El Otro lado del Cielo

Una manera diferente de pensar


En Ha’apai todos trabajaban arduamente. Ni en la Iglesia ni en el gobierno se practicaba la asistencia pública tal como la conocemos en la actualidad; si bien todos ayudaban a quienquiera que lo necesitara, esto se hacía casi exclusivamente por medio de la familia. Allá el término kainga (familia) se refiere a un grupo familiar mucho más amplio y extenso que aquel en el que por lo general pensamos; parecía que todos estaban emparentados entre sí y a menudo reclamaban los privilegios de ese parentesco; pero por supuesto, si una de las partes reclamaba los privilegios, estaba también obligada a cumplir con los deberes para con los otros, por lo cual el sistema era maravillosamente equilibrado. La idea de que alguien le diera algo a uno sencillamente porque sí era completamente extraña; todos trabajaban por cualquier cosa que recibieran y también lo hacían por lo que dieran a los demás.

En cierto sentido, la vida era dura; sin embargo, desde otro punto de vista, era bastante sencilla. Recuerdo una ocasión en la cual varios hombres usamos nuestro pequeño velero para ir a otra isla; justo cuando estábamos por llegar a la entrada del arrecife, notamos que algo se movía debajo de unas lonas, en la parte delantera del velero, y resultó ser el hijo de diez años de uno de los hombres que iba en el barco; el niño se había escondido allí con la esperanza de viajar con nosotros. Me acuerdo que de pequeño trataba de hacer lo mismo (pero en un automóvil), por lo que en aquel momento sentí un poco de admiración por él, porque había permanecido quieto tanto tiempo. Ciertamente no podíamos volver atrás porque estábamos muy lejos de la orilla; pero yo no estaba seguro de lo que haría su padre.

Imaginen mi preocupación cuando el padre levantó al niño y lo reprendió diciéndole que no podía faltar a la escuela; le dijo que estaba mal esconderse, le dio una palmada y lo tiró al océano; entonces le gritó: «¡Ahora nada hasta la playa y hazlo rápido!».

Yo protesté afirmando que la orilla estaba muy lejos y que era un niño pequeño, pero el padre no quiso oír hablar del asunto. «¿Cómo aprenderán si uno da el brazo a torcer?», me contestó. Mencioné que existía la posibilidad de que le dieran calambres o que hubiera peces peligrosos y que podíamos dar vuelta si lo deseaba; no obstante, él me dijo: «Va a estar bien, no se preocupe»; se mantuvo firme y ni siquiera miró hacia atrás.

De todos modos, yo me preocupé pero unos días después, cuando regresamos, la primera persona en recibirnos fue el niño, que no dejaba de sonreír sobre todo a su padre; estoy seguro de que se sentía orgulloso de demostrarle que había hecho lo que él le había mandado. Disimuladamente, el padre me hizo una guiñada pero no dijo nada. Creo que debería haber aprendido más de aquel ejemplo pero a algunos de nosotros, los palangis, nos cuesta mantenernos siempre tan firmes.

En nuestro velero les había prohibido que llevaran un arpón; les explicaba que éramos pescadores o cazadores de hombres, no de ballenas. Muchas veces las veíamos y de vez en cuando pasábamos muy cerca de ellas, pero nunca las perseguíamos ni las lastimábamos; a su vez, las ballenas nunca nos perseguían ni nos lastimaban ni nos ponían en peligro a nosotros. Son mamíferos hermosos y el respeto que siento por los seres del mar que Dios ha creado creció enormemente a partir de entonces.

Muchos de los hombres de la isla cazaban ballenas, no por la grasa sino por la carne. Cuando arponeaban una, se desataba una lucha violenta hasta que la ballena finalmente se cansaba y salía a la superficie; en ese momento la mataban con un arpón que tenía un extremo largo parecido al de una lanza. Una vez que la ballena dejaba de luchar, en seguida se zambullían en el agua y trataban de coserle la boca para que no tragara demasiada agua y se hundiera. Entonces levantaban una bandera como señal y alguien salía en una lancha a motor para arrastrar la ballena hasta la costa. Me dolía ver cómo arrastraban a uno de esos animales hasta el arrecife que estuviera más cerca de la costa. ¡Son criaturas tan espléndidas!

Por otro lado, siempre era una ocasión de bullicio y alegría cuando alguien atrapaba una ballena, lo cual no sucedía muy a menudo. La llevaban hasta el arrecife y comenzaban a quitarle toda la carne; se deshacían de la grasa para quedarse con la carne, que vendían por libra a los ansiosos isleños; después de unas horas, cuando ya habían sacado casi toda la carne, los dueños cumplían con el requisito del gobierno: llevar los restos más allá del arrecife para que los tiburones terminaran con el proceso de deshacerse de ellos.

Las ballenas son tan grandes que la mayor parte de la carne se salaba, se secaba o se hacían ambas cosas; por supuesto que mucha de la pulpa se cocinaba y se comía en ese momento, pero el salado parecía ser el medio principal de conservación (aunque por experiencia aprendí que esa forma no siempre era buena). Para mí, la carne de ballena era más bien insípida, más parecida a la carne de vacuno que al pescado, pero de todos modos su sabor no era muy similar a ninguna de las dos; no me gustaba y la comía pocas veces, excepto cuando no me quedaba otra alternativa como cuando comíamos con alguna familia.

No aprendí ninguna receta buena con carne de ballena; de hecho, no aprendí ninguna receta, ya que los santos no me dejaban prepararme la comida; siempre me la llevaban o me invitaban a comer con otras familias. Lo mismo sucedía con el lavado y remendado de la ropa, por lo cual me temo que no llegué a ser muy autosuficiente en ninguno de esos quehaceres.

Usábamos camisa blanca de manga corta, corbata y pantalones de trabajo. Los misioneros que eran nativos usaban un tupenu. y una ta’ovola (falda con una faja tejida) y andaban descalzos; en cuanto a mí, el primer presidente de la misión me había dicho que siempre debía usar medias y al menos sandalias, así que eso era lo que usaba. Para lavar se usaba un jabón fuerte de lejía y piedras o tablas de lavar corrugadas, por lo que la ropa se gastaba rápidamente; en las rodillas, mis pantalones siempre estaban gastados: llegaba a tener tres o cuatro remiendos, uno sobre otro, antes de tener un pantalón nuevo.

Recuerdo cuando una de las hermanas le colocó el cuarto parche a una pierna de mi pantalón y me dijo que le parecía que estaba tan gastado que debía conseguir uno nuevo. Para mí todavía tenía buen aspecto, pero cuando ella insistió, diciendo: «Si usted no tiene dinero para comprarlo, yo y algunas otras personas compraremos algo de tela y le confeccionaremos uno nuevo», en seguida conseguí yo mismo un pantalón nuevo.

Me di cuenta de que en Tonga, en aquella época, la actitud con respecto a la ropa era muy diferente a la que teníamos en mi país. Recuerdo una charla que tuve con uno de los hombres más ricos de la isla que, a pesar de no ser miembro, me había regalado una camisa muy buena; yo le agradecí y le comenté que era una linda camisa nueva, pero que no recordaba haberlo visto usar nunca ropa nueva. Me pidió que me sentara y hablamos un rato; me dijo que él contaba con muchísimos medios para comprarse ropa, pero me explicó lo siguiente: «Si yo uso ropa nueva, ¿qué cree que sentiría el resto de las personas? Una de dos: o tratarían de comprarse más ropa, lo cual está fuera de su alcance; o yo no les caería bien. Considero que ninguna de las dos es una buena opción».

Y agregó que aunque tenía dinero, pensaba que parte de su deber para con su pueblo era vestirse como ellos a fin de no ofenderlos ni provocarles celos o causar que trataran de hacer algo que en verdad no era necesario. La gente, aunque pobre, era aseada y limpia, y él tenía la idea de que debía ayudar a cumplir con la ya comprobada y verdadera teoría de «úsalo, gástalo, arréglate con lo que tienes o prescinde de ello». Pensé: «¡Qué buen hombre!».

Aquella conversación tuvo una profunda influencia en mí, por lo cual traté de seguir su teoría y literalmente usé toda la ropa hasta que casi no me quedó nada. Desde entonces, me resulta difícil comprarme ropa o zapatos nuevos; incluso cuando alguien me insinúa que mi traje ya se está poniendo brillante o que tengo los zapatos bastante gastados, vacilo en cambiarlos por otros porque pienso que todavía puedo seguir usándolos. Supongo que debe de ser porque recuerdo muy bien lo feliz que era la gente de Ha’apai con ropa vieja pero limpia.

A veces escuchamos el dicho: «Como te ven, te tratan». Quizás en nuestra sociedad esto tenga algo de verdad, pero en aquella época, en Ha’apai, los tonganos se daban cuenta de que no era la forma de vestir lo que hace a la persona sino su carácter. No se dejaban engañar por la manera de pensar del mundo y eran conscientes de que aun las mejores galas —ropa, maquillaje, anillos u otras joyas— no podían compensar lo que le faltara en cualidades.

Eso me hizo pensar en el relato que encontramos en 3 Nefi 11:8, en el cual el Salvador, el más grande de todos, apareció ante los nefitas vestido simplemente con un manto blanco. Me figuro que deberíamos acostumbrarnos a la ropa sencilla puesto que parece ser el tipo de atuendo que usaremos después de esta vida.

Hubo muchas otras huellas de aquellos días que quedaron grabadas en mi memoria. Recuerdo una ocasión en la que regresamos de una gira en la que habíamos salido a predicar y llegamos a Pangai antes del atardecer; había algunas personas en el muelle y otras esperando en la orilla. Amarramos el bote y me fui a nuestra casa a guardar mis cosas; entonces escuché unos golpecitos suaves: era una de nuestras vecinas que en voz baja me avisó que había comida caliente y bebida esperándome en su casa. Yo tenía mucha hambre y sed, así que fui a comer.

—Estuvimos ausentes mucho tiempo —le dije mientras comíamos—. Su esposo iba en el barco con nosotros, ¿por qué no fue a recibimos al muelle?

—Élder Groberg —me contestó—, escuche bien. Usted tiene mucho que aprender. Algunas personas tienen buenas razones para ir al muelle a recibirlos, pero recuerde que, por lo general, la gente se encuentra en uno de estos tres grupos: aquellos que estarán en el muelle para recibirlo con grandes sonrisas; si no los conoce bien, tenga cuidado porque quizás intenten aprovecharse de usted. Luego están los que esperan en la orilla; es probable que le ayuden si se lo pide, pero muchos sólo estarán tratando de encontrar la oportunidad de ganar algo de dinero. Y por último están los que se quedan en casa y le preparan una buena comida; esos son sus verdaderos amigos. Muchos le darán la impresión de querer ayudar, pero encontrará a muy pocos que realmente lo hagan. Confíe en éstos más que en ninguna otra persona.

Lo que me dijo quizá no sea muy profundo, pero tuvo una gran influencia en mí. He descubierto que en gran parte eso es cierto: la amistad y la lealtad solo pueden medirse de acuerdo con lo que hagamos por otras personas o lo que los demás hagan por nosotros y no de acuerdo con lo que se ofrezcan a hacer. Jesús no sólo ofreció Su vida para rescatarnos a todos sino que además la dio.

Me acuerdo de una vez que tenía hambre y me dieron una banana para comer; la pelé y empecé a comerla de pie; en seguida alguien me pidió que me sentara. Me senté y más tarde pregunté a qué se debía que me lo hubieran pedido; me explicaron que en la cultura tongana una de las peores violaciones de las reglas de etiqueta era kaitu’u (comer de pie). Ese concepto radica en la idea de que los alimentos provienen de Dios y que muchas veces los preparan otras personas con gran esfuerzo, por lo que los tonganos piensan que, a fin de demostrar respeto a Dios y a quienes los prepararon, debemos tomarnos el tiempo de sentarnos y disfrutar de lo que comamos. Si tenemos tanto apuro que pensamos que debemos comer de pie —o como decimos nosotros, «comer a la carrera»—, entonces, de acuerdo con sus costumbres, no deberíamos hacerlo; en otras palabras, si no tenemos tiempo para demostrar respeto y disfrutar de la comida, no somos dignos de ella. Me imagino que esto debe de tener algo que ver con la salud también: esa costumbre tongana es el extremo opuesto de nuestro concepto de «comida al paso», que parece ser una parte esencial de nuestra cultura occidental. Yo crecí en una familia grande y aprendí a comer rápidamente, más por el instinto de supervivencia que por otra cosa, así que aprecio la influencia que esta costumbre tongana ha tenido en mejorar mis hábitos de alimentación.

En las culturas occidentales es de mala educación eructar durante o después de la comida. En Tonga, por lo menos en aquella época, al eructar se demostraba respeto o agradecimiento por los alimentos; era un símbolo de que la comida había sido buena y que se había disfrutado de ella. Aunque algunos dicen que cuanto más fuerte y largo sea el eructo, mayor es la demostración de gratitud, nunca supe que ese fuera el caso. Un sencillo y espontáneo eructo funcionaba a la perfección.

Algunas de las cualidades que los tonganos valoraban más eran la cortesía y la lealtad, las cuales por lo general se expresaban por medio del canto, el baile y la palabra; entre ellos había grandes oradores, bailarines y cantantes. Se ha dicho que los tonganos nacen con oído perfecto, con la capacidad de moverse con mucha gracia y con lengua de plata; no lo creo, pero sí que nacían en una sociedad en la cual crecían aprendiendo esas cosas; tanto hombres como mujeres bailaban, cantaban e incluso predicaban con el mismo vigor.

A menudo miraba la práctica del laka laka (baile en línea), bailado por los habitantes de una aldea en particular donde tomaba parte literalmente toda la población; observaba cómo participaban los niños pequeños y los adolescentes, imitando los movimientos llenos de donaire de sus padres. Detrás de la línea de los que danzaban había un grupo que cantaba, compuesto por personas mayores, madres amamantando a sus bebés y otros que, por lo que fuere, en ese momento no bailaban.

Contemplaba a aquellos niños pequeños e incluso a los bebés que tomaban el pecho y me daba cuenta de que, desde sus primeros días de vida, escuchaban música, armonía y ritmo, y observaban y participaban en bailes con movimientos sumamente gráciles; sencillamente llegaba a ser parte de ellos. En esas circunstancias, efectivamente se podría decir que esa aptitud era algo que les salía naturalmente.

Recuerdo que una noche, ya tarde, vi a una madre bailando con gracia y cantando de un modo sumamente bello junto con un grupo de la aldea; su cuerpo entero se balanceaba con movimientos perfectamente coordinados: uno de sus brazos seguía con exactitud los del baile con los dedos que ondulaban y luego se extendían en una sinfonía de belleza que sería difícil imitar; con el otro brazo mecía a un bebé recién nacido, que tomaba el pecho con los ojos cerrados y tenía una expresión de total contentamiento.

Al observarlos durante unos instantes, descubrí de dónde sacaban los tonganos su instinto natural por la música y los movimientos llenos de gracia, y por qué la lealtad a la familia y a la comunidad era una parte tan importante de su vida. Hay mucho que aprender de estos isleños.

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