Mis conversaciones particulares
Aunque seguíamos encontrando nuevas dificultades con los miembros, con los misioneros y con la escuela, eran básicamente de poca importancia comparadas con las que ya habíamos pasado. Todos los días surgía algo emocionante y provocativo para lograr y tratábamos de realizar nuestro trabajo con entusiasmo. Había poco tiempo para descansar. Recuerdo haber pensado que no existía bendición más grande que la de tener una labor estimulante e importante para hacer, con la autoridad para llevarla a cabo y buenas personas que ayuden. Fueron tiempos gloriosos.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Había un poquito de progreso por aquí y sentimientos un tanto mejores por allá. Los nuevos misioneros que se encontraban en la escuela tenían una gran influencia; reinaba más armonía entre los misioneros que eran presidentes de rama y los proselitistas, y entre estos dos grupos y los miembros; además, la asistencia a las reuniones estaba aumentando. El sentimiento de unidad comenzaba a hacerse realidad. De vez en cuando, surgía alguna discusión o algún problema desagradable, pero en general, de a poco íbamos acercándonos al cumplimiento de la meta que nos había puesto el presidente de la misión: poner fin a las peleas y discusiones y lograr más unidad entre las personas.
En ningún lugar esto era tan evidente como en la escuela, donde se podía decir que el espíritu de amabilidad, de amor y de unión que había entre los maestros era maravilloso; no sé si es posible que una persona albergue sentimientos mejores que esos. Nadie se quejaba; todos se esforzaban por ayudarse los unos a los otros; todos trabajaban arduamente y había mucho de ese tipo de trabajo laborioso para hacer.
Los maestros me decían constantemente que les diera más respon-sabilidades si era necesario a fin de estar libre para cumplir con mis deberes de presidente del distrito. Conocían mis obligaciones para con los otros misioneros y miembros que se encontraban en las islas remotas. «Cuando tenga que irse, no tiene más que avisarnos; cuando regrese, no se arrepentirá: si es preciso, trabajaremos las veinticuatro horas del día», afirmaban. Poco a poco, fui dándoles más responsabilidades a los misioneros maestros y sentía que la escuela mejoraba a medida que lo hacía.
Este mismo sentimiento de unidad comenzó a extenderse entre los integrantes de la presidencia y del consejo del distrito y entre el resto de los misioneros y miembros. Todos tomaban sus deberes con más seriedad y, a medida que se afanaban conscientemente por ayudar a los demás, el distrito entero empezó a impregnarse con un sentimiento de unidad que nos producía a todos grandísimo gozo.
En esa misma época, me fui a pasar diez días en Lulunga (un grupo de islas que se encontraba al sur) para predicar. A mi partida, los sentimientos que había entre los miembros eran muy positivos, y, al visitar las islas más alejadas, descubrí que entre los miembros y los misioneros existía el mismo tipo de afecto. Daba la impresión de que todos deseaban ayudar, que querían cumplir con su porción del trabajo e incluso hacer más. ¡Qué cambio maravilloso!
Una vez que completamos ese circuito para predicar, emprendimos el regreso a casa; el viento no estaba a nuestro favor, así que tuvimos que dar grandes bordadas con el velero a fin de avanzar aunque fuera un poco; esto quiere decir que para avanzar un kilómetro y medio, teníamos que recorrer varios kilómetros hacia un costado y hacia atrás, en un ángulo pequeño, con el fin de acercarnos un poquito más a nuestro destino.
Aunque el mar no estaba demasiado agitado, debido al viento en contra el viaje que podríamos haber hecho en medio día nos llevó más de dos. Como había dejado atrás la actitud inmadura de quejarme por el viento, mientras navegábamos de un lado hacia otro, tuve muchísimo tiempo para pensar y meditar.
Al hacerlo, me sobrevino un espíritu de maravilla. ¡Estaba tan contento con las condiciones en que había quedado todo en la isla cuando me fui, así como con lo que había encontrado en las islas más lejanas! Y también por lo que sentía al estar con mis compañeros. Estaba seguro de que encontraría buenos sentimientos entre todos al regresar a casa y percibía que la unidad y las bendiciones que se reciben al tenerla comenzaban a convertirse en realidad.
Mientras me encontraba sentado en un estado de ánimo contemplativo, reflexioné en cuanto al gran contraste que había entre lo bien que parecían estar las cosas en ese momento y lo mal que me habían parecido unos meses atrás. Éramos solo cinco en el velero y, con el fuerte viento que daba contra nosotros y el océano que también estaba turbulento, había mucho trabajo que hacer a fin de poder avanzar; me ofrecí a ayudar pero, dado que eran comprensivos y se daban cuenta de que estaba estudiando y meditando, me dijeron que ellos se encargaban y me dejaron a solas con mis pensamientos. No se quejaron ni una sola vez por el hecho de que yo no les ayudara. Gracias a sus manos habilidosas y a su actitud cooperativa, me recosté y caí en un estado de profunda meditación.
Sin darme cuenta o sin siquiera pensar al respecto, di comienzo a una especie de conversación con Dios; no fue un diálogo real, con lo que quiero decir que no fue como los que podría tener ahora con mi esposa o mis hijos, pero de todos modos fue una conversación. Para mí fue muy real. Fue básicamente con un solo participante, ya que yo hacía las preguntas y también daba las respuestas. Había estado leyendo mucho las Escrituras y pensando en cuanto a los cambios que habían ocurrido en Ha’apai. A pesar de que era yo quien proporcionaba las respuestas a mis propias preguntas, me sentía bien al respecto y pensaba que de todos modos eran inspiradas por una fuente divina.
Espero que no sea un sacrilegio compartir parte de esa conversación. Comencé así: «Es grandioso ver y sentir el cambio que se produjo en el Distrito de Ha’apai. ¿Cómo sucedió?».
Por medio de la je en Mi Hijo Amado. Todo lo bueno procede de la fe en Él.
«Pero había tanto caos, tantas peleas, tantas disensiones. Todo parecía estar tan desorganizado. Y ahora reina tanta paz y tanto orden y parece que todos tenemos el mismo objetivo. ¿De qué modo se lleva a cabo ese cambio? Es como un milagro».
Tengo mucha experiencia en lograr que el caos se convierta en orden. Lo he hecho muchísimas veces. Puedo convertir las peleas en amor y el caos en orden, tanto entre las personas individualmente como entre las familias, las ramas o los distritos, e incluso entre mundos y universos. Solo se trata de obedecer leyes eternas.
Me ocupo de la gente y de todas mis creaciones hasta que obedecen, y entonces la paz y el orden pasan a ocupar el lugar del enojo y del caos. La desobediencia es lo que produce el caos y la obediencia lo que engendra paz. Algunos elementos y algunas personas requieren más tiempo, pero finalmente aprenden.
«Parece tan maravilloso y deseable tener paz y unidad. ¿Por qué existen la falta de armonía y los desacuerdos y qué mueve a las personas a causarlos?»
Es que el principio de albedrío moral debe mantenerse intacto. Algunos aprenden más rápidamente o mejor que otros, pero todos aprenden. Al final, las realidades de la eternidad se hacen evidentes y la verdad prevalece. La luz siempre vence a la oscuridad.
«Pero entonces ¿qué les sucede a los que parecen estar empeñados en hacer el mal y en engañar y mentir? ¿Cómo se resuelve eso?»
También tengo mucha experiencia en tales situaciones. Enseñas principios correctos y testificas fervientemente, pero también aprendes a amar con todo tu corazón y a cultivar paciencia, una paciencia tan profunda como la eternidad.
«¿Cómo se logran ese amor y paciencia?»
El amor se logra amando y la paciencia practicándola; pero recuerda lo que dije antes: Todo progreso viene por medio de la fe en Mi Hijo Amado. Síguelo. Estudia Su vida y Sus enseñanzas. Aprende de Él. Todo lo que hay en la Iglesia e incluso en la tierra y en el cielo testifican de Él. Percíbelo a Él y ve Su vida y Sus enseñanzas en todo lo que te rodea. Confía en Él. Sé paciente, acepta Su guía y así aprenderás.
«Sigo sin entender cómo debo trabajar con las personas que no parecen dispuestas a cambiar y que, en efecto, más bien quieren desobedecer. ¿Cómo se hace?»
Actúa de acuerdo con lo que te dije.
A veces hacía preguntas y no sentía ninguna respuesta. Sin embargo, en otros momentos mis preguntas se contestaban con un «Ahora no», «Todavía no» o «Aún no lo puedes comprender». En general, fue una experiencia maravillosamente grata en la cual leí las Escrituras y sentí que obtenía respuestas que, aunque quizá no habían estado ocultas, no había comprendido hasta el momento.
Esas conversaciones continuaron durante horas y horas. Quizá haya dicho más de lo que debía, pero no creo haber dicho nada que no se encuentre en las Escrituras. Fue un tiempo maravilloso para mí; me sentía como un niño que mira un lago y se maravilla por su belleza, por su profundidad y anchura, preguntándose todo lo que sucede en su interior, pero presintiendo que más allá de la próxima cadena de montañas hay un océano entero, incluso una eternidad de océanos. Me sentía feliz por haberlas tenido, pero sabía que apenas había comenzado.
Dos días más tarde, cuando finalmente entramos en el arrecife y logramos llegar al puerto, todavía seguía pensando y reflexionando, maravillándome y agradeciendo. Me preguntaba cómo hacen las personas para entender estas cosas si no tienen unos días para sentarse y reflexionar en un bote en el Pacífico Sur, con una tripulación fiel que nunca se queja. Supuse que toda persona encuentra días y lugares para meditar; sin embargo, me alegraba de que hubiéramos tenido viento en contra y que nos hubiera llevado dos días llegar a casa.
Cuando volví a la escuela y a las ramas y cuando me reencontré con los misioneros, no me desilusioné; de hecho, la situación superaba las expectativas más optimistas que había albergado: la escuela funcionaba sin problemas, lo que es más, funcionaba a las mil maravillas; los miembros y los misioneros estaban unidos y se hallaban muy cerca de llegar a ser uno en corazón y propósito. ¡Qué gran bendición!
Qué grandioso todo lo que el Señor da a aquellos que lo obedecen y ayudan a otros, que son humildes y unidos y no buscan su propio bienestar sino que constantemente procuran el bien de los demás.
Aprendí que, en realidad, ni el idioma, ni la cultura, ni el entorno físico, ni la tecnología, ni el tiempo ni el lugar, ninguna de esas cosas tiene influencia; solo la unidad, la obediencia, el amor, la amabilidad, el trabajo arduo, la paciencia, la humildad, la disposición a dar al albedrío el lugar que le corresponde y, además, el hecho de tener una profunda fe en el Señor Jesucristo son los elementos que realmente logran un cambio. Esas son las cosas importantes que debemos aprender en esta existencia y las únicas que pueden traernos bendiciones.
Aprendí que Dios participa activamente en nuestra vida y que, cuanta más fe tengamos en Él, más comprenderemos esa participación; y que, cuanto menor sea nuestra fe, menos lograremos comprenderla. Aprendí que, sea cual sea la apariencia que tengan las situaciones, siempre podemos recurrir a Dios. Debemos obedecer, perseverar fielmente en Cristo y recordar siempre que, para nosotros, el último capítulo aún no se ha escrito.
























