El Otro lado del Cielo

Los perdidos y desconocidos


La mañana que parti hacia Ha’apai, el presidente me dijo:

—Tenemos cien tarjetas de miembro de personas perdidas o desco-nocidas que son de Ha’apai; llevan mucho tiempo en la oficina así que las enviaremos a Salt Lake City.

—¿A qué se refiere con eso de perdidas y desconocidas? —le pregunté—. No hay nadie perdido ni desconocido en Ha’apai.

—No lo sé —me contestó—, pero aquí hay cien tarjetas de miembros que aparentemente nadie conoce. ¿Usted conoce a alguna de estas personas?

Me fijé y no reconocí a nadie; de todos modos, le pregunté si antes de enviarlas a Salt Lake City, me daría un par de meses para ver si podía encontrarlas, con lo cual estuvo de acuerdo.

Regresé a Ha’apai y, a pesar de que todavía me dolía un poco la espalda, me sentía mucho mejor, sobre todo porque sabía que no era nada grave.

Durante los meses que siguieron preguntamos por todos lados si reconocían los nombres que aparecían en las tarjetas de «perdidos y desconocidos». Uno de los problemas que teníamos en aquella época con los registros era que en Tonga la gente solía cambiarse de nombre; yo siempre los regañaba por esos cambios, tras lo cual iban y me decían:

—¿Ustedes los palangis mueren con el mismo nombre con el que nacieron?

—Sí —les respondía, y les explicaba que eso era lo mejor para los registros de la Iglesia. Ellos se quedaban mirándome con incredulidad y me decían

—Entonces ¿no progresan en ningún sentido durante toda la vida?

Al principio no lo comprendía, pero me explicaron que en su cultura, cuando cambiaban de actitud o de posición o demostraban su capacidad, se cambiaban el nombre como muestra de su nueva situación. Citaban el Antiguo Testamento y me hacían notar que el nombre de Abram se había cambiado por Abraham, el de Sarai por Sara y el de Jacob por Israel. Usaban muchos ejemplos del Antiguo Testamento y me explicaban que cuando uno hace algo que lo pone a prueba y tiene éxito, luego se cambia el nombre de acuerdo con el resultado. Parece que pensaban que Dios procede del mismo modo.

Señalaban que en occidente la mujer toma el apellido del esposo y que todos los fieles toman sobre sí el nombre de Cristo. No tuve mucho para contestar al respecto y ellos continuaron explicándome que, según sus costumbres, si uno muere con el mismo nombre que se le dio al nacer, es señal de que fracasó en la vida. Lo que sostenían me dio más razones para pensar que, a fin de entender al pueblo de Tonga, uno debe comprender el Antiguo Testamento.

Aunque la mayoría de los ejemplos que utilizaban provenían del Antiguo Testamento, también tomaban ejemplos del Nuevo Testamento y del Libro de Mormón, tal como los casos de Saulo que se convirtió en Pablo, los lamanitas que pasaron a ser anti-nefi-lehitas y el rey Benjamín que dio un nombre nuevo a su pueblo cuando se produjo en ellos un cambio de corazón.

Además, me dieron otras referencias más oscuras de las que yo jamás había oído hablar pero que, sin embargo, para ellos eran importantes. Quizá esa sea una de las razones por las cuales a los tonganos la obra del templo les resulta tan natural. A sus reyes se les da un nombre nuevo cuando pasan a reinar (tal como sucede en muchos casos de los reyes ingleses y de otros países). Hay tantas semejanzas entre el Antiguo Testamento, el templo y la cultura tongana que estoy convencido de que por sus venas corre sangre de Israel, que sus antepasados poseían la verdad y tenían templos y que, en alguna época, ellos entendían los principios correctos del Evangelio. Una persona de afuera quizá no lo piense, pero a mí no me cabe duda.

Seguimos investigando y haciendo preguntas acerca de las «personas perdidas y desconocidas» en todos los lugares adonde íbamos. A pesar de que en Ha’apai vivían más de quince mil personas, todos se conocían entre sí o por lo menos podían establecer una conexión rápidamente. Cuando no hay muchas cosas materiales que ocupen nuestro tiempo o atención, uno tiende a concentrarse más en lo que tiene, como la familia, los amigos y las relaciones. Lo único que teníamos que hacer era hablar con bastante gente; al poco tiempo, ya habíamos encontrado a noventa y nueve de esas cien personas, ya fuera personalmente o por saber qué había sido de ellas; la mayoría aún se hallaban en Ha’apai, varias habían fallecido o se habían mudado y muchas se habían cambiado de nombre; fuera como fuere, todas eran personas reales y las encontramos. Fue una de las aventuras detectivescas más fascinantes que he tenido en mi vida.

En el proceso de averiguar con respecto a las tarjetas, hallamos a muchas personas a quienes enseñar y finalmente llegamos a la última tarjeta de miembro, que parecía ser el misterio más grande de todos. Nos dábamos cuenta de que noventa y nueve de cien era un buen porcentaje, pero seguíamos deseando que nuestra labor fuera perfecta por lo que teníamos que hallar a las cien personas.

Un día nos encontrábamos en una embarcación que pocas veces usábamos para ir a otra isla; la mayoría de las veces utilizábamos nuestro velero, pero a menudo éste estaba en tan malas condiciones que no podíamos llevarlo y teníamos que viajar en otras embarcaciones. Durante aquel viaje, hablamos de la persona cuyo nombre aparecía en la última tarjeta. En aquella época, esas tarjetas proporcionaban mucha información tal como quién había bautizado a la persona, quiénes eran sus padres y datos por el estilo. Cuando mencioné el nombre del élder que había bautizado a la persona «perdida», noté de refilón que el capitán agachaba la cabeza o al menos eso me pareció. Fui hasta el timón para hablar con él y, efectivamente, era el hombre que faltaba. Se había bautizado mucho tiempo atrás y esa había sido la última ocasión en que había tenido algo que ver con la Iglesia. Sin embargo, cuando mencionamos el nombre del élder que lo había bautizado, le vino a la memoria el recuerdo de aquel distante bautismo y reaccionó al oírlo. Después de aquel acontecimiento, se había cambiado el nombre y nadie sabía que era miembro.

Eso ha ido cambiando poco a poco en Tonga, ya que se dan cuenta de que deben ser constantes con los nombres que usan al expedir certificados de nacimiento y pasaportes para viajar. Estoy seguro de que es más conveniente pero no tan seguro de que sea un signo de progreso.

La mayoría de las personas que encontramos volvieron a ser activas en la Iglesia. En aquella época estaba convencido, y todavía lo estoy, de que en la Iglesia no existe tal cosa como una persona perdida y desconocida, especialmente en Tonga; sólo hay «personas no identificadas» a quienes, con esfuerzo, se puede encontrar.

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