«Las 10 libras mejor invertidas»
Seguimos trabajando arduamente todos los días y sentíamos que la cantidad de cosas que teníamos que hacer era mayor que las horas de las que disponíamos para llevarlas a cabo. ¡Qué linda sensación la de estar ocupado en asuntos importantes! Una noche recibí un telegrama del presidente de la misión que me decía que iba a pasar la noche en Ha’apai mientras se encontraba en camino a Vava’u, y que debía tener un consejo disciplinario de la Iglesia para un miembro prominente. Me pidió que me pusiera en contacto con ese hombre, que le informara cuáles eran los cargos y que le pidiera que la noche designada estuviera presente con los testigos que él deseara.
Unos días más tarde, fuimos al muelle a recibir al presidente y a uno de sus consejeros y los ayudamos a instalarse en la casa de huéspedes. Después de la cena, todos fuimos a la capilla donde él llevaría a cabo el consejo disciplinario; no nos pidió ni a su consejero ni a mí que participáramos, sino que decidió encargarse solo del asunto. Yo no le hice ninguna pregunta, ya que sabía que él era el responsable.
Había bastante revuelo por el caso: la persona involucrada era muy conocida y prácticamente todos estaban al tanto de lo que sucedía. Era casi imposible que tanto los que eran miembros como los que no lo eran no se enteraran de un acontecimiento de ese tipo; en aquellas islas pequeñas, parece que todos supieran todo sobre todos los demás.
Esperamos afuera, charlando con las muchas personas que andaban alrededor de la capilla aquella noche. Cada tanto, el presidente pedía a alguien que pasara y contara lo que supiera de la situación. Había muchas conjeturas al respecto. El hombre en cuestión pasó mucho tiempo en la capilla con el presidente de la misión. Finalmente, entró también la mujer involucrada y todos pensamos que el asunto pronto llegaría a su fin; sabíamos cuáles eran los cargos y qué era lo que realmente había ocurrido.
Después que hubo pasado lo que pareció una eternidad, la puerta se abrió y salieron el presidente, el hombre, la mujer y otras dos personas. Pregunté qué había sucedido, pues tenía que saber qué debía hacer con el hombre.
Cuando el presidente de la misión me dijo que podía darle la asignación que quisiera porque lo habían declarado «inocente», quedé estupefacto, tal como los demás. Le pregunté cómo era posible y me respondió: «No había suficientes evidencias. Probablemente, lo mejor sea que se desentienda de él, de la joven y de toda la situación. Yo ya me ocupé del caso y, en lo que a mí respecta, el asunto está terminado».
No podía entender qué era lo que había sucedido, porque la evidencia parecía sumamente clara. Tenía miedo de que aquello fuera en detrimento del avance que habíamos tenido en Ha’apai en lo que respectaba a las condiciones de convivencia. Sin embargo, dado que él era el presidente de la misión y que sus instrucciones habían sido muy claras, decidí no preocuparme y continuar con mis deberes. Estaba seguro de que el Señor seguiría ayudándonos.
A la mañana siguiente, el presidente partió hacia Vava’u. Casi inme-diatamente después, varias personas se acercaron a mí y me contaron lo que había ocurrido: el hombre sabía que era culpable, algo que todos también sabían y, al parecer, anduvo dando vueltas rogando a la gente que no testificara en su contra. La joven involucrada provenía de una familia pobre y él le había dado 10 libras esterlinas (alrededor de 50 dólares estadounidenses, lo cual era una suma muy grande en aquella época) para que se retractara de su testimonio y dijera que él era inocente; así que eso dijo y él no fue disciplinado, al menos no por aquel consejo.
Este fue el comentario de tono arrogante que hizo el hombre: «Esas fueron las 10 libras mejor invertidas». Él sabía que era culpable y que todos los demás también lo sabían, y pensaba que realmente había logrado engañar al presidente de la misión.
Hubo personas que se me acercaron para decirme: «Podrá engañar a un palangi, pero a nosotros no nos puede engañar. ¿Por qué no habla con el presidente y le dice lo que sucedió?». Mi respuesta fue que el presidente me había pedido que me desentendiera del asunto y eso era lo que iba a hacer.
—¡Pero no puede ser que él se salga con la suya! —, exclamaron.
—Por supuesto que no —les respondí—. Dios es el juez supremo y Él sabe la verdad. El hombre sabe la verdad; está intentando engañar al Señor, pero no tendrá éxito. Uno puede engañar a otras personas, pero a Dios no. Mírenlo y aprendan una gran lección: uno no puede mentir y al mismo tiempo tener éxito, al menos no en las vías de Dios y ésas son las únicas que cuentan.
A partir de entonces, todos dejaron el asunto de lado porque yo se lo había pedido, tal como me habían indicado a mí que lo hiciera. El caso no afectó mucho nuestro progreso; de hecho, probablemente lo haya impulsado debido a que el engaño era tan obvio.
Seguí observando a aquel hombre, no solo durante el resto del tiempo que pasé en Ha’apai, sino más tarde cuando presté servicio como presidente de misión, luego como Representante Regional y más adelante como Autoridad General. Con el tiempo, se mudó de Ha’apai y luego se fue de Tonga.
Se mantuvo activo en cuanto a asistir a las reuniones, pero nunca pudo hacer mucho ni en la Iglesia ni en su trabajo. Aunque parecía muy capaz, cada vez que estaba por lograr algo ocurría un cambio extraño, todo se venía abajo y volvía al punto de partida; era como si hubiese una barrera sobre su cabeza contra la cual no dejaba de golpearse, sin poder elevarse por encima de ella.
De vez en cuando hablábamos pero se negaba a reconocer que sus problemas tuvieran algo que ver con otra cosa que no fuera la «mala suerte» o «la intervención de otra persona». Cada tanto trataba de explicarle que la raíz de sus dificultades no era la «mala suerte», sino su mal proceder.
«No puede tratar de engañar a Dios y pensar con sensatez al mismo tiempo», le decía. Traté de ayudarle a entender que su mal proceder no era solamente lo que había hecho la primera vez, sino que posiblemente lo peor fuera su negativa a arrepentirse de ello como es debido. Le explicaba: «Todos cometemos errores, pero no debemos agravarlos tratando de esconderlos. El error más grande que cualquiera de nosotros puede cometer es el no arrepentimos y no reconocer nuestros errores ante Dios, ante nosotros mismos y, si es necesario, ante los demás».
Hay personas que ven el arrepentimiento como si fuera perjudicial o como si se debiera recurrir a él únicamente cuando hacemos algo malo. Recuerdo lo que contó una maestra de las Damitas que les preguntó a sus alumnas cuál era el primer paso del arrepentimiento. Una de las jovencitas que se encontraba en la primera fila rápidamente contestó: «Lo primero que uno hace es cometer un pecado así tiene algo de qué arrepentirse». Se me ocurre que muchos deben de pensar así y por eso ven el constante llamado de sus líderes al arrepentimiento como un acto negativo y de censura. La realidad es que todos hacemos cosas malas y debemos arrepentimos de nuestras malas acciones; de todos modos, si nuestra meta es el reino celestial y lo único que hacemos cada vez que procedemos mal es tratar de anular nuestra mala conducta por medio del arrepentimiento, ¿cómo llegaremos a alcanzar nuestra meta?
Traté de explicarle que el arrepentimiento implica progreso, que es un cambio positivo y total, e implica acercarse a Dios.
Le expliqué que si empleamos el arrepentimiento solo para volver del comportamiento negativo al punto cero, seguiremos estando muy lejos de nuestra meta. Una vez me preguntó:
—¿Me está diciendo que nos podemos arrepentir también de lo bueno?
—Sí —le respondí—, si es que podemos mejorar lo bueno. Ya sea que hagamos lo bueno o lo malo, si podemos mejorarlo, debemos hacerlo. De eso se trata el arrepentimiento, que es un don que proviene de Dios, y Él está tan ansioso por ayudamos a aumentar el lado positivo de la ecuación como lo está por alejarnos del lado de Satanás.
Él siguió negándose a aceptar mi consejo y decía que lo estaba «juz-gando». Intenté explicarle que no era así y que al pedir a las personas que se arrepientan, sencillamente estamos invitándolas a mejorar su vida, don-dequiera que se encuentren. Es fácil darnos cuenta de que aún tenemos que mejorar porque todavía somos seres mortales; los que piensan que no tienen que arrepentirse sencillamente no comprenden. Al decir que no tenemos de qué arrepentimos, afirmamos que somos perfectos lo cual no es cierto, y no lo será hasta que no nos hayamos arrepentido completamente. Jamás podremos ocultar el pecado, solo podemos arrepentimos de haberlo cometido; no existe otra manera de deshacernos de él.
Me escuchó y se quedó pensando un rato, pero al final volvió a decir que el presidente de la misión lo había absuelto, así que yo debía «desentenderme » y dejarlo tranquilo.
Nunca tuvo éxito en nada; hasta el final de su vida siguió sintiendo que había logrado engañar a alguien sin darse cuenta de que la única persona a quien había engañado era a sí mismo. En ocasiones parecía estar a punto de abrirse y reconocer la verdad, pero nunca llegó a hacerlo; finalmente murió. Ahora me imagino que debe de estar «a punto» de hacerlo y dándose cuenta de que no se puede engañar a Dios. Si bien no pude asistir a su funeral porque estaba ocupado, me enteré cuando ocurrió y pensé en lo triste de la situación: la vida de aquel hombre se había convertido en un desperdicio de talento. Parece que el viejo mal llamado orgullo se llevó otra víctima.
Para que el progreso sea realmente significativo tiene que estar fundado en el arrepentimiento sincero. Cuanto más sincero sea el arrepentimiento, mayor será nuestro progreso. Mientras pensaba en su vida desperdiciada, recordé que en las Escrituras se nos dice que no debemos predicar a esta generación nada sino el arrepentimiento (por ejemplo, en D. yC. 6:9; 11:9).
Supongo que no tuve mucho éxito con él pues, que yo sepa, se fue de esta vida sin haber reconocido cuál era el verdadero problema. Espero que a esta altura ya lo haya hecho. Muchas veces he pensado que aquellas palabras que pronunció: «Esas fueron las 10 libras mejor invertidas», deberían ser y quizá ya sean: «Esas fueron las 10 libras más desperdiciadas de mi vida».
























