente, sus labios resecos por el clima se separaron y, con la mirada fija en las tinieblas y haciendo un movimiento casi imperceptible con el timón, dejó salir las palabras que nos prometían vida: «Ko e Maama e» («¡Allí está la luz!»).

Yo no lograba verla pero él la vio, y yo sabía que era así. Aquellos ojos que contaban con vasta experiencia en las travesías oceánicas, no se dejaron engañar por la locura de la tormenta ni se sometieron a la influencia de los menos experimentados que rogaban que virara a un lado o al otro. Con calma, él nos guió hacia adelante. Una gran oleada nos arrojó a través del paso y nos condujo hacia aguas más tranquilas.

El bramido del arrecife había quedado atrás; el plan de destrucción se había frustrado. Estábamos en el puerto resguardado; habíamos llegado a nuestro destino. Sólo entonces pudimos ver a través de la oscuridad aquella pequeña luz exactamente en el lugar en donde el capitán había dicho que estaba. Si hubiésemos esperado a divisarla nosotros, hubiéramos terminado hechos añicos, destrozados en el arrecife de la incredulidad. Sin embargo, confiamos en aquellos ojos experimentados y vivimos.

Esa noche aprendí esta gran lección: hay quienes, gracias a los años de experiencia y capacitación y en virtud de llamamientos divinos, pueden ver más lejos, mejor y con más claridad que nosotros; si nos encontramos en circunstancias en las que corramos peligro de resultar heridos o morir —tanto espiritual como físicamente— ellos podrán salvamos, y de hecho nos salvarán, incluso antes de que nosotros mismos lleguemos a ver ese peligro claramente.

Percibo que en el mundo de hoy en día hay una réplica casi perfecta de ese viaje que tuvo lugar tantos años atrás: nos encontramos en medio de una terrible tempestad en la cual están enjuego los valores morales y que empeorará antes de que lleguemos al hogar.

Solo daré un ejemplo: Escuchamos muchas cosas acerca del supuesto problema de la superpoblación y las posibles atrocidades que podría causar; escuchamos acerca de demandas y contrademandas, hechos imaginarios y cifras alteradas; oímos exhortaciones a planificar la familia, a posponer el momento de formarla, a los abortos gratuitos y al enaltecimiento personal, el cual toma muchísimas formas.

Es cierto que tenemos entre manos a un mundo debilitado que necesita auxilio; pero si deseamos ayudar a este paciente, no debemos dar oído a los cuidadosos y calculados planes de tal o cual profesor, ni a los argumentos de ciertos grupos, ni a los clamores histéricos de ninguna facción, ni a ninguna mezcla de filosofías de los hombres, sino a la voz suave del profeta cuando dice: «Formen su familia normalmente; acepten todos los espíritus que el Señor considere apropiado enviarles; no retrasen la formación de la familia; sean siempre considerados los unos con los otros; no se mezclen en el pecado del aborto». En eso se encuentra la seguridad. Él nos guiará a través de ésta o de cualquier otra tormenta.

Al recordar el suceso, doy gracias al Señor por aquel maravilloso capitán polinesio que nos salvó la vida a mí y al misionero enfermo. Estoy eternamente agradecido por esa experiencia, gran parte de la cual no fue agradable. Agradezco la sabiduría que demostró, su vista, el hecho de que no se haya rendido ante las circunstancias tan brutales sino que se haya mantenido firme en el curso que nos conduciría a un lugar seguro.

En aquella oportunidad, sentí que él no estaba solo, que contaba con mucho más que toda su experiencia. De una manera increíble, en el momento de extrema necesidad, se valió de un poder y una fortaleza que provenían de generaciones de marinos fidedignos, a quienes solo aquellos que conozcan bien a los polinesios pueden intentar comprender. La admiración y el amor que sentí por él y por todos los descendientes fieles de nuestro padre Lehi no tienen límites.

De la misma manera, e incluso en forma mucho más profunda, doy gracias al Señor por nuestro gran líder y Profeta de la actualidad. En estos momentos de mayor necesidad, el Señor nos ha proporcionado a alguien preparado, moldeado, capacitado, instruido e investido con autoridad divina que, además de contar con toda su grandiosa experiencia personal, se vale de la fortaleza y el poder que provienen no solo de generaciones de líderes fieles, sino también de ángeles y de Dioses.

Al llegar a ese puerto tranquilo y deslizamos a través de la oscuridad que nos llevaba al fondeadero, no dejaba de darle gracias a Dios por haber sido tan bondadoso con nosotros; le agradecí aquel maravilloso capitán que vio la luz a tiempo; le agradecí nuestros profetas modernos, cuyos ojos pueden ver la luz que nos salvará a nosotros y al mundo entero; le agradecí la seguridad de que, incluso cuando todo a nuestro alrededor se esté hundiendo en la oscuridad y haya temor y desesperación, cuando la destrucción parezca estar muy cerca y la ira encarnizada de los hombres y los demonios nos tengan atrapados en problemas aparentemente sin solución, podemos escuchar las serenas palabras del profeta: «Allí está la luz. Este es el camino».

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