El Otro lado del Cielo

La nieta


En Tonga hace calor durante la época navideña, el clima es húmedo y cálido, pero el espíritu de la Navidad es bellísimo. Las personas son más propensas a pensar más en los demás y menos en sí mismas, ¡y qué dicha que sea así! Aquel año recordaba mi primera Navidad en Liahona, cuando pasé esperando un barco que fuera hasta Niuatoputapu; la segunda, en Niuatoputapu; y en ese momento me aproximaba a la tercera, en Pangai, Ha’apai.

En Tonga no se hacían muchos regalos materiales, ya que sencillamente no había muchas cosas para regalar; la gente era pobre en lo que a posesiones materiales se refiere, pero, a pesar de eso, sabían dar maravillosos presentes de amor, servicio y bondad. Durante las cálidas noches que preceden a la Navidad, muchos grupos cantantes y bandas de diferentes tipos salían a dar serenatas. Aun rodeados de un calor agobiante, daba la sensación de que el espíritu de paz y buen ánimo estaba en todas partes.

Algunos meses atrás, se nos había pedido que juntáramos 500 libras esterlinas para comenzar a construir nuestra nueva capilla de ladrillos en Pangai. Hicimos el cálculo de que diez familias tendrían que poner 50 libras cada una y que todos debían reunir el dinero para el Io de enero. Todas las familias ya habían juntado lo que se les había asignado, menos un matrimonio mayor que vivía cerca de nuestra casa y que todavía tenía dificultades para alcanzar la suma establecida; era un fiel matrimonio, ya con nietos, y todos sus hijos estaban casados y no vivían más con ellos; aunque la mayoría de éstos eran activos en la Iglesia, no todos lo eran.

En un principio el hermano había pensado obtener el dinero acudiendo a otras fuentes, pero cada una le había fallado; finalmente, se dio cuenta de que tendría que ir a su plantación en otra isla y hacer copra para vender. La elaboración de la copra consistía en juntar cocos, abrirlos, retirar la pulpa, secarla al sol y venderla al mataka (mercado de copra) para conseguir dinero. (La copra se comercia para hacer jabón, aceites y otras cosas.) Él estaba decidido a cumplir con la fecha de vencimiento que se había establecido, así que dos semanas antes de Navidad se fue a su plantación; aunque había hecho planes de regresar para Navidad, no llegó.

Poco después de su partida, había llegado una nieta de nueve años que iba desde Tongatapu a pasar las fiestas. Si bien su arribo fue una sorpresa, la abuela la recibió con alegría ya que la madre de la niña era una de sus hijas más rebeldes.

Abuela y nieta pasaron muy bien juntas, pero unos días antes de Navidad la niña cayó enferma con fiebre muy alta. Si bien la abuela la hizo quedarse en cama y la cuidaba mucho, la fiebre seguía empeorando; la hermana nos pidió entonces que diéramos una bendición de salud a su nieta y así lo hicimos; sentí que ella estaría bien y seguimos con el resto de nuestras actividades.

La víspera de Navidad, uno de los misioneros maestros de la escuela y yo visitamos a algunas familias y les expresamos nuestros mejores deseos para esas fechas. Cuando terminamos nuestras visitas, le pregunté a mi compañero a qué otro lugar le parecía que debíamos ir ese día; su respuesta fue: «Escuché que la nieta de los hermanos tal todavía no está bien y que el abuelo aún no ha regresado. Estoy seguro de que la hermana estará muy cansada de cuidarla constantemente. ¿Por qué no vamos a su casa y nos ofrecemos a cuidar a la niña esta noche para que ella pueda descansar un poco?».

«¡Qué buena idea! —pensé—. ¿Por qué a mí no se me ocurren esas cosas?»

Ya era el anochecer cuando llegamos a la casa y le explicamos cuál era nuestra intención. Muy pocas veces he visto ojos que expresen tanta gratitud o he sentido un agradecimiento tan sincero. La abuela se quedó mirándonos por largo rato, supongo que asegurándose de que estuviéramos hablando en serio, y luego dijo:

—Está muy enferma. Me he quedado despierta junto a ella día y noche durante estos últimos tres días. Estoy muy cansada y no sé si podría seguir con el mismo ritmo esta noche. Gracias. ¡Gracias! He estado usando este paño y el recipiente con agua fría para refrescarle la frente y este abanico para hacerle un poco de aire. No ha pronunciado palabra durante los últimos días, lo único que ha hecho es gemir. No sé si se recuperará; quizá debería quedarme y ayudar.

—No —le dijo mi compañero—, usted vaya a descansar. Kolipoki y yo la abanicaremos, le refrescaremos la frente y ella estará bien. Ahora váyase a dormir.

Otra vez se quedó mirándonos por un buen rato y luego se fue. Me imagino que se debe de haber dormido apenas entró en la habitación.

Estábamos en el porche delantero de la casa, donde hacía un poquito menos de calor; inmediatamente comenzamos a abanicar a la niña y a refrescarle la frente con el paño húmedo. Parecía estar muy mal; su respiración era extraña, tenía fiebre muy alta y los ojos cerrados y sus gemidos eran lastimosos. Ideamos un sistema: mientras uno sostenía el paño húmedo, el otro movía el abanico a su alrededor para que el aire que le llegaba a la boca y a la cabeza fuera frío.

Aunque el trabajo no parezca muy arduo, la ansiedad que causa una situación así, la noche tan calurosa, el esfuerzo que implicaba ir a buscar el agua, escurrir el paño y mover constantemente el abanico hacían que los dos nos cansáramos rápidamente. En esos momentos, más que nunca, valoré muchísimo a aquella abuela y el cuidado constante que había brindado a su nieta durante los últimos días.

Había un reloj a cuerda en el porche y alrededor de las once nos dimos cuenta de que teníamos que modificar nuestro sistema para mantenernos en pie toda la noche, porque los dos estábamos ya muy cansados. Una vez más, fue a mi compañero a quien se le ocurrió la idea:

—¿Por qué no nos turnamos? —me propuso—. Usted duerme una hora mientras yo la cuido; luego lo despierto y usted se encarga de cuidarla otra hora mientras yo duermo; después, me despierta y así sucesivamente. De ese modo, por lo menos lograremos aguantar toda la noche.

—Me parece bien —le dije—. ¿Quién empieza?

—Yo lo haré —contestó—. Usted descanse primero.

Así que me acosté y él comenzó a cuidarla solo. A medianoche me despertó; con una mano la abanicaba y con la otra le ponía el paño en la frente; yo seguí haciendo eso hasta la una y entonces lo desperté. Él me despertó a las dos y yo volví a despertarlo a las tres. Esperaba que me despertara a las cuatro para mi próximo turno; aunque estaba muy cansado, eso era lo justo.

Lo próximo que recuerdo es que la luz del sol me daba en los ojos. Me desperté, me puse de pie de un salto y pregunté:

—¿Qué hora es?

—Son las seis —contestó mi compañero.

—¡Las seis! ¡Se suponía que me tenía que despertar a las cuatro! ¿Por qué no me despertó? —le pregunté.

Tenía en el rostro una gran sonrisa que los resplandecientes rayos del sol de la mañana hacían más radiante. Al responderme, aquella sonrisa pareció surgir de lo profundo de su alma y llenar el resto de su ser:

—Ay, es que se lo veía tan cansado que decidí dejarlo dormir. Es mi regalo para usted. ¡Feliz Navidad!

Me quedé mudo. Me limité a mirarlo con admiración y asombro, preguntándome: «¿Por qué no se me ocurren esas cosas, por qué no hago algo así? Mi compañero es un gran hombre; Dios lo ama. ¡Se quedó despierto por mí! ¿Por qué soy tan débil?». Pensé en la ocasión en que el Salvador se acercó a Sus discípulos que dormían y les preguntó: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» (Mateo 26:40.) Él había permanecido despierto toda la noche llevando a cabo la obra de amor más grande del mundo mientras Sus más allegados dormían. Aun así, al regresar y encontrarlos dormidos, sencillamente los miró y con serenidad, les dijo: «Dormid ya».

Me sentí avergonzado; sin embargo, también me sentía feliz, por ver la alegría que reflejaba el rostro de mi compañero: ¡tenía una sonrisa tan radiante que parecía casi angelical!

En algún momento de las primeras horas de la mañana cesaron los gemidos casi delirantes de la niña, le bajó la fiebre y, al rato, ya podíamos decir que la crisis había pasado; se movió un poco y abrió los ojos; aunque seguía muy débil, sabíamos que se recuperaría. Esperamos hasta media mañana y luego fuimos a golpear la puerta de la habitación de la abuela para despertarla; contestó en seguida, probablemente porque esperaba lo peor. Cuando salió al porche, la niña estaba sentada. Nosotros teníamos una sonrisa de oreja a oreja al decirle: «¡Feliz Navidad!». Estábamos muy contentos de que tanto ella como la nieta se sintieran mucho mejor. Como teníamos varias otras cosas que hacer, nos fuimos y emprendimos nuestras actividades misionales de todos los días; fue una manera grandiosa de comenzar el día de Navidad.

Con el tiempo, me había olvidado casi por completo de esa experiencia, pero muchos años después me pidieron que hablara en el funeral de mi compañero de esa noche, aquel fiel hermano de Tonga que había llevado una buena vida y muerto de cáncer. Mientras hablaba en tongano, de pronto se iluminó mi entendimiento y, aunque totalmente inesperado, aquello produjo una profunda y clara impresión en mí. Deseo hacer hincapié en que no fue una visión, ni una revelación ni un sueño, sino más bien un sentimiento mediante el cual obtuve más comprensión. Esto fue lo que percibí:

Vi un lugar bellísimo donde había una muchedumbre de gente espe-rando ansiosa por llegar a cierto lugar; no había nadie que atropellara ni empujara a los demás, sino que todos avanzaban con respeto y emoción hacia aquel lugar en particular.

Entre el gentío vi a un joven que sonreía y que, con paciencia, se movía en la misma dirección que el resto; de pronto, lo llamaron por el nombre y alguien que tenía autoridad se le acercó, lo tomó del brazo y lo guió, a través de las multitudes que esperaban, directamente hasta el lugar deseado. El guía dijo unas pocas palabras a alguien que parecía controlar el ingreso y la persona sonrió y condujo al joven por la puerta de entrada.

A pesar de la inmensa cantidad de personas que aguardaban, parecía que todos estaban al tanto de lo que acababa de ocurrir y empezaron a volverse y a comentar entre sí, pero los comentarios no eran a causa de enojo ni de celos sino más bien por el asombro y la felicidad que sentían porque el joven había llegado tan rápidamente al lugar deseado.

El guía volvió y comenzó a esperar pacientemente con la multitud. Alguien se le acercó y le preguntó por el joven, a lo cual el guía respondió con un susurro e inmediatamente el rostro de la persona que había hecho la pregunta se iluminó con una grande y sincera sonrisa; asintió a modo de aprobación, se volvió y le habló al que se hallaba a su lado. De repente parecía que todos sabían cuál había sido la respuesta. Hice un gran esfuerzo por entender y finalmente escuché a alguien decir: «Ah, es que él dejó dormir a su compañero porque estaba muy cansado».

No voy a dar más explicaciones aparte de que lo que he dicho Aprendí que los sacrificios que realizamos, los actos de altruismo y honradez, los esfuerzos que sinceramente hacemos para ayudar a otras personas, especialmente cuando es a costa de nuestra propia comodidad, nunca pasan inadvertidos en los cielos.

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