Las emociones que despierta el mar
Siempre que uno se mezcla con el mar o con los viajes por el océano, se experimentan muchísimas emociones. Recuerdo que un día di a un grupo de siete hermanos poseedores del sacerdocio la asignación de ir a una pequeña isla y conseguir un tipo especial de arena para un edificio que estábamos construyendo; yo me quedé porque tenía que dar clases. El día comenzó bien, pero a la tarde se puso tormentoso. Cerca de la hora en que el bote tenía que emprender el regreso, se desató una gran tormenta; los vientos bramaban, las nubes se volvieron más espesas y el sol quedó escondido en la oscuridad. Seis de los siete hombres eran casados y las respectivas esposas y familias estaban muy preocupadas.
Fuimos hasta la costa con ellas y otros familiares a ver si los divisá-bamos, pero no veíamos nada. El tiempo parecía estar cada vez peor y el bote ya estaba muy atrasado. Era tanto el esfuerzo que hacíamos por ver y escuchar que nos dolían los ojos y los oídos; aun así, a pesar de todo el esfuerzo y las oraciones, la situación no cambió. Las emociones que observaba en aquellas mujeres y aquellos niños eran indescriptibles; yo trataba de consolarlos e infundirles ánimo.
Pasaron una o dos horas más, pero el bote no aparecía. Algunos ya se habían resignado a lo peor, otros no perdían la esperanza, y todos orábamos con fervor. Los botes casi nunca entraban en el puerto después de oscurecer y en ese momento ya estaba completamente oscuro y era difícil ver cualquier cosa. Algunos sugerían que volviéramos a nuestras casas, pero la mayoría decía que se quedarían toda la noche. Yo sentí que debía quedarme, ya que había sido quien les había pedido que fueran.
No hay palabras para describir el sentimiento de desazón e impotencia que tenía. Sentía como si estuviera vacío por dentro. Aunque nadie decía nada, percibía lo que sentían algunas de las mujeres que allí se encontraban: «Usted es el siervo de Dios. Si había peligro, ¿por qué les pidió que fueran?». Aunque no sabía lo que iba a suceder, trataba de calmarlas y asegurarles que todo saldría bien. Oraba fervientemente y sentía el peso de una gran responsabilidad. ¿Acaso había actuado precipitadamente? Esperaba que no. Rogué a Dios que no lastimara a aquellas familias por mis errores. Deseaba haber ido con ellos. Estaba deshecho pero, finalmente, después de una gran lucha espiritual, empecé a sentir una paz que significaba que todo iba a salir bien.
Pasamos toda la noche de sobresalto en sobresalto ante cualquier ruido insólito, cada uno de los cuales interpretábamos como una posibilidad de esperanza, que luego desaparecía hasta quedar en la nada. Al fin, ya cerca del amanecer, escuchamos un grito distante; venía de muy lejos pero todos aguzamos el oído y cobramos ánimo. Pasaron varios minutos y… nada. Entonces volvió a escucharse un grito lejano: «Oku ‘ife’ae uafu?» (¿Dónde está el muelle?).
Todos nos habíamos puesto de pie con los ojos clavados en la oscuridad y el corazón latiendo con fuerza por la expectativa y el amor. Se elevó un coro de voces: unos lloraban y otros gritaban, algunos casi en estado de histeria, mientras otros respondían con calma: «¡El muelle está aquí!». La luz de las lámparas de kerosene comenzó a parpadear con más intensidad cuando levantaron las mechas y limpiaron los tubos. Una vez más, aunque ya provenía de más cerca, se oyó una voz que preguntaba: «Oku ‘ife’ae uafu?»; y entonces comenzó la comunicación y el reconocimiento de las personas que venían en el bote. Eran ellos; ¡habían regresado! El que los dirigía dijo, restando importancia al asunto: «Nos costó un poquito regresar, pero trajimos la arena para la capilla del Señor». Por supuesto, al decir eso, se quedó muy, pero muy corto.
Apenas amarraron el velero al muelle, los hombres fueron a la orilla a reencontrarse con sus respectivas esposas y otros integrantes de su familia. Creo que jamás experimenté con tal fuerza los sentimientos de amor, fe puesta en práctica y gratitud a Dios por Su ayuda. No hace falta decir que todos nos sentimos aliviados cuando concluyó aquella noche casi entera en vela.
Esto me hace pensar en la noche de vigilia que tiene lugar en la escena final de la ópera Madame Butterfly. Afortunadamente, la de Ha’apai tuvo un final más feliz aunque las emociones que experimentamos allá tienen algo en común con las de la ópera. Supongo que debemos llegar a conocer esos sentimientos para poder al menos vislumbrar lo que Dios debe de sentir cuando tantos de Sus seres queridos parecen perderse en las tinieblas del mal. Percibo algo de la emoción que se describe en el pasaje de las Escrituras que dice: «¡Cuán grande es su gozo por el alma que se arrepiente!» (que sale de la oscuridad y regresa al hogar) (D. y C. 18:13). Sentí ese gran gozo en Pangai cuando esposos e hijos salieron de la oscuridad, regresaron a los brazos de sus seres queridos y volvieron a salvo a su hogar.
Las emociones tienen mucho poder y los sentimientos profundos no se olvidan con facilidad. Aprendí que esas sensaciones deben seguir la dirección correcta; y cualquiera que diga que tiene que apartarse de la religión a fin de expresar sus emociones jamás ha sentido la fuerza completa de la verdadera fe y del amor puro por Dios, los cuales se encuentran en su plenitud dentro de la religión. Ese sentimiento lo abarca todo.
























