El Otro lado del Cielo

Los formularios y la sustancia


Aunque raras veces veía al presidente de la misión, sentía gran respeto y admiración por él. Todos nos esforzábamos por hacer lo que pensábamos que él deseaba que hiciéramos: trabajábamos arduamente en la escuela, en el distrito, en la obra misional y con las ramas; constantemente andábamos de un lado para otro enseñando, predicando, bautizando, construyendo, entrevistando y cosas por el estilo. Recuerdo que pensaba: «Si yo estoy así de ocupado, ¡cuánto más ocupado debe de estar el presidente!» Por esta razón, jamás puse en tela de juicio el hecho de no poder hablar mucho con él.

Pasados varios meses, recibí un telegrama en el cual se me avisaba que el presidente de la misión iría a Vava’u y que, en el trayecto, el barco iba a detenerse en Ha’apai y pasar la noche allí; él quería que nos reuniéramos y que yo le diera un informe; por mi parte, estaba feliz y ansioso por informarle sobre lo que habíamos estado haciendo.

Cuando llegó el barco, fuimos a recibirlo al muelle y lo llevamos a la casa de huéspedes donde se quedaría. Él me pidió que me sentara y, después de intercambiar algunas cortesías, me preguntó:

—Bien, ¿y qué es lo que están haciendo?

—Creo que estamos haciendo todo lo que usted nos pidió —respondí con entusiasmo—. Estamos trabajando en la escuela, enseñando todo lo que podemos, viajando mucho a las otras islas, predicando el Evangelio, bautizando personas, fortaleciendo la Iglesia, edificando ramas y constru-yendo capillas… —Fui bastante general, pero en seguida me di cuenta de que quería información específica.

—¿A quiénes han bautizado? ¿Qué capillas han construido? ¿Qué ramas han formado? ¿A quién han puesto como presidente de rama?

—Bueno, bautizamos a Sione, a Mele y a Vika… —le respondí.

—No tengo ningún registro de ellos ni tampoco informes de su trabajo.

—¿Qué registros? ¿Qué informes? —le pregunté.

—Cuando se bautiza a alguien, se espera que se llene una ficha bautismal. Además, también debe enviar informes semanales en los cuales me diga qué ha estado haciendo.

Me di cuenta de que estaba un poco molesto.

En lo que a mí respectaba, quedé desconcertado, ya que nadie me había hablado de ningún informe ni de ningún formulario que debiera enviar; le recordé que las instrucciones que él me había dado eran: «arreglar el lío que había en Ha’apai, abrir una escuela, poner en marcha la obra misional y, a grandes rasgos, edificar y fortalecer la Iglesia»; y le dije que me parecía que eso era lo que estábamos haciendo.

Él reconoció que esas habían sido sus instrucciones y me agradeció todo lo que hacíamos; pero repitió que necesitaba formularios e informes con nombres y fechas. Le dije que llevaba un diario y que podía conseguir esa información si así lo deseaba; él volvió a decirme que necesitaba los nombres y las fechas de todas las personas que hubiéramos bautizado, ordenado al sacerdocio y apartado para diferentes llamamientos, además de una lista de todos los misioneros que hubiésemos llamado… ¡Y lo necesitaba de inmediato!

Le contesté: «Está bien. Comenzaré ya mismo y tendré todo listo para entregárselo mañana por la mañana, antes de que se vaya».

Yo había mencionado una buena rama que teníamos en Felemea, y antes de que me fuera, les echó un vistazo a algunos papeles y me dijo:

—Una cosa más: no tenemos ninguna rama ni capilla en Felemea.

—Sí, sí la tenemos, y es una buena y fuerte rama de treinta y dos miembros; y además tenemos una capilla allí.

—¿Quién lo autorizó a organizar una rama en Felemea? ¿Quién le dio autorización para construir una capilla? ¿Dónde consiguió el dinero y en la propiedad de quién la construyeron?

Percibí en su voz algo más que irritación y le respondí:

—Lo siento, presidente; pero cuando usted me dijo que edificara la Iglesia en Ha’apai, pensé que esa era la autorización que necesitaba. Bautizamos a muchas personas de Felemea y ellos necesitaban una capilla, así que trabajamos juntos y la construimos. No sé con certeza a quién pertenece la tierra en la que se encuentra, pero todos los que viven en Felemea saben que es nuestra capilla. Hemos realizado nuestras reuniones allí durante varios meses y no hemos tenido problemas.

A continuación, me dio un sermón en el cual me dijo que el organizar una rama o construir una capilla sin aprobación previa iba en contra de las normas de la Iglesia. Parecía fastidiado y siguió hablándome de dinero y autorizaciones. Yo le repetí que no había dinero implicado y que me daba cuenta de que no contábamos con ninguna autorización. Me disculpé y le pregunté qué era lo que debíamos hacer.

Su respuesta fue la siguiente: «Tienen que hacer una lista en papel de todas estas cosas: todas las ramas que han organizado, todas las capillas que han construido y todos los presidentes de rama que han apartado; luego yo veré si puedo conseguir la autorización para todo ello. Y además, ¡no vuelva a hacer ninguna de esas cosas sin autorización previa de mi parte!».

Le aseguré que no lo haría. Me quedé preocupado pensando: «¿Y qué sucederá si no consigue la aprobación de todo lo que hemos hecho?

¿Qué haremos en ese caso?». Quería preguntárselo, pero no me pareció bien hacerlo.

No quiero dar la impresión equivocada: él era un hombre amable a quien yo respetaba muchísimo. Podría ser que hubiera tenido un mal viaje o quizá hubiera recibido una reprimenda de alguien de Salt Lake City, o tal vez hubiera estado bajo la presión de otros problemas importantes. Fuera como fuere, en aquel momento se lo veía bastante estresado y parecía muy preocupado por las autorizaciones. Me pregunté si no lo habría metido en problemas al bautizar a tantas personas, organizar varias ramas y construir algunas capillas. Esperaba que no se inquietara demasiado cuando viera la lista considerablemente larga que le llevaría a la mañana.

Me quedé despierto toda la noche con algunos secretarios de las ramas y otros miembros que vivían cerca; usamos sus registros y mi diario y recabamos la información de las personas a quienes habíamos ordenado, bautizado y llamado como misioneros; de las ramas que habíamos organizado, de quiénes eran los presidentes de rama y de las capillas que habíamos construido. Después de pasar en vela la noche entera, teníamos varias hojas con una lista bastante buena de toda la información.

Tanto la casa de huéspedes como nuestra casa estaban cerca del muelle, aunque en lados opuestos de él. El barco tenía que zarpar a las ocho de la mañana y nosotros terminamos nuestras listas alrededor de las siete y media. Corrí lo más rápido que pude hasta el muelle a fin de poder explicarle al presidente cómo habíamos organizado las hojas. Una vez que llegué, esperé, esperé y esperé, pero no llegaba nadie de la casa de huéspedes.

El capitán, a quien yo conocía, caminaba de un lado a otro; al fin me dijo: «Mira, nosotros saldremos a las ocho en punto. ¡No me importa si el hombre llega o no!». Casi en ese preciso momento, vimos al presidente de la misión que se acercaba por el camino con otras personas; llegó al muelle pocos minutos antes de las ocho, justo cuando empezaban a levantar la plancha.

Me acerqué a él y le dije: «Presidente, aquí está la información que nos pidió. Lamento sinceramente haber hecho estas cosas en un orden aparentemente incorrecto y haberle causado problemas. Espero que esta información le sirva. En el futuro, ¿quiere que le envíe informes en una hoja o hay ciertos formularios que debamos usar? ¿Qué debo hacer de ahora en adelante para no poner en aprietos ni a usted ni a la Iglesia ni a mí? No volveré a hacer nada sin su autorización. Solo déjemelo saber y haré lo que usted diga».

A continuación, siguió una de esas experiencias que nunca se olvidan. Con una beatífica sonrisa, tomó los papeles y, sin siquiera mirarlos, me puso la mano en el hombro y me dijo: «Eider Groberg, no dormí en toda la noche. Olvide todo lo que le dije ayer y simplemente siga haciendo lo mismo que ha estado haciendo hasta ahora. Que Dios lo bendiga». Luego se dio vuelta, subió al barco y se fue. Y eso fue todo; nunca pedí más explicaciones y él nunca me las dio tampoco.

La interpretación de todo eso queda a criterio del lector: puede ser que no hubiera dormido en toda la noche por haber comido algo en mal estado, porque estaba cansado del viaje o quizá por alguna otra cosa que lo molestara. Fuera lo que fuere, siempre estaré agradecido por su mirada amable y por el amor que transmitía su voz cuando respondió a mis preocupaciones con estas palabras: «Simplemente siga haciendo lo que hace; olvide lo que le dije ayer».

Nosotros seguimos esforzándonos en el trabajo que hacíamos, pero también llenábamos formularios, hacíamos listas y las enviábamos a las oficinas de la misión. No se habló más del asunto.

Aprendí que es importante mantener informados a nuestros superiores, llenar los formularios que corresponda y conseguir las autorizaciones necesarias; pero también aprendí que la sustancia es más importante que la forma. Me alegraba que el Padre Celestial supiera lo que estábamos haciendo y que Él estuviera complacido (al menos Él siguió bendiciéndonos para que tuviéramos éxito), incluso aunque no hubiéramos llenado los formularios correctos.

También me alegraba sentir que los formularios, tal como los conocemos ahora, probablemente tengan aplicación solo en este mundo. Me imagino que cuando contemos con un medio de comunicación mejor, como el percibir los cambios personales esenciales y no sólo limitarnos a leer informes (lo que esperamos hacer cuando nos vayamos de este mundo y hasta quizás aquí, durante el Milenio), tendremos la capacidad de concentrarnos más en las cosas que realmente tengan trascendencia. Usar papel y llevar registros no formaba parte de la cultura tongana de aquella época; el calor, la humedad y la falta de lugares que se pudieran emplear como depósitos, así como también el costo de las lapiceras y el papel, hacían que eso fuera básicamente imposible. Sin embargo, más aún me pregunto si no será que ellos entienden mejor que nosotros que la sustancia es mucho más importante que la forma y que el Espíritu siempre tiene en cuenta la sustancia y justifica nuestras acciones.

Por supuesto, los formularios y los registros son importantes, al menos lo son en esta vida y quizá también lo sean después de ella. El Señor ha puesto mucho énfasis en ellos: tomemos, por ejemplo, las planchas de bronce, las planchas de oro de las cuales salió el Libro de Mormón, la Biblia, otros registros sagrados, las bendiciones patriarcales, los registros de las ordenanzas y todo tipo de registros históricos y de historia familiar que se guardan con tanto cuidado.

Pero a veces también me pregunto si el otro Libro de la Vida no será la verdadera sustancia de lo que somos, nuestro carácter, formado por nuestros pensamientos y hechos y grabado para siempre en nosotros. Tengo la impresión de que en la eternidad, los signos externos de poder de cualquier tipo —un documento universitario, las insignias de una fuerza militar o las riquezas provenientes del oro o la plata— no tendrán significado alguno. El único poder que va a tener algún valor será aquel que llevemos dentro de nosotros. Es por esa razón que la oración que el Salvador ofreció por nosotros —que seamos uno con Él como Él es uno con el Padre— es tan importante. El Padre Celestial y Jesucristo son realmente omnipotentes y están dispuestos a compartir todo ese poder con los humildes, los mansos y los obedientes.

Aunque esta puede parecer una doctrina profunda, a mí me parece muy sencilla. Estoy seguro de que muchos de los buenos tonganos lo comprendían y lo vivían mejor que muchos de nosotros, los palangis. Aprendí que sólo porque algo sea «legalmente» posible, no significa necesariamente que sea correcto ante la vista de Dios, ni tampoco lo inviste con ningún tipo de poder eterno ni autoridad. Eso se logra solamente por medio de la obediencia a la voluntad de Dios.

Entretanto, aprendí que aunque los formularios y los registros son importantes porque proporcionan información de mucho valor, la sustancia sigue siendo la esencia del verdadero progreso.

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