El Otro lado del Cielo

Completamente exhausto


En general, el presidente de la misión nos dejaba manejarnos por nuestra cuenta en Ha’apai. De vez en cuando, iba a mi isla o yo iba a la de él, pero no muy a menudo. Mis consejeros, los miembros y los misioneros locales eran grandiosos. Dado que habíamos logrado más unidad, efectivamente nos dejaron solos hasta cierto punto; sin embargo, en un sentido más amplio, no estábamos solos, sino que nos dirigía el Espíritu de Dios. ¡Qué guía maravilloso es el Espíritu!

Constantemente recorríamos los circuitos para predicar; ya fuera que lo hiciéramos por tierra o por mar, las jornadas eran extenuantes. Viajábamos largas distancias por caminos de lodo y por el océano. Hay un pasaje de las Escrituras que dice que debemos «consum[ir] y agot[ar] nuestras vidas» en el servicio de Dios (véase D. y C. 123:13). Al esforzarnos por hacerlo, sentimos un gran gozo. Recuerdo muchas ocasiones en las que estaba tan cansado que apenas podía moverme; enseñar a las familias, especialmente cuando hay que viajar tanto para llegar hasta ellas y esforzarse al máximo por expresarles su testimonio y tratar de ayudarles en todo lo posible, es agotador. No había ni autos ni bicicletas, así que caminábamos o andábamos a caballo; esto último se me hacía difícil, especialmente cuando teníamos que recorrer grandes distancias; siempre montábamos en pelo o con una bolsa de arpillera, pues nadie tenía dinero para comprar sillas de montar. Como uno va a los saltos cuando cabalga, la mayor parte del tiempo yo prefería caminar.

Siempre era bueno regresar a casa después de haber recorrido los circuitos, ya fuera por tierra o por mar. Recuerdo cuando regresábamos de largas travesías marítimas y entrábamos en el calmo puerto de Pangai, llamado Fanga Ko Paluki, con profundos sentimientos de gratitud. Los peligros son muchos en mar abierto pero, una vez en el arrecife, reina la calma y uno sabe que ya casi está en su localidad. Qué sensación maravillosa la de llegar a la tranquilidad del puerto seguro después de una travesía difícil y sentir esa serenidad que proviene de saber que uno ha hecho lo que el Señor quería que hiciera. El mismo principio de gratitud se aplicaba cuando regresábamos por tierra después de haber estado predicando en aldeas lejanas.

Recuerdo una ocasión en particular en que teníamos que enseñar a unas familias que vivían en el extremo norte de nuestra isla. Cuando tres de nosotros ya estábamos listos para partir, una buena familia de miembros 

nos llevó un poco de carne salada de ballena para que comiéramos antes de irnos; como teníamos hambre, comimos bastante y en seguida emprendimos el viaje. Pocas horas después, nos dimos cuenta de que estábamos en dificultades; la carne no había sido curada correctamente y pagamos el precio: diarrea, vómitos y todo lo que implica el comer carne en mal estado. De todos modos, seguimos nuestro camino, puesto que no teníamos manera de avisar a las familias que estábamos enfermos. Dimos todas las lecciones y emprendimos el regreso.

Era muy tarde y ya no dábamos más. Creo que sé lo que significa estar completamente exhausto; quizá todavía no lo haya experimentado por completo, pero el estar enfermo y tener que caminar kilómetros y kilómetros en el lodo, la arena, el agua y la opresión de una noche calurosa seguramente se acerca bastante.

Por lo general, gocé de buena salud durante la misión, pero aquélla fue una de las pocas veces en que me quedé sin fuerzas; empecé a caer en la cuenta de que para una persona que esté enferma, tal vez unos cuantos pasos requieran un esfuerzo interno equivalente a una carrera de cien metros para un corredor joven y hábil. Aprendí que, a cualquier edad y cualquiera que sea la circunstancia, ¡nuestra determinación puede ponerse a prueba completamente!

Quería llegar a casa esa misma noche porque al otro día tenía que dar clases en la escuela, pero el solo hecho de dar un paso era muy difícil y tenía dudas de que pudiéramos llegar; descansábamos bastante seguido y al fin llegamos a aproximadamente dos kilómetros de nuestra casa, justo cuando la poca fuerza que nos quedaba estaba a punto de acabarse. Todos nos tiramos en una elevación que encontramos en el medio del camino y dormimos unos diez o quince minutos; luego nos levantamos, caminamos otros pocos metros y volvimos a tirarnos al suelo.

A pesar de estar totalmente agotado, seguía decidido a llegar esa noche, así que continuamos: caminábamos unos metros y luego descansábamos en el medio del camino. No nos preocupaba dormir en el camino, ya que lo único que pasaba por allí eran personas a pie, a caballo y en carros, y los caballos tienen muy buen olfato. Mientras recorríamos los últimos metros, debemos de haber parado para descansar unas veinte veces.

Finalmente, subimos arrastrándonos hasta nuestra casa, que se había construido sobre bloques de cemento, a bastante distancia del suelo. Eiabía que subir tres escalones para llegar al piso de la casa. ¡Cuántas veces salté sobre ellos sin esfuerzo alguno! En cambio esa noche, subir a gatas aquellos tres pequeños escalones me exigió un esfuerzo formidable.

Cuando por fin llegamos hasta nuestras esteras, solo queríamos dejarnos caer en ellas y dormir indefinidamente. Sin embargo, antes de hacerlo, nos miramos y, casi al unísono, dijimos: «Oremos para dar gracias. ¡Estamos en casa!» Siempre lo hacíamos al regresar. Yo ofrecí la oración; no sé si ha habido otro momento en que haya sido más sincero al expresar gratitud y manifestar a Dios el sentimiento de bienestar que teníamos por haber llegado a casa.

Después de orar, caí rendido en la estera y sentí que me hundía en el olvido. Sin embargo, en esos breves momentos, experimenté otra sensación: sentí una alegría, una tranquilidad, y percibí una hermosura que no admiten descripción; no vi a nadie ni oí nada, pero sentí una paz y una calma que pocas veces había sentido. Fue como estar totalmente envuelto en paz y belleza, amor y tranquilidad, certeza y sosiego, y en todo lo que era bueno y bello. ¡Qué bien descansé!

Aquella sensación de alegría permaneció conmigo algunos días y luego, de a poco, se fue extinguiendo. Incluso ahora, a veces recuerdo lo que sentí y ansio volver a experimentar todos aquellos sentimientos. Sé que hay una relación entre el esfuerzo sincero que hacemos, especialmente en lo que se refiere a edificar el reino de Dios, y los buenos sentimientos que experimentamos. Cuando esta existencia llegue a su fin, estoy seguro de que quienes hayan dedicado su vida al servicio de los demás, lo cual equivale a servir a Dios, sentirán algo que es imposible describir pero que comprende un sentimiento de gran amor. Los que no se hayan sacrificado por otros sencillamente no pueden sentirlo, no porque alguien esté enojado con ellos sino porque no habrán hecho lo necesario para experimentarlo.

El Señor dijo algo sobre lo importante que es para nosotros probar lo amargo a fin de llegar a conocer lo dulce (véase Moisés 6:55; 2 Nefi 2:15). Sé que debemos trabajar arduamente en Su causa a fin de sentirnos bien y sé que, si es así, Dios puede darnos profundos sentimientos de amor, paz y consuelo, y de hecho lo hace. Y el sentirnos completamente exhaustos por la causa del Señor no nos hace ningún mal.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario