El Otro lado del Cielo

Entre lodo, caballos y voces conocidas


Cuando ya era tiempo de recorrer uno de nuestros circuitos para predicar en la cercana isla de Foa, estaban arreglando nuestro velero, así que cinco hombres navegamos hasta allá en otra embarcación. Unos días después, luego de terminar la labor en el circuito, no encontramos ningún barco que regresara a nuestra isla, por lo cual decidimos volver a pie. Yo había prometido que iría a una reunión en Pangai la noche siguiente, pero pensamos que podríamos regresar sin problemas para ese momento.

Las islas Foa y Lifuka están cerca una de la otra. En aquella época, con la marea baja, uno podía ir caminando de una a otra por un angosto istmo; había que tener cuidado, porque el istmo estaba lleno de rocas irregulares y filosas y de charcos profundos. En una ocasión el gobierno había intentado unir las dos islas mediante un estrecho e ininterrumpido camino de cemento, pero, como cualquier persona que conozca el océano sabe, eso no se puede hacer: cuando el mar se enfurece, la marea barre con todo lo que esté obstruyendo su paso y se deshace de ello; eso fue lo que hizo con el cemento y el resultado fue que el istmo se convirtió en un pasaje mucho más peligroso que antes. Eloy en día hay un camino elevado que une las dos islas, con arcos que dejan espacio para pasar las mareas, pero en aquella época el cruce era muy peligroso.

Normalmente, nos hubiera llevado casi un día entero caminar hasta Pangai; en esa oportunidad, había llovido mucho y nos resultaba difícil transitar ya que a menudo quedábamos enterrados hasta las rodillas en el pegajoso lodo.

Después de varias horas de una caminata sumamente trabajosa, llegamos a la aldea de Fotua, cerca del extremo de la isla más cercana a Pangai. Como estábamos muy cansados y llenos de barro, algunos de los miembros de Fotua se compadecieron de nosotros, nos dieron de comer y de beber y nos prestaron caballos para el resto del viaje. Nos alegramos mucho por eso, pero en seguida nos dimos cuenta de que hasta los caballos no podían arreglárselas bien en el lodo profundo.

Como la marea todavía estaba bastante baja, pensamos que teníamos tiempo suficiente para llevarlos hasta la orilla y llegar al extremo de la isla por la playa, puesto que la arena era mucho más firme que el camino cubierto de barro que tendríamos que atravesar si íbamos por el centro de la isla. Fuimos hacia el océano, encontramos una de las pocas brechas que había en la pared de coral que protegía la fértil isla y descendimos entre seis y diez metros hasta la angosta playa de arena.

Durante más o menos una hora, avanzamos bastante por la playa, pero entonces la marea comenzó a subir con mucha fuerza. Debido al angosto margen de arena que había entre el océano y los altos acantilados de coral y a que eran escasos los lugares por los cuales pudiéramos ascender a través del coral, nos encontramos en una situación muy precaria. Algunos de los hombres del grupo decían que debíamos buscar una brecha y volver a subir a la parte más alta, porque era demasiado peligroso quedarnos allí abajo donde una ola grande podía fácilmente lanzarnos contra el filoso coral y lastimarnos o matarnos.

No obstante, a esa altura ya podíamos ver el extremo de la isla y nos parecía que, como no nos quedaba mucho camino por recorrer, probable-mente llegaríamos bien. Sabíamos que si subíamos a la parte alta e inten-tábamos atravesar el lodo, demoraríamos una eternidad en llegar al otro extremo. Oramos para saber qué decisión debíamos tomar, pero, como no recibimos ninguna impresión definitiva, votamos y tres de los cinco coincidimos en que debíamos apresurarnos a llegar al extremo de la isla.

La marea comenzó a subir mucho más rápidamente de lo que espe-rábamos y estuvimos cerca de perder la vida o al menos de resultar gravemente heridos pues empezaron a formarse olas enormes que nos estrellaban contra el coral y nos magullaban y cortaban, tanto a nosotros como a los caballos. Daba miedo.

Nuestra mayor preocupación eran los animales, porque si éstos se lastimaban, nosotros estaríamos perdidos. Los caballos son muy fuertes, pero incluso ellos resisten sólo hasta cierto punto. Las olas tienen mucha fuerza y el coral es filoso y no se debe jugar con él. En varias ocasiones estuvimos en peligro, pero, finalmente, llegamos al extremo de la isla; para ese momento, la marea había subido casi por completo. ¡Cuán agradecidos estuvimos por encontrarnos al fin allí, lejos del implacable estrellarse de las olas contra los peligrosos acantilados de coral! Ofrecimos una profunda y sincera oración de gratitud por encontrarnos a salvo. Ya había caído la noche.

Entonces tuvimos que tomar otra decisión: ¿Debíamos intentar el cruce del istmo con marea alta o esperar hasta la mañana para cruzarlo? Todos opinamos: algunos consideraban que debíamos esperar y otros decían: «Tenemos los caballos y debemos llegar a Pangai. Vayamos ahora». Oramos al respecto, pero tuvimos que volver a votar: tres de los cinco votos fueron a favor de seguir.

Nos sentíamos bastante seguros porque los caballos son animales que se mantienen firmes, incluso en el agua. Recorrimos las dos terceras partes del istmo sin demasiado problema, pero la última fue la peor: era la parte donde la marea y la corriente eran más fuertes.

Cuando dirigimos la mirada hacia el tramo profundo que nos quedaba por delante y vimos la fuerte corriente que había allí, algunos comenzamos a reconsiderar la decisión de seguir avanzando; estábamos mojados y cansados, y nos sentimos atrapados entre dos posibilidades desfavorables. No queríamos retroceder, pero, al mismo tiempo, el tramo que nos quedaba parecía peligroso y los caballos estaban agotados. Intercambiamos opiniones y, una vez más por el voto de tres a dos, decidimos continuar.

De pronto, a mitad de camino, mi caballo se metió en un Ioloto (pozo profundo) y perdió el equilibrio. Cuando el caballo cayó y comenzó a luchar por salir del pozo, me sentí despedido hacia el océano turbulento; el fuerte oleaje arrasó con todos mis libros, las Escrituras y la muda de ropa que llevaba; de repente, me encontré luchando desesperadamente por mantener la cabeza fuera del agua. La marea, con su fuerza, nos expulsó de la senda a mí y al caballo y nos lanzó a las profundidades del agua; los dos luchamos por nuestra vida. Milagrosamente pude asirme a la crin del animal, que tuvo que usar hasta la última pizca de energía que le quedaba para poder nadar hasta la senda sin que nos llevara la corriente. No tuve duda de que el asirme a la crin del caballo me había salvado la vida.

Finalmente, todo el grupo logró llegar al otro lado. Aunque los caballos y nosotros cinco estábamos completamente exhaustos, lo primero que hicimos fue arrodillamos y agradecer al Señor que nos hubiera preservado la vida; sabíamos que así había sido. También le dimos gracias por los fuertes y fieles caballos; sin ellos no nos habríamos salvado.

Ya habíamos llegado al otro extremo de Lifuka. Esa noche teníamos que estar de regreso en Pangai, que se encontraba en medio de la isla, para cumplir con un compromiso; pero estábamos tan cansados que decidimos detenernos a descansar allí mismo antes de continuar. Ascendimos lo suficiente por la playa para estar fuera del alcance de la marea, nos tiramos en la arena y nos quedamos dormidos.

Cerca de la mañana, cuando aún dormíamos, escuché muy claramente que alguien me llamaba por mi nombre en tongano y me desperté de inmediato; reconocí la voz de una persona que había muerto hacía mucho tiempo: era el padre de alguien que me había ayudado mucho en Ha’apai; nunca lo había visto en persona, pero había oído hablar de él y sabía que había sido un miembro fiel de la Iglesia en Ha’apai. No tenía dudas de quién era. Escuché atentamente y esto fue lo que le oí decir solamente una vez: «Kolipoki, kuo pau ke ke alu ki Uiha ‘i he vavetaha (Élder Groberg, tiene que ir a Uiha ahora mismo)».

El mensaje fue perfectamente audible y claro. Me puse de pie y miré alrededor para ver quién me había llamado; a pesar de que sabía que aquel hombre había fallecido mucho tiempo atrás, miré de todos modos, ya que la voz había sido muy real; pero no vi a nadie ni oí nada más.

Todos los demás seguían durmiendo, así que los desperté y les dije: «Vamos, levantémonos. Tenemos que ir a Uiha».

Con somnolencia, me dijeron:

—¡¿Cómo que a Uiha?! ¡Estábamos regresando a Pangai! ¿Por qué a Uiha?

—No sé por qué —contesté—, pero eso es lo que tenemos que hacer.

¡Qué buenos hombres eran mis compañeros! No se quejaron; simplemente se levantaron y preguntaron cómo íbamos a llegar a Uiha, a lo cual les contesté que no estaba seguro pero que sabía que teníamos que llegar allí y que el Señor proveería la forma de hacerlo. Todos nos arrodillamos y pedimos ayuda. Cuando terminamos, todavía no estábamos seguros de lo que debíamos hacer; no obstante, poco después salió el sol y vimos una embarcación que partía hacia el sur. Les hicimos señas y les preguntamos a dónde se dirigían; nos respondieron que iban a Pangai y desde allí a Uiha.

Les pregunté: «¿Podrían cambiar de rumbo y llevarnos directamente a Uiha y después llevarnos de regreso a Pangai?».

Me respondieron que preferían no hacerlo, a lo cual les dije:

—Miren, lo que sucede es que tengo que ir a Uiha ahora mismo.

—¿Por qué? —me preguntaron.

—Porque hay algunos problemas allí —dije.

—¿Qué tipo de problemas? —volvieron a preguntar.

-—No lo sé. Pero hay problemas y debo ir ya mismo.

Según las reglas de la lógica, aquello no tenía mucho sentido, pero hay algo en el poder del Espíritu que resulta muy persuasivo. De todos modos, por medio de la influencia del Espíritu junto con un poco de firme determinación, su respuesta fue: «Bueno, pero podemos llevar sólo a dos personas; e iremos primero a Uiha si eso es lo que necesitan». Así que enviamos a tres compañeros a Pangai con los caballos y los otros dos fuimos nadando hasta la embarcación.

El viento era fuerte y llegamos rápido a Uiha. Cuando nos acercamos al puerto, vi varias personas a lo largo de la orilla, entre las cuales me di cuenta de que había algunos miembros; unas cuantas mujeres estaban llorando y lamentándose. Las llamé y les pregunté:

—¿Qué sucede?

—¡Están matando al misionero! —contestaron.

Apenas las escuché, me zambullí en el agua y nadé hasta la orilla lo más rápido que pude. Una vez que estuve allí, fui corriendo directamente hasta la capilla; al llegar, escuché mucho alboroto y gritos, y vi a un grupo de hombres con martillos y palancas derribando un excusado hecho de madera y chapa, que ya estaba a punto de caer a pedazos debido a los golpes que le estaban dando esos seis hombres enfurecidos.

Corrí hasta allí y les grité: «¡Tuku ia!» («¡Deténganse!»). Supongo que la sorpresa de que alguien de afuera llegara y les gritara los hizo entrar en razón; en realidad fue, por supuesto, el poder del Espíritu. Con ese mismo poder y autoridad, les dije: «¿Qué están haciendo? ¿Qué pasa aquí? Sea lo que sea, ¡deténganse!».

Todos se dieron vuelta, me miraron y comenzaron a susurrar: «Ah, es el Kolipoki». Fue como si se hubiera detenido el tiempo. Tenían los ojos muy abiertos y la ira desenfrenada que se había apoderado de ellos hasta solo un segundo atrás comenzó a disiparse; bajaron la cabeza, las manos y los martillos y todos se retiraron tímidamente. En ese momento oí lo que parecía el gemido de un animal. Cuando abrí la puerta, vi al joven misionero hecho un ovillo, cubriéndose la cabeza con las manos y emitiendo sonidos extraños. Me quedé allí de pie sin saber qué hacer.

Intenté tomarlo de la mano, pero él se apartó bruscamente y se acurrucó aún más. Finalmente, con la ayuda de otras personas, lo llevamos hasta una casa cercana e hicimos que se acostara. En seguida comencé a investigar para averiguar cuál había sido el origen de la situación. El presidente de la misión ya me había pedido que trabajara con aquel joven debido a que había tenido problemas graves en otro lugar. Aparentemente, en aquel lugar había estado molestando a los obreros locales, quienes le habían dicho que los dejara en paz y no se metiera en lo que no le incumbía; a pesar de eso, siguió fastidiándolos y aquella mañana, después que algunos de ellos llegaron al límite, fueron tras él. Para protegerse, había entrado allí y los hombres estaban tratando de derribar el excusado para atraparlo.

¿Cómo supo el difunto padre de aquel miembro lo que iba a suceder para decírmelo la noche anterior? No tengo la menor idea. Me imagino que se lo vio venir e hizo su parte para que yo llegara al lugar lo antes posible. Aun así, no faltó mucho para que ocurriera una verdadera tragedia.

¿Por qué envió el Señor a alguien que me advirtiera que debía ir? Aunque supongo que en parte Él no querría que le ocurriera nada malo al misionero, estoy seguro de que esa no fue la única razón, puesto que hay misioneros que mueren o a quienes matan durante la misión. También pensé que quizás otra de las razones fuera que aquellos hombres, cuya ira estaba fuera de control y por eso lo atacaron, eran miembros de la Iglesia, y habría sido terrible para ellos, y para la obra, si le hubieran causado algún daño. No sé todas las respuestas, pero estoy muy agradecido de que el disturbio no haya llegado más lejos.

Más tarde, reunimos al ofensor y a los ofendidos y, entre lágrimas, sollozos y disculpas, solucionamos el asunto; dijimos a los miembros de la rama que la situación se había solucionado, y poco después todos estaban sentados juntos almorzando y riéndose del incidente. Yo sentía la seriedad del suceso porque me daba cuenta de lo cerca que habíamos estado de que ocurriera un verdadero desastre; sabía que todo aquello era mi responsabilidad y me preguntaba qué haría si volviera a ocurrir algo similar. Logramos que se comprometieran seriamente y llegamos a determinados acuerdos, con los cuales sentí que cumplirían.

Todo ese procedimiento llevó unas horas y, en el preciso momento en que terminamos, alguien se me acercó y me dijo: «En el puerto hay unas personas en una embarcación, que dicen que usted les prometió que no se quedaría mucho tiempo y quieren salir ahora mismo hacia Pangai». Como sentía que todo estaba en orden, regresé a la embarcación y partimos para allá. Hubo buen viento y esa misma noche ya me encontraba en Pangai para cumplir con los compromisos que tenía.

Esa noche, escribí en mi diario: «Tuve algunos problemas para regresar de Foa a Pangai. Tuve que ir a Uiha, pero con la ayuda del Señor, regresé justo a tiempo para la reunión que tenía aquí».

Al meditar acerca de lo ocurrido, sentí aún más gratitud hacia el Señor. Contemplé cuidadosamente lo ocurrido con el misionero de Uiha. Afortunadamente, los acuerdos funcionaron y nunca volvimos a tener un problema de esa índole. Seguimos trabajando con aquel misionero y él pudo terminar su misión.

Cuando nos arriesgamos y pasamos por una experiencia angustiosa por la causa del Señor, y si dura no sólo unos minutos sino horas y horas, nos sucede algo especial. Me imagino que el caminar dificultosamente a través del lodo, ser zarandeados por las olas, ser lanzados de un caballo y luchar por la propia vida nos ablanda; uno siente un agradecimiento sincero a Dios por haberle preservado la vida. Sé que mis compañeros sentían lo mismo.

Me he preguntado si podremos oír esa voz, recibir esas instrucciones o tener ese tipo de guía si nos encontramos en circunstancias diferentes. Quizá sean necesarias estas experiencias que nos ablandan a fin de ser suficientemente receptivos y realmente escuchar. A pesar de que la mayor parte de lo que sucedió tuvo que ver con lo físico, fue el Espíritu el que me dio dominio y poder.

En retrospectiva, todo aquello fue un milagro; sé que las circunstancias físicas de conseguir un bote que fuera a Uiha tan rápidamente, de tener la fuerza para nadar hasta la costa, y luego correr y detener a aquellos hombres furiosos en el momento preciso sólo pueden haber venido de Dios. Únicamente el poder del Espíritu podía haberme habilitado para mandar a aquellos hombres que se detuvieran y lograr que me obedecieran. Sólo el poder del Espíritu podría haber hecho que las personas que iban en el bote, y que no eran miembros de la Iglesia, aceptaran llevarme hasta Uiha, me esperaran allí y luego me llevaran de regreso a Pangai, a tiempo para cumplir con mi compromiso. Aún me maravilla pensar en todo lo que tenía que ocurrir de una manera precisa y resultó exactamente así.

En aquel momento, todo parecía natural y lógico, y mi preocupación principal era regresar a Pangai a tiempo para no faltar al compromiso que tenía. Todavía sigo sin saber por qué ocurrió todo de esa manera pero, fuera por lo que fuere, me parece que a aquel difunto hermano fiel se le había dado la responsabilidad de encargarse de esa situación en particular. Me imagino que los tonganos que se encuentran del otro lado del velo tienen tanta fe como sus coterráneos que se encuentran aquí. ¡Qué agradecido estaba por la forma en que resultó todo! Los demás no hicieron muchos comentarios al respecto; ellos se toman las cosas con calma, no cuestionan nada, solo se limitan a actuar.

Pedimos a unos miembros que se dirigían a Foa que llevaran los caballos de regreso a Fotua al día siguiente. Un tiempo después, regresé a Foa y volví a agradecer a los miembros el habernos prestado los caballos; les dije que esperaba que no hubieran quedado demasiado cansados y me contestaron que los animales estaban bien y que en cualquier momento que los necesitara, no tenía más que avisarles.

Cuando ya me iba, uno de los miembros me dijo: «Supe que le resultó difícil regresar a Pangai, pero me alegro de que al fin todo haya salido bien. De todos modos, no me extraña, ya que a los misioneros las cosas les salen bien». En aquel momento deseé que eso fuera siempre cierto.

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